TREINTA Y TRES

Martes, 15 de abril de 1919

Me desperté con un dolor atroz detrás de los ojos. Annie dormía a mi lado, y para ser sincero, verla alivió en parte mi sufrimiento.

Por las rendijas de las persianas se filtraba la primera luz del día. Me incorporé despacio, tanto por consideración hacia Annie como para no lastimar más mi maltrecho cuerpo. En un lado de la habitación, encima de una cómoda de madera, había un espejo grande y ovalado. Me acerqué cojeando e inspeccioné mis heridas. Luego me toqué el vendaje de la cabeza. Tenía el grosor de un turbante y me daba el aspecto de un culi. Me lo quité despacio. En la sien derecha tenía un tajo oscuro. En las costillas me había florecido un hermoso cardenal con la forma de la suela de una bota. Me palpé el cráneo con cuidado por detrás, y al rozar un bulto del tamaño de una pelota de críquet noté un dolor intenso en toda la cabeza. No era la mejor mañana de mi vida, pero tampoco era la peor. Cuando volví a sentarme en la cama, Annie empezó a moverse.

—Has sobrevivido a la noche, ¿eh?

Le aparté un mechón de la cara.

—Gracias a ti.

—No deberías dármelas a mí, sino a ese amigo tuyo del rickshaw, que es quien te trajo. ¿Te importaría explicarme qué pasó?

—Me asaltaron. Recuerdo que me atacaron dos hombres. A partir de ahí, se me confunde un poco todo. Aunque parezca raro, te juro que oí campanillas. Lo siguiente que recuerdo es que Salman y sus amigos me estaban ayudando a subir a un rickshaw.

Annie sonrió.

—Ah, sí, las campanillas... Las llevan todos los wallahs de rickshaw. Seguro que lo has visto. Las hacen sonar para avisar a los transeúntes, como el timbre de las bicicletas. Puede que también les sirvan para llamar a otros wallahs cuando hay algún problema.

—¿Como los silbatos de los policías?

—Supongo. Los problemas de un wallah de rickshaw no le importarían a nadie más. Me imagino que se cuidan entre sí. Por la pinta que tienes, parece que Salman y sus amigos llegaron justo a tiempo. ¿Tienes alguna idea de quién te atacó?

Le dije que dos simples rufianes callejeros, e incluso podía ser verdad. Después de lo que había ocurrido en Amritsar, a la gente le hervía la sangre. Quizá hubiera sido pura mala suerte, estar en el sitio y el momento equivocados, pero existía otra posibilidad más preocupante: que no hubiera sido un asalto casual. Eran hombres de constitución más fuerte que la mayoría de la población autóctona. Bastaba echarles un vistazo a mis moratones. Luego estaban las botas. ¿Cuántos nativos se pasean por Calcuta con botas de clavos? Parecían demasiado bien alimentados y calzados para ser meros trabajadores. Sin embargo, si había sido una agresión planificada, ¿por qué y por quién?

¿Serían separatistas indios que estaban furiosos por la detención de Sen? A fin de cuentas, mi nombre había salido en primera plana. ¿O me buscaban en relación con el asesinato de MacAuley? ¿Alguien que temía que me acercase demasiado a la verdad? Esto último tenía una pega: nadie podía saber que esa noche había ido al fumadero de opio. No lo sabía ni siquiera yo. Había sido una decisión de último momento. Tendrían que haberme seguido, al menos desde que había salido de la casa de huéspedes para ir a casa de Annie. Yo no había notado que me vigilara nadie, y menos dos nativos con aspecto de estibadores. Para seguirme habría hecho falta disponer de recursos muy considerables, y sólo se me ocurría una organización que tuviera los requisitos estructurales y humanos para llevar a cabo una operación así: la Sección H.

Tampoco es que me tuviesen en muy buen concepto. ¿Y si se trataba de un mensaje del coronel Dawson? Los dos hombres tenían condición física de militares, de eso no cabía duda. Por otra parte, parecían informados de mi herida en el brazo. Si había sido la Sección H, ahora ya estaban al corriente de mi adicción al opio. Probablemente el dato ya estuviese encima de la mesa de Dawson. En todo caso, más allá de quién y por qué lo hubiera hecho, las respuestas no las encontraría en la cama de Annie. Lástima.

