En mi mesa había una nota en la que se me convocaba al despacho de lord Taggart. Subí. Su secretario, Daniels, me hizo sentarme a toda prisa en una de las sillas del antedespacho.
—A su señoría le están dando el parte de la situación en la Ciudad Negra. No tardará.
Sonó el teléfono de su escritorio. Lo descolgó y escuchó con los ojos cerrados. Me fijé más en él: gafas sucias, pelo lacio y grasiento pegado al cráneo... Daba la impresión de no haber dormido en toda una semana. Su interlocutor era el único que hablaba. Daniels intentó meter baza un par de veces, pero la voz lo interrumpía. Al final suspiró y se embarcó a su vez en un monólogo.
—Lo siento, es imposible —dijo—. Aunque nos quedaran hombres, que no es el caso, con la Ciudad Negra a punto de explotar no podríamos mandarlos a Calcuta Sur.
La puerta del despacho de lord Taggart se abrió de golpe, y varios hombres de uniforme y aspecto marcial salieron con paso decidido. Asomé la cabeza sin esperar a que Daniels acabara su conversación. El comisario estaba sentado a su mesa, estudiando un mapa abierto. Cuando tosí, alzó la vista.
—Pasa, Sam —dijo—. Espero que traigas buenas noticias, porque de momento el día está siendo difícil.
No podía decirse que la muerte de mi único testigo fuera una buena noticia, así que me pareció mejor hablar de otra cosa.
—¿Cómo está la situación en la Ciudad Negra? —le pregunté, acercándome—. ¿Es verdad lo que dicen los nativos?
Taggart levantó la cabeza.
—¿Qué sabes tú de lo que dicen los nativos?
—Hace un rato ha querido dimitir uno de mis subordinados indios. Lo he disuadido, pero estaba muy disgustado. Según él, lo ocurrido en el Punyab ha sido una matanza.
Su expresión se endureció.
—Puede que tenga razón. Al imbécil de un general le pareció que podía convencer a una muchedumbre de civiles de que se dispersasen disparando contra ellos en un espacio cerrado. El ejército está intentando maquillarlo, pero la verdad es que es un desastre de tres pares de narices. Al muy estúpido se le ocurrió que con una demostración de fuerza aprenderían, pero lo único que ha conseguido es que se levante el país entero. Te digo una cosa: por culpa de ese idiota, cualquier blanco o blanca de la India puede convertirse en cualquier momento en el objetivo potencial de una venganza. En cuanto a nuestra querida ciudad, no hace falta que te diga que es un polvorín. Esta situación podría ser la excusa que esperaban los terroristas. Tendremos muchísima suerte si la resolvemos sin que corra más sangre.
—Pues las noticias tampoco son buenas en ese asunto. —Repetí lo que me había contado Dawson sobre el atraco al Bengal Burma Bank—. Fueran quienes fuesen, se llevaron más de doscientas mil rupias.
Taggart se puso muy serio.
—Entiendo lo que dices.
Recogió el mapa, lo dobló y lo dejó en un lado de la mesa mientras se sentaba.
—La razón de que te haya llamado —dijo— es que quiero saber si has adelantado algo en el caso MacAuley.
Lo puse al corriente de las novedades: el encuentro con el reverendo Gunn, el hecho de que MacAuley le suministraba prostitutas a Buchan y la impresión del reverendo de que MacAuley guardaba un secreto más oscuro que lo había llevado al límite. Le referí el testimonio de Devi, según el cual MacAuley había estado en el burdel minutos antes de ser asesinado, y que a la muchacha le había parecido que el asesino era blanco. La buena noticia, por llamarlo de algún modo, era que ahora estaba convencido de que Sen era inocente, y de que no había ningún vínculo entre la muerte de MacAuley y el asalto al correo de Darjeeling. Sin embargo, la otra cara de la moneda era que la Sección H, a pesar de haber localizado a Sen en un tiempo récord, no parecía tener la menor idea de quién estaba detrás del asalto al tren, ni del reciente atraco al banco.
