En la prensa vespertina no decían nada sobre Amritsar, pero daba igual: la noticia se había propagado como un virus, y a falta de datos objetivos, el vacío se llenaba con chismes y especulaciones. Los rumores electrizaban a los ciudadanos de Calcuta, tanto blancos como indios, y los residentes de la casa de huéspedes Royal Belvedere no eran ninguna excepción. Esa noche, el ambiente en el comedor de la señora Tebbit recordaba el de después de un combate de boxeo: frivolidad teñida de reivindicaciones y rencores. Se brindó por el gallardo general Dyer, salvador del Punyab y defensor del Raj.
Yo no tenía estómago para digerir esa conversación, y menos la comida. Tampoco me ayudaba el hecho de haberme quedado sin pastillas de morfina, así que decidí retirarme antes de decir algo que pudiera lamentar al día siguiente. Me excusé y salí al pasillo, pero me detuve al pie de la escalera. Aunque no me apeteciera la comida de la señora Tebbit, tenía hambre. ¿Estaría Annie libre para salir a cenar algo? Cambié de rumbo y me dirigí hacia la puerta.
—¿Va a salir, capitán? —preguntó una voz a mis espaldas.
Era Byrne, que bajaba por la escalera.
—No se lo reprocho, en absoluto. A veces la conversación se vuelve un poco monótona.
Me sorprendió que sonriese. Lo tenía por el inquilino más sensato de la casa.
—Lo veo de buen humor, señor Byrne —dije.
—Ah, sí —contestó—. Me alegro de que se dé cuenta. Es que casi he cerrado ese contrato tan importante del que le hablé. Sólo faltan los últimos flecos. En principio mañana habré acabado y podré cambiar de aires. Aunque me guste mucho Calcuta, cuando llevo demasiado tiempo en un mismo lugar me pongo nervioso. ¿Y usted, adónde va a estas horas?
—Tengo trabajo en la oficina —mentí.
—¡Claro, claro! El canalla de Sen. ¿Ha conseguido hacerlo confesar?
—Me temo que no.
—Qué extraño —dijo Byrne—. Por lo que he leído en los periódicos, a esos revolucionarios les encanta presumir de sus actos. Los consideran nobles. Pero, claro, es que los bengalíes... Sólo son revolucionarios de cuello para arriba, y dudo que Sen, con sus gafitas y su barba de chivo, como un León Trotski bajito y moreno, sea una excepción.
—Perdone, pero tengo que irme —dije.
—Lo entiendo perfectamente, capitán —respondió él, acompañándome hasta la puerta—. Adelante, por favor.
La cerré y me dirigí hacia la esquina. Por suerte, los wallahs habían vuelto a sus puestos. Llamé a Salman, que alzó la vista, y al cabo de un momento levantó el rickshaw y se acercó de mala gana.
—Diga, sahib.
Se esforzaba en no mirarme a los ojos.
—Tengo que ir a Bow Barracks —le dije—. ¿Quieres llevarme?
Se sonó con dos dedos, tiró el moco a la cloaca y se limpió la mano en los pliegues de su lunghi. Luego asintió con la cabeza, lentamente, y bajó el rickshaw.
Mientras Salman recorría en silencio las calles despobladas, pensé en Sen. Era verdad que se parecía mucho a León Trotski...
—¡Un momento, Salman! —exclamé—. Cambio de planes. A Lal Bazar chalo. Jaldi, jaldi!
Pedí a Salman que esperase, mientras yo subía corriendo a mi despacho. Descolgué el teléfono y pedí que me pusieran con Fort William.
—Necesito hablar con el coronel Dawson —dije.
Contestó la señorita Braithwaite.
—El coronel no está en estos momentos.
Dejándome llevar por la frustración, proferí unas cuantas palabras malsonantes que me imaginé que la estirada señorita Braithwaite no habría oído en su vida; y si las había oído, no lo reconocería por nada del mundo. Aun así, contestó sin escandalizarse, o disimulándolo muy bien. Supongo que callar lo que una piensa es una habilidad que aprenden muy pronto las secretarias de los policías secretos.
—¿Puedo ayudarlo en algo más, capitán?
—¿Me podría decir dónde está?
—Lo siento, pero es un dato que no estoy autorizada a divulgar.
—Me es imprescindible hablar con él.
—Como comprenderá, capitán, con todo lo que ha ocurrido, esta noche el coronel está muy ocupado.
Colgué el auricular y dediqué los siguientes tres cuartos de hora a desgastar el barniz del suelo de madera, esperando con ansiedad la llamada de Dawson, pero no se produjo. Nunca se me ha dado especialmente bien quedarme cruzado de brazos. La frustración de la espera, sumada a las náuseas por la falta de alimento, empezaba a pasarme factura. A ese paso importaría poco cuándo me llamara Dawson, porque con toda probabilidad me habría dormido y no lo oiría. Al final, contraviniendo mis instintos, decidí que necesitaba tomarme un pequeño descanso. Podía cenar algo muy rápido con Annie y estar de vuelta al cabo de menos de una hora para ver si Dawson había contestado.
