—No me entra en la cabeza que Taggart considere que esto es aprovechar el tiempo —se quejó Digby, secándose el sudor de la frente con un pañuelo empapado.
Entendía su actitud, y no sólo por la temperatura que hacía, que superaba holgadamente los cuarenta grados a la sombra, o lo habría hecho de haber habido alguna sombra.
Abril no era un mes agradable en Calcuta. En general no había muchos meses que lo fueran, pero en abril empezaba el verano y se estaba peor que nunca. Todo quedaba cubierto por un tórrido manto de calor, y tanto ingleses como nativos se recocían durante la espera interminable y exasperante de la llegada de las lluvias monzónicas, para las que aún faltaban dos meses.
Nos habíamos dirigido los tres —Digby, Banerjee y yo— hacia el norte de la ciudad y, después de una hora en coche, nos encontrábamos rodeados de unos campos verdes interminables. A lo lejos, como si el tiempo se hubiera detenido, los campesinos araban los pastos con yuntas de bueyes. El chófer había estacionado junto a la carretera. Y ahora estábamos salvando un desnivel de tres o cuatro metros sobre el que pasaban las vías del ferrocarril. Arriba, desde donde se dominaba la campiña, nos encontramos frente a un tren parado, una locomotora de color azabache, como una babosa de metal enorme. Los ocho vagones del convoy, unos de pasajeros y otros de mercancías, llevaban los colores de la compañía de ferrocarriles del este de Bengala, la Eastern Bengal Railway Company. Varios policías nativos hacían todo lo posible por resguardarse del sol. Sus uniformes eran caqui, como los de casi todos los miembros de alto o bajo rango de la Policía Imperial india. La excepción era Calcuta. Los uniformes que llevábamos en la ciudad eran blancos.
—¿Cómo quiere el comisario que avancemos en lo de MacAuley si nos manda cada dos por tres a investigar crímenes de medio pelo? —rezongó Digby.
—Sus razones tendrá —contesté, a pesar de que no habría sabido especificar ninguna.
—¿Es que no había nadie más? Pero ¡por Dios, que el muerto es un culi! Seguro que los agentes del thana de la zona podrían haberse encargado del asunto.
Le costaba respirar, por el calor y por el esfuerzo de subir la cuesta.
Taggart nos había enviado allí para investigar un asesinato. Las primeras noticias hablaban de un tren que había sido atacado por unos «dacoits», como llamaban a los salteadores, una tentativa de robo que al frustrarse había provocado la muerte de un vigilante nativo del ferrocarril. En principio, la importancia del caso no se tendría que haber medido por el color de la piel del fallecido, pero en honor a la verdad hay que decir que era algo que solía hacerse, y confieso que también a mí me sorprendía que Taggart hubiera juzgado prudente apartarnos de la investigación sobre MacAuley para esclarecer lo que, en definitiva, no era más que un asalto chapucero.
Toda la actividad, que no era mucha, parecía centrarse en el último vagón, el de los vigilantes. Ordené a Banerjee que fuera a interrogar al conductor, mientras Digby y yo nos dirigíamos hacia la otra punta del convoy. Justo en ese momento bajaban del bogie dos agentes con un cuerpo envuelto en una sábana y lo depositaban en el suelo.
Uno de ellos destapó por orden mía la cabeza de la víctima. No obtuvimos una visión muy agradable: fractura de nariz, la cara llena de moratones, el pelo pringoso de sangre... Quienes lo habían hecho no tenían reparos en usar los puños. Le hice al agente una señal con la cabeza para que lo volviera a tapar.
Dentro del coche de los vigilantes se recortaban dos siluetas que parecían discutir acaloradamente. La de menor estatura, un hombre con gorra de visera, parecía la más agitada: no dejaba de gesticular mientras le apoyaba al otro un grueso dedo en el pecho. Me imaginé que sería el responsable del operativo policial, por lo que fue una gran sorpresa ver que no llevaba uniforme de policía, sino de revisor de tren. Parecía angloíndio. El hombre al que reprendía era un sargento de policía nativo. Ambos se mostraron aliviados al vernos.
—¡Policías ingleses! —exclamó el ferroviario—. Puede que ahora lleguemos a alguna parte.
Ignorando sus palabras, hablé con el sargento, que parecía cortado por el mismo patrón que Banerjee: delgado, con gafas y casi igual de tristón.
—¿Qué ha pasado? —inquirí.
Contestó el ferroviario, sin dejar hablar al indio.
—Pregúntemelo a mí, que por algo estoy al mando de este tren y he sido testigo de los hechos.
Suspiré. Nunca me ha gustado tratar con funcionarios de segunda. Acostumbran a darse muchos aires, y los de gorra de visera suelen ser los peores.
