Cuando me acerqué a la casa donde unos días atrás nos habíamos encontrado con el soplón ya era de noche. Le había dicho al chófer que me dejase cerca de Grey Street, donde en un puesto del mercado había comprado un chal grueso y gris, lo que los bengalíes llaman un «chador», y unas sandalias. Con el chal me cubrí la cabeza y los hombros, y el resto del trayecto lo hice a pie, siguiendo el mismo recorrido que la vez anterior.
Llamé a la puerta y esperé. En la calle no había nadie. Reinaba un silencio extraño. Se abrió un resquicio por el que se asomó alguien cuyas facciones quedaban ocultas en la oscuridad. Luego la puerta se abrió más.
—Entre deprisa, compañero.
Obedecí. Digby cerró con llave y atrancó la puerta con una viga de madera. Después me condujo a la sala de estar, donde parpadeaba la llama de una sola vela encima de una mesa.
—¿De qué se ha enterado?
Estaba lívido.
—Dejaré que se lo explique Vikram, que no debería tardar. —Miró el reloj—. Parece que lleva retraso.
—Espero que no le haya pasado nada —contesté—. Sería tremendo que le cortasen el cuello... o que se lo partieran.
Cambió de expresión. Aunque hubiera poca luz, su mirada no me pasó desapercibida, el destello inconfundible del momento en que lo comprendió.
Los dos echamos mano a la vez de nuestras armas, pero él desenfundó primero. Si la noche anterior no hubieran usado mi cabeza para hacer prácticas de bateo, quizá yo habría sido más rápido; también habría estado más lúcido, y no habría ido directamente sin esperar a Surrender-not y sin ningún otro plan que pedir cuentas a Digby. Desde que había hablado por teléfono con Surrender-not no había pensado en otra cosa que en exigirle una explicación. Quizá no sea más que ego, pero no me gusta que me engañen, y menos un subordinado de confianza. Son cosas que pueden dejarte en mal lugar, y para eso no me hacía falta nadie.
Me hizo señas para que soltara el revólver. Teniendo en cuenta que me estaba apuntando a la cara con una Smith & Wesson, parecía lo más prudente. Lo deposité en el suelo, delante de mis pies.
—Así me gusta —dijo, sonriente—. Es mejor no hacer tonterías. Tengo que reconocer que estoy impresionado, compañero. ¿Cómo lo ha deducido?
—¿Que usted mató a Devi?
—¿Se llamaba así? Ya no me acuerdo. A la prostituta, vaya.
—Por cómo colgaba —contesté—. No había caído lo suficiente.
—Claro —dijo—. Fue un descuido. Supongo que para partirse el cuello debería haberse caído un metro más; pero claro, no podía estrangularla sin dejar señales de forcejeo. De todos modos, eso no era concluyente.
—Por sí solo no —respondí—. Al principio me planteé la posibilidad de que lo hubiera hecho la señora Bose, pero supuse que para partirle el cuello limpiamente tenía que haber sido un hombre. Además había otros indicios. Me pareció que nuestro amigo Buchan sabía más de lo que cabía esperar sobre nuestras investigaciones, y no olvidemos que fue su amigo Vikram el que nos hizo dar palos de ciego con Sen. Lo que ha acabado de confirmar mis sospechas ha sido enterarme de que han puesto en manos de la Sección H a la señora Bose. ¿De qué puede servirles? A mi juicio, de nada. No, se la han llevado para evitar que yo volviera a interrogarla. ¿Y cómo se han enterado de que la habíamos detenido? No digo que no tengan ojos y oídos en todas partes, pero la fuente más evidente era usted.
—Muy bien, compañero. ¡No es desconfiado ni nada, el jodido! Supongo que no se fía de nadie, ¿eh?
En eso tenía razón. A veces, ni de mí mismo.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté—. ¿Por qué mató a la chica?
—Órdenes, querido amigo. Existía el riesgo de que supiera más de lo que le dijo a usted.