Volví al patio, donde estaba Salman.
—¿A la casa de huéspedes?
—No —contesté—, a Bow Barracks.
Con tan poca gente en la calle, Salman se ventiló el trayecto en un santiamén. Le mandé que parase frente al sórdido edificio gris de dos plantas donde vivía Annie. Una escalera daba acceso a una galería que recorría toda la fachada. En las dos plantas se alineaban puertas de madera maciza.
Subí por la escalera y llamé a la puerta que me pareció que era la de Annie. Ahora que lo pensaba, me dije que quizá debería haberle comprado flores o cualquier otra cosa. Era lo que habría hecho un caballero. Por suerte, tenía la excusa de que esa noche no había muchas floristerías abiertas. No suelen hacer mucho negocio durante los tumultos, aunque supongo que con el incremento de la demanda de coronas fúnebres acaban recuperando las pérdidas.
Abrió la puerta una angloíndia flaca de unos veinte años, que llevaba rulos en el pelo oscuro.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Busco a Annie Grant —contesté.
Me miró de los pies a la cabeza, como quien inspecciona un pescado para ver si aún está fresco.
—¿Y usted quién es, si puede saberse?
Le dije mi nombre y mi rango, como nos habían enseñado en el ejército por si éramos interrogados por el enemigo. Abrió mucho los ojos.
—¡Ah, conque es usted el capitán Wyndham! —exclamó.
Sonrió un poco, y recuperó la compostura de inmediato.
—Lo siento, pero Annie ha salido.
—¿Sabe Annie que está prohibido circular por media ciudad? —pregunté.
—Tranquilo, que no le pasará nada —afirmó la joven—. Volverá en un par de horas.
La seguridad en el tono que empleaba parecía indicar que no era inhabitual que Annie volviera tarde a casa, hecho que no me sorprendió. Era guapa y evidentemente gustaba a los hombres. Estaba claro que yo no era el primero que la sacaba a cenar. Probablemente, ni siquiera fuese el primero ese mes. Lo que me molestó fue el tono de confianza con que la chica dijo que a Annie no le pasaría nada, sabiendo lo que estaba sucediendo en la ciudad. De todos modos, tampoco era cuestión de preguntarle dónde estaba, ni con quién, así que me despedí.
La noche no estaba saliendo como me esperaba. Nadie parecía poder dedicarme mucho tiempo. Pensé en volver a Lal Bazar e insistir con Dawson, pero no le vi mucho sentido. Ya se pondría él en contacto conmigo cuando pudiera.
Di media vuelta y bajé lentamente la escalera con la misma sensación que un niño al que le han robado sus chucherías. Salman se sorprendió de volver a verme tan pronto.
—¿De regreso a la casa de huéspedes, sahib? —preguntó.
—Sí —contesté.
Luego tuve una idea mejor.
—No, espera, llévame a Tiretta Bazaar.
• • •
El fumadero de opio no parecía afectado por los disturbios. Me abrió la puerta el mismo chino robusto de la otra vez, que tras mirarme con desprecio me hizo pasar. Aun así, era la bienvenida más cálida que había recibido esa noche. Lo seguí escaleras abajo, y esperé hasta que la misma chica guapa de mi anterior visita me condujo a un catre y me encendió la pipa. Cerré los ojos y aspiré el humo. Pronto se me llenó la cabeza de imágenes: Annie en una ciudad desierta, Sen en su celda subterránea de Fort William, Devi colgando sin vida de un gancho en Cossipore, una matanza de inocentes en una ciudad lejana y un marajá blanco que recibía en un palacio, río arriba, a sus clientes norteamericanos y los entretenía con cortesanas indias.
Me desperté al cabo de unas horas. Según mi reloj eran las doce, lo cual no quería decir nada. Me incorporé. No había nadie. Me levanté, tambaleándome, y volví al callejón por la escalera. Tras respirar profundamente, busqué a Salman en la calle, pero no lo vi. Oí algo a mis espaldas. Al volverme vi a dos hombres que venían hacia mí. Indios. Obreros, a juzgar por su ropa. Hombres duros y de aspecto recio, sin la delgadez de la mayoría de los autóctonos. Apartaron la vista, esforzándose en exceso por mostrar indiferencia. Era una mirada que ya había visto antes y que nunca significaba nada bueno.