—¿Quién es usted?
—Perkins, señor, Albert Perkins —dijo, sacando pecho e irguiéndose en su metro sesenta y cinco de estatura, gorra incluida—. El vigilante a cargo de este tren.
—Pues entonces, señor Perkins, más vale que nos cuente qué ha pasado. Desde el principio.
—Bueno —dijo Perkins—, si quiere que empiece por el principio, empezaré por el principio. Teóricamente deberíamos haber salido de la estación de Sealdah a la una y media de esta noche, pero llevábamos unos noventa minutos de retraso, y cuando nos hemos puesto en marcha ya eran más de las tres. Durante una hora, aproximadamente, hemos circulado con normalidad. Sin embargo, cuando hemos llegado aquí, alguien ha accionado el cable de comunicación y el maquinista ha echado el freno enseguida, claro.
»He recorrido los vagones para ver qué pasaba. Si quiere que le diga la verdad, en los trenes nocturnos es muy poco frecuente que alguien use el cable. Los problemas han empezado cuando he entrado en el compartimento de pasajeros de segunda clase. Se han levantado dos indios, con traje y aspecto respetable. Uno de ellos me ha apuntado a la cara con una pistola y me ha mandado que me echara boca abajo en el suelo. He obedecido, por supuesto. Unos cuantos pasajeros han empezado a entrar en pánico, pero uno de los hombres los ha hecho callar gritando algo en bengalí. Desde el suelo no veía gran cosa, pero estoy seguro de que entonces el otro hombre ha salido del vagón. Pasado un minuto, más o menos, he oído voces en las vías. Eran nativos, y parecían bastantes. Fuera del tren se ha montado un buen revuelo. Yo creía que recorrerían los compartimentos para robar a los pasajeros sus objetos de valor, pero no, no han robado ni en el vagón de primera. Según el maquinista, lo único que han hecho ha sido repartirse a razón de un hombre por coche y dos delante, en la locomotora, mientras el resto venía aquí, a la cola del tren.
—Y entonces ¿qué ha pasado?
Perkins se encogió de hombros.
—No lo sé muy bien. Ese hombre no me ha dejado levantarme del suelo, el muy canalla. Aunque lo que sí he oído en todo momento han sido voces muy fuertes en la parte de atrás. Al final, calculo que justo antes de las cinco se ha oído un grito, y el dacoit de nuestro compartimento ha salido. He supuesto que volvería con algunos de sus compatriotas, pero no: lo único que han hecho, él y el resto, ha sido esfumarse.
—Y entonces ¿qué ha hecho usted?
—Nada, al menos hasta que han venido a buscarme el maquinista y su segundo. ¿Cómo iba a saber que esos cabrones se habían largado? Entonces he bajado del vagón con Evans, que es el maquinista, inglés de pura cepa, de Londres, según él. Conduce el cuarenta y tres desde hace casi veinte años. Cuando me ha confirmado que los facinerosos se habían ido, he empezado a recorrer todos los compartimentos. Varias señoras inglesas de primera clase estaban bastante afectadas, pero heridos no había ninguno. Hasta que no he recorrido todo el tren, y he llegado al coche de los vigilantes, no he encontrado el cadáver del chico ese, Pal.
Señaló el cadáver envuelto en una sábana al final de la vía.
—¿Se llamaba así?
Perkins asintió solemnemente.
—Hiren Pal.
Estudié el vagón. El compartimento estaba dividido en dos por una tela metálica, con una puerta que permitía pasar de un lado al otro. En nuestro lado había una mesa pequeña con papeles, y junto a ella una silla volcada, un quinqué roto y unos cuantos papeles en el charco de sangre coagulada. En el otro lado había unos doce sacos de arpillera, con aspecto de pesar mucho, y dos cajas fuertes grandes, ambas abiertas.
—¿Por qué cree usted que han atacado a Pal? —preguntó Digby.
—No lo sé —respondió el revisor.
—¿Qué se han llevado? —quise saber yo.
El ferroviario se quitó la gorra para rascarse la cabeza.
—Eso es lo raro, que no se han llevado nada, al menos que yo sepa.
—¿Nada? —preguntó Digby—. ¿Una pandilla de dacoits asalta un tren, mata a un vigilante y se va con las manos vacías? No tiene sentido.
—Que sí, que se lo digo yo —insistió con vehemencia Perkins—. Las sacas de correo siguen todas aquí, y le repito que a los pasajeros no les han robado nada.
—¿Y esas cajas de allí? —pregunté—. ¿Qué había dentro?
—Esta noche nada —dijo Perkins.
—¿Y eso es normal?