Pensar en Dawson me refrescó la memoria. Tenía que hablar con él urgentemente. Me levanté y me puse la camisa todo lo rápido que pude sin empeorar mis dolores.

Annie se miró la muñeca.

—¡No pretenderás marcharte! Aún no son las cinco y media.

—No tengo más remedio.

—Al menos déjame que te prepare algo de desayunar.

—No tengo tiempo, pero gracias.

• • •

Cinco minutos después bajé cojeando la escalera, armado con dos panecillos que Annie insistió en que me llevase. Salman dormitaba en una estera bajo su rickshaw. Al oír mis pasos, bostezó, se desperezó y se levantó. Yo le puse una mano en el hombro, mientras le tendía uno de los panecillos. Asintió con la cabeza y lo guardó en una caja debajo del asiento de su rickshaw. Al lado había una botella de cristal que desenroscó y levantó, dejando caer un chorro de agua sin tocar la botella con los labios. Después hizo gárgaras y escupió en la cloaca. Finalmente, se volvió con una sonrisa.

—¿Adónde vamos, sahib?

—A Lal Bazar.

Las calles estaban muy tranquilas. Los controles seguían en el mismo sitio, a cargo de cipayos con cara de sueño. Tampoco Lal Bazar estaba inmerso en el ambiente febril del día anterior. A juzgar por su aspecto, más que el centro de operaciones policiales de medio subcontinente parecía un puesto regional cualquiera.

En mi mesa no me esperaba ninguna nota, ni nada que indicase que Dawson hubiera intentado hablar conmigo durante las diez horas que habían transcurrido desde mi conversación con su secretaria, pero eso no tenía por qué significar nada. Sólo eran las seis de la mañana. Pero Dawson no parecía el tipo de hombre que dejaba pasar más de unas pocas horas sin contactar con su oficina...

Pensé en lo que me disponía a hacer. Desde la noche anterior habían ocurrido muchas cosas, pocas de ellas buenas. Algunas aún eran visibles en mi cabeza y el resto de mi cuerpo. Sospechaba que Dawson y sus hombres podían tener la culpa de muchos de mis sinsabores, pero era un oficial de la Policía Imperial, y tenía que cumplir con mi deber, más allá de los sentimientos personales que me despertase el individuo en cuestión.

Levanté el auricular y llamé de nuevo a Fort William. Esta vez contestó una secretaria distinta. Hubo un poco de demora en la línea hasta que me pasaron con el coronel, supuse que en el teléfono de su domicilio.

—¿En qué puedo ayudarlo, Wyndham?

Sonaba muy despierto y nada sorprendido de oír mi voz. Tampoco comentó si había recibido mi mensaje de la noche anterior, aunque ni lo uno ni lo otro tenían ya importancia.

—¿Tiene algún equipo de vigilancia a su disposición?

—Por supuesto.

—Pues entonces la pregunta es más bien en qué puedo ayudarlo yo.

La llamada duró cinco minutos. Deberían haber sido menos, pero Dawson estuvo un buen rato preguntando por qué tenía que fiarse de mí después de lo ocurrido en Kona. Lo mismo podría haberle preguntado yo. Al final llegamos a un acuerdo: él investigaría mi pista y yo no me metería en sus asuntos. Prometió tenerme al corriente de las novedades, aunque me dije que era mejor que esperara sentado.

Colgué y fui en busca de Digby y Surrender-not. Como en el despacho del primero no había nadie, bajé al «foso», donde estaban los suboficiales. A esas horas había muy poca gente, y aparte del sargento que estaba de guardia, parecía vacío. Sólo al pasar junto a la mesa de Surrender-not vi que sobresalían por debajo dos piernas flacas y morenas. Al principio temí que lo hubieran atacado y dejado por muerto. Fue una idea irracional. Nadie asesina a un policía en una comisaría y esconde el cadáver debajo de un escritorio. Lo achaqué al golpe en la cabeza que me habían dado la noche anterior los dos matones. Además, con sus ronquidos era absurdo plantearse que estuviera muerto.