—En lo de Sen hay novedades —anunció Taggart—. Lo han juzgado esta mañana a puerta cerrada y lo han condenado a la horca. Será ejecutado pasado mañana al amanecer.
—Qué rápidos —dije—. Con la mitad de Calcuta en pie de guerra y una célula terrorista campando a sus anchas, yo habría dicho que la Sección H tenía cosas más urgentes de las que ocuparse antes que montar una farsa de juicio.
—Bueno, los hechos son los hechos —contestó—. Si piensas llegar hasta el fondo del asunto, te aconsejo que te des prisa. Una vez que sea ejecutado, ya no podré justificar que se siga investigando.
—Pues entonces me gustaría hacerle una visita. ¿Puede conseguirme una autorización?
Se lo pensó un momento y asintió.
—Lo tienen preso en Fort William, esperando su ejecución. Le pediré a Daniels que redacte una autorización para que puedas visitarlo. Usa con tino el tiempo que te queda, Sam —dijo, levantándose—. Creo que vas bien encaminado, pero se está acabando el tiempo. Lo que pienses hacer, hazlo deprisa.
En un pasadizo subterráneo de Fort William, Surrender-not y yo seguíamos a varios pasos de distancia a un cipayo impasible. El eco de nuestros pasos reverberaba en los adoquines y las paredes húmedas. A un lado se sucedían puertas de hierro, cada una de las cuales daba acceso a una celda pequeña. El lugar parecía una mazmorra, el aire era frío y húmedo pero sin el hedor de vómito y orina tan propio de los calabozos. Al contrario: olía a desinfectante, como si lo limpiasen a fondo cada poco tiempo. Era un dato interesante. Nadie limpia un calabozo de forma tan antiséptica si no tiene algo que esconder.
La celda era poco más que un hueco en la pared. Sen estaba echado en una repisa de piedra que hacía las veces de catre. Cuando el celador abrió la puerta con llave, Sen se volvió para mirarnos y se incorporó despacio. Tenía la cara llena de moratones, y un ojo tan hinchado que no podía abrirlo.
—Capitán Wyndham —dijo—, parece que tenía usted razón sobre la calidad del hospedaje en Fort William. No es para nada un cinco estrellas.
—A juzgar por su aspecto, parece que ha tenido algunas diferencias con la dirección.
Se rió con nerviosismo.
—Bueno, no creo que me quede mucho tiempo.
—Me he enterado de lo del juicio —dije.
—Sí, ha sido todo muy... eficiente. Me han despachado en cuestión de minutos. Yo esperaba que los engranajes de la justicia girasen con algo más de lentitud, no sé... ¿Tanta prisa no le parece un poco inmoral?
—¿Ha tenido quien lo defendiera?
Sonrió con el labio reventado.
—Sí, sí, uno de oficio, inglés; buena persona, aunque apenas parecía conocer la forma en que se monta una defensa. He llegado a temer que pidiera disculpas al tribunal por hacerle perder el tiempo. De todos modos, tampoco podía hacer gran cosa. Tal como funciona el sistema de justicia en este país, dudo que ni el mejor letrado de la India hubiera obtenido algún resultado. ¿No tendrá un cigarrillo, por casualidad?
Señaló al cipayo que montaba guardia con severidad en la puerta de la celda.
—Estos wallahs del ejército no me han dado ni uno.
Le tendí un paquete arrugado de Capstan.
—Gracias —dijo él mientras sacaba uno de los pocos cigarrillos que quedaban—. Se agradece el detalle. Ahora sólo espero que la generosidad de estos señores se extienda a darme fuego cuando se haya ido usted.
Encendí una cerilla y se la acerqué. La llama iluminó los verdugones y las costras de sangre seca del labio de Sen.
—¿Qué le ha pasado en la cara? —pregunté.
—¿Esto? —contestó, señalándose el ojo cerrado—. Nada, sus amigos, que se han emperrado en que firmara una confesión.
—¿Y la ha firmado?
Negó con la cabeza.
—No. Han tardado más o menos una hora en desistir. Si quiere que le diga la verdad, no estaban muy por la labor. Supongo que al final han pensado que no les hacía falta ninguna. Y por lo visto tenían razón.