—Algunas noches están llenas, y otras vacías. Piense que esto es el cuarenta y tres de bajada.
Vio la cara que poníamos.
—El cuarenta y tres de bajada es el correo de Darjeeling —dijo a modo de aclaración—. Es el principal servicio entre Calcuta y el norte de Bengala. Casi todo lo que sube allí, desde personas hasta ganado, incluida la correspondencia oficial del gobierno, va en el cuarenta y tres de bajada.
—¿Y cómo ha dado la alarma? —pregunté.
—Unos diez minutos después de que los dacoits hayan huido corriendo, ha pasado el veintiséis de subida. Lo hemos parado y se lo hemos explicado todo al revisor. Ellos se han ofrecido a ayudarnos. Luego han subido hasta Naihati, y se ha corrido la voz.
Me volví hacia el sargento indio.
—¿Dónde están los pasajeros? —pregunté.
—A los de segunda y tercera clase se los han llevado a la estación de Bandel Junction para interrogarlos —contestó—. Los de primera eran todos europeos, señor. También se los han llevado a Bandel, pero han dejado que siguieran el viaje, aunque tenemos todos los nombres y las direcciones.
Dado que los pasajeros de primera clase eran blancos, nadie confiaba en que hicieran mucho caso a la petición de un policía nativo de que esperasen varias horas en un lugar recóndito para ser interrogados. Por lo visto, en la India, incluso las fuerzas del orden se subordinaban al dato objetivo de la raza.
Dejé en manos de Digby la declaración del revisor, mientras yo me dirigía a la cabecera del convoy, haciendo crujir la grava. Banerjee estaba hablando con el maquinista. Al verme bajó de la locomotora.
—¿Le ha sacado mucha información? —pregunté.
—He estado tomándole declaración, señor, pero me encuentro con grandes dificultades. No habla un inglés muy bueno.
—Pues qué raro —contesté—. El revisor ha dicho que es inglés.
—Eso me temo, señor. Quizá sea mejor que le haga usted las preguntas.
Evans era un hombre corpulento, de aspecto igual de sólido que la locomotora a su cargo. Tenía la cara y el mono manchados de polvo de carbón, y hollín en las arrugas de la cara. Me cayó bien a simple vista.
Su versión de los hechos era similar a la de Perkins: aproximadamente una hora después de dejar la estación de Sealdah, en Calcuta, alguien había accionado el cable de comunicación y Evans había frenado el tren, aunque a diferencia de Perkins, que el resto del ataque se lo había pasado examinando muy de cerca el suelo del compartimento de segunda clase, desde la locomotora, Evans había tenido una mejor visión de lo sucedido.
—En cuanto nos hemos detenido —explicó— se nos han echado encima desde todas partes, los muy jodidos: por delante, por la izquierda, por la derecha...
—¿Cuántos eran? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Pues no sabría decirle, jefe. Al ser de noche... Pero, bueno, para mí que al menos eran diez. De repente va uno, se me sube aquí y me apunta con la pipa, diciéndome que manos arriba. Hace veinte años le habría pegado un zambombazo, pero ya no estoy muy en forma, que digamos. Total, que el resto se ha ido desplegando por el tren, y he empezado a oír los gritos de las señoras de primera. Luego se han callado todas de golpe. Supongo que alguno de los indios también les habrá sacado la pipa a ellas.
—¿Ha podido ver lo que pasaba en el coche de los vigilantes?
Negó con la cabeza.
—No, me quedaba un poco lejos.
—¿Y luego qué ha pasado?
—Pues que el indio que estaba aquí conmigo y con Eric... —Señaló a su compañero, que estaba metiendo paletadas de carbón en la caldera del motor—. Quería que bajáramos de la locomotora, pero le hemos dicho que nanay. ¿Verdad, Eric?
El del carbón asintió y siguió con su trabajo.
—Yo le he dicho: «Para eso mejor me pegas un tiro, porque llevo más años conduciendo el correo de Darjeeling que tú en el mundo, y de aquí no me bajo hasta que lleguemos al puente de Hardinge.» Al final se lo ha pensado, el cabroncete, y ha dejado que nos quedáramos. A partir de ahí ha sido todo muy correcto. Sólo estábamos los tres, Eric, yo y el indio que nos apuntaba. Detrás se oía de todo, pero a oscuras no había manera de ver nada.
»Pasada una hora, más o menos, justo antes de que saliera el sol, uno de esos cabrones ha bajado a la vía, se ha puesto a gritar algo y de repente toda la tropa ha bajado del tren, incluido nuestro amigo, para darse el piro. Algunos se han ido para allá. —Señaló los campos hacia el norte—. El resto ha bajado hasta la carretera, y en cuestión de minutos no ha quedado ni uno.