—Sargento —lo llamé con una voz más fuerte de la necesaria.

Se despertó de golpe, y al incorporarse chocó con la parte inferior de la mesa. No soy de los que se alegran de la desgracia ajena, pero la idea de no ser el único con dolor de cabeza esa mañana me puso de buen humor.

Salió de su madriguera con los pantalones cortos de uniforme y una camiseta. Tras ponerse de pie rápidamente, y frotarse la cabeza, recordó el saludo. Lo impactó verme la cara como un poema, pero tuvo la sensatez de no hacer comentarios. Yo podría haberlo reprendido por ir vestido de culi en la oficina, pero tampoco mi atuendo era exactamente el reglamentario, así que opté por preguntarle qué narices hacía debajo de su mesa.

—Dormir, señor —contestó.

—Ya, eso ya lo veo, pero ¿por qué?

—Es algo concerniente a mi intención, y posterior renuncia a ella, de...

—Palabras normales, sargento, por favor.

Empezó otra vez.

—A causa de mi fracaso al presentar mi dimisión, he sido obligado a abandonar la residencia familiar.

—¿Sus padres lo han echado de casa?

—Se podría decir así.

—¿Y no tiene otro sitio adonde ir?

Negó con la cabeza.

—No se me ocurre ninguno, señor.

—¿Y su hermano mayor? ¿No vivía en Calcuta?

—Sí, señor, pero llevamos años sin hablarnos. No congeniamos demasiado, y...

Dejó la frase a medias.

—¿Tienen diferencias irreconciliables?

—No, no —contestó—, son reconciliables. Eso es parte del problema.

—Bueno, pues no puede seguir durmiendo debajo del escritorio. Se nos tendrá que ocurrir algo mejor, cuando tengamos tiempo. Ahora debo saber si hay novedades sobre la autopsia de Devi.

—Está programada para esta tarde.

—¿Y la señora Bose?

—La trasladaron anoche a la sección de mujeres.

—¿Y la coartada de Stevens? ¿Hay alguna novedad sobre eso?

—Tanto su esposa como una criada y el durwan confirman que el señor Stevens estaba en casa la noche del asesinato. Si quiere traigo a la criada y al durwan para interrogarlos, señor.

—Quizá más tarde —contesté—. De momento quiero que se vista y hable con los empleados de Buchan en Serampore. Entérese de a qué hora está previsto su regreso.

Me miró como si acabara de pedirle que organizase una merienda en la jaula de los tigres del zoo de Calcuta.

—No tenemos más remedio —dije—. Sin Devi, ni su confidente, no podemos averiguar qué preocupaba tanto a MacAuley la noche en que murió. Sabemos que tenía algo que ver con Buchan, así que más vale que intentemos sonsacárselo.

—¿Es prudente, señor? —preguntó Surrender-not—. Es un hombre muy poderoso. Si lo acusáramos sin pruebas, imagino que podría hacernos la vida muy difícil.

No me pareció que Buchan pudiera empeorar mucho las cosas.

—En pocos días, sargento, me han asaltado y disparado, y mi casera ha estado a punto de envenenarme. Si el señor Buchan se ve capaz de superar eso, no puedo por menos que desearle suerte.

Tal como había previsto Surrender-not, las carreteras hacia el norte seguían cerradas, y la manera más rápida de llegar a Serampore desde Calcuta era en barco por el Hugli, de modo que una hora después, tras pasar rápidamente por la casa de huéspedes para cambiarme de ropa, fuimos en coche al embarcadero de la policía, cerca de Prinsep Ghat. Surrender-not había telefoneado con antelación tanto al embarcadero como al thana de Serampore, de resultas de lo cual nos esperaba una lancha de la policía. La pilotaba un joven inglés de nombre Remnant, y su tripulación se componía de varios nativos. La embarcación en sí era una bañera, pero Remnant y sus hombres la trataban como si fuera un buque de guerra, porque estaba limpia como una patena y su campana de latón brillaba como los chorros del oro.