—Tengo una mala noticia —anuncié—. Su ejecución está programada para el viernes a las seis de la mañana.
Observé cómo se lo tomaba.
—Le aconsejo que le solicite a su abogado que recurra.
—Una magnífica idea, capitán —contestó Sen—, si tuviese alguna manera de ponerme en contacto con él.
—¿Y si se busca otro? —intervino de repente Surrender-not—. Uno indio, por ejemplo. Seguro que hay decenas de letrados que estarían encantados de representarlo, sobre todo después de los hechos de ayer.
Sen se lo quedó mirando con cara de extrañeza. Por lo visto, las celdas de Fort William eran el único sitio donde había funcionado el silencio informativo del gobierno. Le referí una versión edulcorada de los sucesos de Amritsar, aunque no tanto como la oficial. Con Surrender-not al lado, me pareció que no tenía sentido.
—¿Civiles desarmados? —preguntó.
—Posiblemente.
—¿Ha habido reacción?
—Llegan noticias de tumultos en todo el país. No parece que sus esperanzas de protesta no violenta vayan a hacerse realidad en un futuro próximo.
Negó con la cabeza.
—Es una tragedia, capitán, para mi gente y la suya, pero de todos modos no hace sino intensificar la necesidad de la resistencia pacífica. Los actos del tal Dyer son una muestra de debilidad, fruto del miedo. Debemos demostrarle, a él y a los que son como él, que no tienen nada que temer del cambio.
Se hizo un silencio mientras Sen fumaba.
—Tengo que preguntarle algo más —le dije.
—¿El qué?
—El sábado por la noche atracaron un banco, y sospecho que está relacionado con el asalto al correo de Darjeeling. Me parece que los culpables buscaban dinero para comprar armas y financiar una campaña terrorista. Ahora, con lo que ha pasado en Amritsar, cualquier ataque podría dar pie a una espiral de violencia incontrolable en todo el país. Podrían morir miles de inocentes. Si de verdad cree en la resistencia pacífica, debe explicarme todo lo que sepa sobre quiénes podrían ser los asaltantes. Si no lo hace por mí, hágalo por su conciencia.
Soltó una carcajada breve.
—¿Mi conciencia? ¿Quién es usted, un cura que ha venido a absolverme, capitán? Se olvida de que no soy cristiano. Mis pecados forman parte de mi karma, y la ley del karma excluye la posibilidad del perdón. Sus consecuencias son inevitables.
—Pero quizá quiera decirme algo que evite un baño de sangre; los nombres de las personas que siguen comprometidas con la lucha armada, por ejemplo.
Volvió a negar con la cabeza.
—Lo siento, capitán, pero no puedo. Si tuviera la certeza de que iban a recibir un juicio justo... Pero dadas las circunstancias... —Se señaló el rostro amoratado—. Sabe tan bien como yo que eso jamás ocurriría. Lo que le dijera sólo serviría para ejecutarlos, y no voy a permitir que unos ex compañeros acaben así únicamente porque ya no estoy de acuerdo con sus métodos.
—¿Y qué me dice de los extranjeros? —pregunté—. ¿Hombres que fomentan la violencia al servicio de sus propios objetivos políticos?
Me miró como si fuera un profesor sermoneando a un alumno.
—Entre los múltiples crímenes que me ha atribuido su prensa, capitán, está el de actuar al servicio del monstruo de turno, desde el káiser hasta los bolcheviques, pero le aseguro que ni yo ni ningún otro patriota indio ha trabajado jamás en interés de cualquier otro país que no sea la madre India. Una cosa es que nos hayan ayudado desde fuera, y otra que hayamos actuado en su beneficio. Dudo que usted, en nuestro lugar, procediese de otro modo. ¿No dicen ustedes, los ingleses, que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo»?
Dicho esto, sonrió con picardía y me tendió la mano. La entrevista había terminado. Sen se había resignado a su suerte. A decir verdad, yo sospechaba que se alegraba en secreto de morir como un mártir. Encajaba muy bien con lo que empezaba a entender sobre la psicología bengalí. A su modo de ver, una vida de lucha contra la injusticia, tanto la real como la imaginaria, no podía tener mejor desenlace que un martirio inútil pero glorioso, una muerte capaz de inspirar a otros a tomar el relevo.