—¿Y entonces?
—Pues nada, Eric y yo hemos esperado un rato, y como ya salía el sol hemos echado un vistazo para estar seguros de que no había moros en la costa, y de que no se había quedado ninguno de los hijos de puta esos. Al no ver a nadie, hemos saltado a la vía y hemos recorrido el tren en busca de Perkins. Yo esperaba que le hubieran dado algún sopapo, la verdad, pero me lo he encontrado en el suelo del coche de segunda clase, como un bebé echando la siesta. Cuando se ha levantado me ha pedido que volviese a la locomotora, mientras él miraba en el resto de los vagones. Lo ha encontrado él, al pobre Pal.
—Hábleme de Pal.
Se encogió de hombros.
—Buen tío, de familia de ferroviarios. Llevaba trabajando en el ferrocarril desde que era pequeño. Hablar no hablaba mucho, la verdad. Qué callado era, el jodido... No me lo imagino plantando cara a una pandilla de dacoits. Me gustaría saber por qué le han dado una paliza a él y no a Perkins.
—¿El revisor no le cae bien?
—Bueno, ya lo ha visto usted. ¿Le ha caído bien? Pues imagínese que llevara siete años trabajando día sí y día también con el carcamal ese.
Aún me quedaba una pregunta.
—¿Por aquí son frecuentes los asaltos de dacoits?
Evans negó con la cabeza.
—No es que sean hechos insólitos, sobre todo en las zonas despobladas del norte, o en Bihar, que está en el culo del mundo, por cierto, pero dacoits asaltando un tren tan cerca de Calcuta... Eso no lo había oído nunca.
Le di las gracias y bajé a las vías para llamar a Banerjee, que estaba hablando con uno de los policías locales.
—Acompáñeme a dar un paseo, sargento —dije mientras me dirigía hacia los campos por donde, según Evans, se habían escapado algunos de los asaltantes.
Estuvimos diez minutos examinando la zona al norte del tren, pero lo único que vimos fue hierba aplastada.
De vuelta en el convoy pusimos rumbo al sureste, hacia una carretera asfaltada por la que, según el maquinista, habían huido el resto de los dacoits.
—¿Esta carretera cuál es? —le pregunté a Banerjee.
—La de Grand Trunk, señor.
—¿Va a Calcuta?
—Sí, señor.
—¿Y en el otro sentido?
Sonrió.
—Tiene más de tres mil kilómetros. Llega hasta Delhi, y luego continúa hacia el paso de Khyber y Kabul.
—Creo que podemos descartar la posibilidad de que los culpables hayan huido a Afganistán, sargento —dije—. Lo que me interesa es el nombre de la primera población importante por la que pasa.
—Me parece que la más cercana es Naryanpore, señor.
—¿A cuánto queda eso?
—Ni idea, señor. No tengo muy claro dónde estamos ahora.
Seguimos caminando por la carretera unos minutos más, hasta que llegamos a un apartadero pequeño de tierra.
—Mire —le dije a Banerjee, señalando rodadas en el suelo.
—Huellas de neumático —dijo él—. Ha pasado un vehículo motorizado, diría que hace relativamente poco. ¿Un coche?
—No —contesté—. Son demasiado anchas para ser de neumáticos de coche. Las ha dejado algo más grande. Un camión, probablemente.
Prolongamos un poco más la búsqueda, pero no dimos con nada. Miré el reloj: eran casi las nueve y media. Si queríamos encontrar al señor Buchan en el Bengal Club teníamos que salir en breve. A mi pesar, le dije a Banerjee que volviéramos al tren.
—¿Alguna teoría, señores? —pregunté en el coche, de camino a Calcuta.
Íbamos embutidos los tres en el asiento trasero.
—Para mí está muy claro, compañero —dijo Digby—. Unos dacoits asaltan el tren con la idea de forzar las cajas fuertes y al encontrárselas vacías la rabia hace que maten al vigilante. Cuando lo ven muerto, se asustan y huyen. Deberíamos dar orden a la policía del distrito de que haga una redada entre los facinerosos de la zona. No es que sean el colmo del refinamiento. Alguno se irá de la lengua y delatará a los demás.
Era tentador atribuirlo a unos incompetentes y dejarlo en manos de la policía local, pero el problema era que la hipótesis no cuadraba con los hechos. Yo no tenía la impresión de que los asaltantes fueran unos incompetentes. Al contrario, todo indicaba que habían planeado el ataque al milímetro, salvo el desenlace, por supuesto, lo cual suscitaba la pregunta más importante de todas: si el móvil era el robo, ¿por qué no habían robado nada?