—¿Y a MacAuley? ¿También fueron órdenes? ¿Cuánto le pagó Buchan? ¿Lo bastante para jubilarse?
Digby puso una mueca de odio que le retorció la cara y me recordó a una gárgola medieval. Luego se rió.
—¿Cree que eso fue lo que pasó, de verdad? ¿Sus cacareadas dotes de detective no le permiten sacar otra conclusión? ¡Por Dios! Lo hacía más inteligente, Wyndham. Se supone que es lo mejorcito de Scotland Yard, pero sin calzoncillos no sería capaz de encontrarse el culo. Ojalá lo viera Taggart ahora: su detective estrella, tan convencido de su propio valor y resulta que no da pie con bola.
Me miró con cara de pena.
—Buchan no tuvo nada que ver —dijo.
—No diga tonterías. Me he enterado del aborto frustrado. Sé lo de la muerte de la chica, Parvati, y el efecto que le produjo a MacAuley.
—¿Y de qué más se ha «enterado», capitán? —se burló Digby.
—Sé que MacAuley pensaba confesar. Fue lo que le dijo a Buchan la noche de su asesinato; y si a Buchan le daba miedo el escándalo de un hijo ilegítimo vivo, que MacAuley fuera hablando por ahí de un hijo muerto podía ser la gota que colmara el vaso. Por eso le encargó a usted que lo matara.
Digby se rió y negó con la cabeza.
—Pero qué tonto es, Wyndham. Hágame caso: Buchan no tiene nada que ver en esto.
—Miente —dije.
—Debería haberse quedado en Inglaterra —contestó con desprecio—. Se cree que lo sabe todo, pero la verdad es que no tiene ni la menor idea de cómo es la vida aquí. Pero ¡si Buchan ya tiene media docena de hijos bastardos! ¿Qué se cree, que por uno más cambiaría algo? A él no le dan miedo los escándalos. Es demasiado rico para que le importen. ¿En qué podía perjudicarlo este hijo, a ver?
—¿Pues entonces? ¿Quién le ordenó que matara a la chica? —pregunté.
Digby suspiró como si se le estuviera agotando la paciencia.
—Hágase esta pregunta, compañero: ¿para qué otra persona trabajaba MacAuley? ¿Quién tenía más que perder si llegaba a saberse que era el padre de un bastardo moreno?
La respuesta me golpeó como si me hubieran dado un puñetazo en la barriga.
Digby se echó a reír.
—¡Ya era hora!
Pese a haber comprendido la verdad, aún no le daba crédito.
—¿El vicegobernador?
—Exacto, compañero; a nuestro amigo el vicegobernador de Bengala le pirran las potrillas del país. Ni siquiera era la primera vez que dejaba a una embarazada. Y MacAuley se lo solucionaba siempre, claro. Del bueno de MacAuley siempre se podía uno fiar... Aunque al final resultó que no era así.
Sentí náuseas.
Digby debió de vérmelo en la cara.
—Anímese, compañero —dijo—. En algo ha acertado: MacAuley se lo dijo a Buchan la noche de su muerte. Le dijo que iba a contárselo a la prensa y la policía. Yo creo que Buchan intentó disuadirlo, pero MacAuley se mantuvo en sus trece. Después de que se marchara de la fiesta, Buchan, llevado por el pánico, llamó por teléfono al vicegobernador y le contó lo que pensaba hacer MacAuley. Entonces, el vicegobernador me llamó a mí para ordenarme que encontrase a MacAuley y procurase hacerlo entrar en razón. Si no había manera, mis órdenes eran dejarlo todo bien atado.
—¿Y usted qué ganaba?
—Es evidente, ¿no, muchacho...? Mi rehabilitación profesional. A estas alturas ya debería ser inspector jefe. Adiviné que MacAuley estaría en el burdel y lo intercepté a la salida, pero no me hizo caso. Discutimos e intentó apartarme. Fue entonces cuando le corté el cuello.
—Y le dio una puñalada.