Le estreché la mano.
El trayecto de vuelta a Lal Bazar fue rápido. Volvió a llevarnos el ejército, esta vez en un coche oficial. La escasez de tránsito en las carreteras era sorprendente. Habría sido disculpable confundirlo con un domingo, de no ser por los sacos de arena y los soldados profusamente armados que se veían en todas las esquinas.
Surrender-not y yo no hablamos mucho durante el trayecto. A mí me preocupaban demasiadas cosas, y el sargento no era lo que se dice un gran conversador.
—Tenemos que hacerle otra visita a Buchan —dije finalmente.
Me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Quiere volver a interrogarlo?
—Creo que «pedirle cuentas» sería una expresión más adecuada.
—¿Con respecto a qué, señor? No tenemos pruebas, sólo hipótesis, y nuestro único testigo ha muerto.
Estaba en lo cierto: teníamos muy poco, sólo la palabra de un viejo sacerdote que aseguraba que Buchan era uno de los implicados y que no disimulaba el desprecio que le merecía; pero pedirle cuentas a Buchan era la única carta que me quedaba, y no tenía más remedio que ponerla sobre la mesa.
—Procure averiguar dónde está —dije—. Quiero verlo cuanto antes.
Al cabo de una hora, Surrender-not llamó a mi puerta. Su cara parecía anunciar más malas noticias. Aunque también podía ser una coincidencia, porque el sargento siempre tenía esa expresión y las noticias siempre parecían ser malas.
—Buchan no está localizable, señor.
—¿Se encuentra en Serampore?
—No, señor. Su secretario no sabe dónde está. En principio tenía que volver hoy a Serampore, pero sus planes de viaje se han visto trastocados por la... situación del país. El secretario espera que pueda volver mañana a primera hora, pero de todos modos las comunicaciones por carretera y tren con el norte están cerradas, y la única manera de llegar a Serampore sería en barco.
No era lo ideal. ¡En Inglaterra parecía todo más fácil, allí casi cualquier trayecto se podía cubrir en cuestión de horas...! ¡Incluso en la Francia en guerra las cosas debían de ser más fáciles, pese a los tres millones de alemanes armados hasta los dientes que obstaculizaban cualquier movimiento!
—De acuerdo, pues procure coger transporte para mañana a primera hora.
—Sí, señor.
—¿Algo más?
—Sólo una cosa, señor: el informe del registro mercantil sobre el señor Stevens. No consta como accionista de ninguna compañía registrada en Calcuta o Rangún... pero su mujer sí.
—Continúe.
—Es la accionista mayoritaria de una plantación de caucho cercana a Mandalay. Lo he averiguado porque Stevens figura como el secretario de la compañía. Me he tomado la libertad de consultar una copia del estado de las cuentas, y no parece que estén muy saneadas. La compañía tiene deudas muy cuantiosas con toda una serie de bancos, empezando por la Bengal and Burma Banking Corporation.
Me erguí al oírlo.
Mi interés por Stevens acababa de aumentar de golpe. Su mujer era dueña de una plantación de caucho endeudada, y Annie me había comentado que Stevens y MacAuley habían discutido por los aranceles sobre las importaciones desde Birmania. De pronto, Stevens tenía un móvil: el dinero, que junto al sexo y el poder formaba una trinidad infame. De repente, los tres aparecían en el caso. Al principio había tenido la sensación de que el móvil del asesinato era el poder en las más altas esferas, un crimen con el que se pretendía derrocar al gobierno del país. Una vez descartado Sen como principal sospechoso, el protagonismo había recaído en el sexo, concretamente en Buchan y su necesidad de prostitutas. Ahora parecía haberse incorporado otro serio aspirante: los problemas económicos de Stevens. Las aguas estaban más turbias que nunca.
—Venga —le dije a Banerjee mientras me levantaba y recogía la gorra—, volvamos a Writers’ Building.