Di media vuelta y empecé a caminar en sentido contrario. Al cabo de unos metros saldría del callejón y estaría relativamente a salvo en el espacio abierto de la calle. Oí que los dos hombres echaban a correr. Al volverme, vi que se lanzaban sobre mí: dos contra uno, pero no me importó demasiado; de hecho, me alegró bastante poder pegar a alguien. El primer puñetazo fue mío, un buen gancho de derecha en un lado de la cabeza del que iba delante; pero a pesar de que concentré en el golpe toda la fuerza de mis frustraciones, fue como estampar la mano contra una pared. De todos modos, el dolor se vio rápidamente desbancado por el puñetazo que me propinó el otro matón en mi brazo herido, el izquierdo. Se me empañaron los ojos. Seguro que había acertado por casualidad, pero era como si supiera exactamente dónde tenía que pegar. No tuve tiempo de seguir con mi análisis, porque uno de los dos me pegó en la barriga, cortándome el aliento. Me encogí, intentando respirar. El siguiente golpe lo recibí en la cabeza. Con un fuerte chasquido, el mundo empezó a dar vueltas y se elevó a la altura de mis ojos. Choqué contra el suelo, notando el regusto de la sangre. Me clavaron una bota en las costillas. Cerré los ojos e intenté no desmayarme, pero sólo podía pensar en lo absurdo que era todo. De repente se oyeron unas campanas: primero el tintineo de una sola campanilla y luego otras. Después, voces y gritos. Al mirar hacia arriba, pude ver que mis dos asaltantes daban media vuelta y echaban a correr.
Me ayudaron a levantarme. Dos hombres que me sujetaban por los brazos me llevaron junto a un rickshaw y me dejaron suavemente en el suelo. Al mirar hacia arriba reconocí a Salman. Intenté hablar, pero escupí saliva. Me pasé una manga por la boca. Salman sacó una petaca abollada de algún sitio, desenroscó el tapón y me la acercó a los labios. El aguardiente, o lo que fuera, tenía un gusto asqueroso, como de alcohol puro. Me atraganté y estuve a punto de escupirlo. Al tragar me quemó la garganta.
—¿Está bien, sahib?
Salman bebió un poco y me ayudó a levantarme. Por desgracia, mis piernas tardaron algo más en recibir el mensaje y estuve a punto de volver a caerme. Salman me sujetó y me ayudó a subir al rickshaw. Noté un pinchazo de dolor en las costillas, tan fuerte que tuve que cerrar los ojos.
Lo siguiente que recuerdo es ir en rickshaw por calles silenciosas que me resultaban familiares.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Al hospital, sahib —jadeó Salman, yendo a toda velocidad.
—No —contesté—, ni hablar.
Los hospitales estaban llenos de médicos espantosos cuya especialidad era hacer preguntas incómodas con toda la buena intención del mundo. «¿Qué hacía en plena noche en Tiretta Bazaar? ¡Y justo esta noche!» Siempre podía inventarme alguna excusa, pero si me tocaba un médico bueno no se la tragaría. No había que ser un genio para deducir que había estado en un fumadero de opio. A partir de ahí, una palabra discreta en el oído equivocado y... podía pasar de todo. Desconocía qué política seguía exactamente la Policía Imperial con respecto a la adicción al opio, pero seguro que no consistía en promocionar al adicto.
—¿A la casa de huéspedes? —preguntó Salman.
El único sitio peor que el hospital era la casa de huéspedes de la señora Tebbit. Me imaginé su expresión al verme manchar de sangre sus amadas alfombras persas. Preferiría volver a enfrentarme con los dos matones.
—No —dije.
—Entonces ¿adónde, sahib?
—A cualquier sitio.
Cerré los ojos y empecé a caer de nuevo en la inconsciencia. Lo siguiente que supe fue que ya no nos movíamos y que Salman me zarandeaba para despertarme. Reconocí la estructura gris del edificio de Annie. En el piso de arriba había luz y una silueta recortada en la puerta.
—Venga, sahib —me dijo Salman.
Me ayudó a levantarme y a subir por la escalera.
—Dios mío, Sam, pero ¿qué demonios te ha pasado? —preguntó Annie, tocándome con suavidad la cara.
—Me he vuelto a caer de un elefante.
—Pues esta vez parece que el elefante se te ha caído encima.
—Puede ser.
—Vamos adentro, te curaré.
Su compañera de piso, la chica flaca de expresión severa, estaba en el pasillo con los brazos cruzados y los labios apretados, como si estuviera practicando para convertirse en señora Tebbit. Se le había soltado un rulo. Seguro que éste intentaba huir de su cabeza, y no se lo recriminé.
Annie me condujo a un cuarto de baño pequeño. Al quitarme la camisa me rozó sin querer la herida del brazo, y di un respingo.
Me miró con cara de pena.
—¿Hay algún sitio donde no te duela?
—¿En los labios?
Sonrió y, después de echar un poco de agua con una gran jarra esmaltada en una palangana, cogió un trapo y empezó a limpiarme la sangre de la cabeza. Luego se fue y volvió con una especie de vendaje improvisado.
—No creo que me haga falta —dije.
—¿Y si por esta noche me deja pensar a mí, capitán Wyndham? Por la mañana, si quieres, te los quitas.
—Aquí no puedo quedarme —señalé—. Tengo que volver.
—Usted de aquí no sale, capitán, al menos sin mi permiso.
Se me pasaron de golpe las ganas de discutir. Annie me llevó de la mano hasta su cuarto.
—Bueno, ¿vas a contarme lo que ha pasado de verdad?
—Me he topado con unos hombres y hemos tenido unas diferencias —dije mientras me dejaba caer en la cama—. Ya te lo explicaré por la mañana.