—No, eso no lo hice yo. Después de rebanarle el cuello, lo dejé en el callejón y hui. Llamé por teléfono al vicegobernador para informarle de lo que había pasado. Él me dijo que no me preocupase, que se encargaría de todo la Sección H. Fueron esos tontos quienes quisieron hacerlo pasar por un asesinato terrorista. Lo apuñalaron y le metieron en la boca esa estupidez de nota. Cualquier persona un poco familiarizada con la India y con dos dedos de frente les habría dicho que era una chorrada melodramática. Como mínimo debería haber estado escrita en inglés, pero ya sabe cómo son esos universitarios recién desembarcados de Inglaterra: se creen que por ser licenciados en lenguas orientales ya son Clive de la India, como mínimo.
—¿Y Sen?
—También fue idea de ellos. Vikram cobró por colarle a usted el bulo.
—O sea, ¿que la Sección H sabía dónde estaba Sen? ¿Por eso lo encontraron tan deprisa?
—Pues claro que sabían dónde estaba. ¡Lo saben desde hace cuatro años! De hecho, fueron ellos quienes lo dejaron escapar después de que mataran a todos sus compañeros en Balasore. Querían seguirlo para ver hasta quién los llevaba. Que volviera justo entonces a Calcuta fue una coincidencia afortunada, pero, bueno, también podrían haberle endosado el crimen a otro. De hecho, yo creo que la Sección H habría preferido dejarlo suelto, pero a veces hay que sacrificar a un peón para proteger al rey.
Me daba vueltas la cabeza. No había tenido la más mínima oportunidad desde el principio. El vicegobernador era la personificación del poder británico en Bengala. Si él se tambaleaba, se tambaleaba todo el Raj. Ahora no podía revelar la verdad. Si el vicegobernador lo requería, caería sobre mí todo el poder el Imperio, aunque no parecía que hubiera que llegar a tanto: Digby y su revólver serían más que suficientes.
Había una pregunta que caía por su propio peso: ¿lo sabía Taggart? En caso afirmativo, ¿por qué me había dejado seguir indagando? Quizá no lo supiera, pero tuve la certeza de que sospechaba algo. Si no, ¿por qué me había advertido que me anduviese con cuidado? Sabía que si sus sospechas eran acertadas no podría protegerme nadie, ni siquiera él. A fin de cuentas, yo era prescindible, un simple peón más.
—¿Y ahora qué? —pregunté—. ¿Me va a pegar un tiro?
—Con un poco de suerte no hará falta. Vikram estará encantado de hacerlo. ¿La oportunidad de matar a un inglés? No la desaprovechará ni loco, y menos después de la matanza del otro día en el Punyab. A su manera es un patriota. Puede que hasta lo haga sin cobrar. Quedará usted como una víctima más de la terrible violencia que desencadenó ese incidente desafortunado.
Me clavó el revólver en el pecho.
—Esto se lo ha ganado a pulso. Podría haberse limitado a aceptar que Sen era culpable; no habrían quedado flecos, y estarían todos tan contentos, pero no, usted erre que erre: el famoso capitán Wyndham y su ego insufrible. No podía aceptarlo, ni siquiera a sabiendas de que no había ninguna posibilidad de salvar a Sen.
—Es que me gusta descubrir la verdad —contesté—. En eso estoy chapado a la antigua.
Tenía tan cerca a Digby que le olía el mal aliento. La rabia lo hacía ser imprudente. Sólo iba a tener una oportunidad. No la podía desaprovechar. Antes de que pudiera moverse, me lancé hacia delante y estampé con todas mis fuerzas mi frente en su cara. Los cabezazos no son muy caballerescos que se diga, pero si aciertas con la posición, tienen una eficacia de lo más rudimentaria. Tuve suerte: le di justo en la nariz. Él soltó el revólver y se tambaleó hacia atrás con las manos en la cara. Le salía sangre de entre los dedos. Empezó a maldecir y a dar puñetazos sin ton ni son, pero en vez de darme a mí golpeó la mesa y tiró la vela al suelo. Yo me puse a cuatro patas para buscar el revólver como un desesperado. El cabezazo había reabierto la herida de la noche anterior. Se me estaba metiendo la sangre en un ojo. Digby también buscaba su pistola. Oí un roce de metal contra la madera del suelo. Se me había adelantado.
Me levanté y eché a correr. Salí al pasillo justo cuando Digby empezó a disparar sin orden ni concierto, haciendo saltar el yeso a mis espaldas. Pronto se orientaría. Al disparo siguiente se me podía acabar la suerte. En un instante decidí correr hacia el fondo de la casa. Ojalá me acordase bien de la distribución del edificio.
Llegué a la puerta trasera carcomida. En la penumbra brillaba algo. Desde mi última visita habían atornillado un candado macizo al pasador. Digby, que me seguía, ya estaba en el pasillo. Disparó. La bala agujereó la fina puerta, haciendo saltar astillas. Tuve una idea. Me arrojé contra la puerta, que cedió al impacto. Aterricé en el suelo del exterior, con un sabor a tierra y sangre en la boca. Me levanté enseguida y corrí hacia la pared del fondo del recinto. La caja que habíamos usado la otra vez para escalar la tapia estaba demasiado lejos. No tenía tiempo de ir a buscarla, así que, tomando carrerilla, salté hacia la pared.
Me agarré al borde con los dedos. Un calambre de dolor me recorrió el hombro izquierdo. Con las últimas fuerzas que me quedaban me aupé sobre la tapia y me dejé caer al otro lado. Digby saltó a su vez en mi persecución. Por unos instantes pareció que también fuera a conseguirlo, pero las manos le resbalaron, y se cayó hacia atrás, soltando una sarta de maldiciones. Creí que había ganado treinta segundos, los que él tardaría en ir a buscar la caja, pero me equivoqué: lo que hizo fue saltar de nuevo, y esta vez se aferró con los dedos al borde. Empezó a subir a pulso, mientras yo me levantaba y corría hacia la casa que había al fondo. Era la única salida. Digby ya estaba encima de la tapia. Oí que sacaba la pistola. Sonó un disparo. La bala pasó zumbando junto a mi oreja. Seguí corriendo. Detrás de mí se oyó un impacto sordo: era Digby aterrizando en mi lado de la tapia. Delante vi una franja de luz muy fina. De golpe se abrió la puerta de la casa del fondo, y en el umbral apareció la silueta de Vikram con un rifle en las manos. Frené en seco. No tenía adónde ir. Levanté despacio las manos sobre la cabeza. A mis espaldas, Digby se puso en pie.
—¡Ya era hora, joder! —gritó.
El indio se quedó en la puerta sin moverse. Digby se acercó a mí. Su nariz era una masa de carne ensangrentada. Tenía la mirada de un loco.
—Ésta me la pagarás, cabrón —dijo, sacando el revólver.
Me golpeó con la culata en un lado de la cabeza y caí de rodillas. Delante de mí, Vikram dio un paso. Oí un clic cuando amartilló el rifle. Alcé la vista hacia su silueta. Me pareció distinto de como lo recordaba. Levantó el arma y se detuvo. Era por las piernas. Las piernas flacas.
—Venga, pégale un tiro —ordenó Digby, que de repente también se dio cuenta—. ¿Tú? —dijo a la vez que levantaba el revólver con un gesto frenético pero demasiado lento.
Sonó un disparo, y Digby se desplomó en el suelo con un orificio muy redondo en la frente, como los puntos rojos que llevan las mujeres.
—Sí que ha tardado —dije con sarcasmo.
—Sí, señor —contestó Surrender-not—. Lo siento, señor; es que he perdido mucho tiempo rellenando los impresos para que me dieran el rifle. Después de los tumultos de los últimos días, a las autoridades les inquieta un poco poner armas en manos de los indios.
—Es comprensible —dije—. Mire lo que le ha hecho al pobre Digby.