Gracias a que la marea nos favorecía, avanzamos a bastante buen ritmo río arriba. Remnant señaló el ghat de cremaciones hinduista de Neemtollah, desde donde el humo de una pira fúnebre se alejaba flotando perezosamente sobre el agua plateada del río. En el escalón más alto del ghat estaba sentado con las piernas cruzadas y el pecho al descubierto —salvo por el hilo sagrado— un sacerdote que entonaba con solemnidad los ritos crematorios, con unos cuantos fieles a sus pies, todos vestidos de blanco.

La ciudad fue dejando paso a la selva, y el viaje tomó aires de expedición. Era la India de mis sueños, la tierra salvaje y misteriosa descrita por Kipling y sir Henry Cunningham. Sobre el río flotaba la niebla matinal, prendida a las orillas como una sábana de muselina que sólo, y muy de vez en cuando, perforaba una higuera de bengala o una casa de nativos. Las barcas de madera pasaban lentamente, algunas de las cuales estaban provistas de una vela sencilla, mientras que otras eran poco más que canoas ahuecadas cuyos pilotos ajustaban el rumbo con unas pértigas largas.

En la orilla este del río se erguía entre la bruma un gran templo de unos treinta metros y de aspecto muy extraño. El templo principal, una estructura blanca de dos pisos, estaba rematado por una especie de cúpula rodeada por al menos media docena de agujas. Delante del templo principal se alineaban un total de doce santuarios, como discípulos que le rindieran pleitesía. Todos brillaban intensamente con la luz de la mañana: las paredes eran de un blanco inmaculado y los tejados del rojo de la sangre.

—Eso de allí —dijo Remnant— es el templo de Kali, o en todo caso uno de sus templos, porque en los alrededores de Calcuta hay varios. Éste es mi preferido.

En la corriente, procedentes de las orillas, flotaban ofrendas a la diosa, miles de caléndulas, pétalos de rosa y lamparillas votivas con las oraciones de los devotos. Remnant señaló unos escalones que bajaban hasta el agua.

—Son los ghats de inmersión —explicó—. Los hinduistas creen que bañarse en estas aguas lava todos los pecados.

—Qué raro —contesté—. Ayer me dijo un hinduista que los pecados no tenían perdón posible y que su karma era inalterable.

—Es lo que tiene el hinduismo —repuso Remnant—: es tan místico que incluso desorienta a sus fieles.

Al cabo de un rato aparecieron en el horizonte varias chimeneas de ladrillo que escupían humo negro al cielo azul.

—Serampore —dijo Remnant.

La tripulación puso rumbo a la orilla oeste. Poco a poco, la selva fue aclarándose y dejó a la vista algunas mansiones grandes que me recordaron fotos de las plantaciones de algodón de Carolina del Sur, con un césped perfecto que se extendía hasta el río.

—Un rinconcito de lo más elegante —dije.

—¿A que sí? —contestó Remnant—. Al parecer lo fundaron los daneses. ¡Vikingos en el Hugli! Dicen que era un punto de abastecimiento pequeño pero floreciente, hasta que la Compañía de las Indias Orientales prohibió la navegación río arriba y los daneses acabaron por vendérnoslo por cuatro chavos. Desde entonces casi siempre lo han llevado escoceses.

Llegamos a la orilla, y la lancha atracó pausadamente en un viejo embarcadero de madera. Allí nos esperaba un policía enorme que se presentó a sí mismo como el inspector MacLean. Era un personaje curioso, con el pelo rojo fuego y un físico de acorazado, pero con la tez sonrosada y las facciones suaves de un niño, como si su cara, al crecer, se hubiera quedado rezagada con respecto al resto de su cuerpo. El uniforme no hacía sino acentuar el mismo efecto, confiriendo a MacLean el aspecto de un colegial talludito, de esos que parece que han nacido para tocar la tuba en la banda de la escuela.

—Bienvenidos a Serampore —nos dijo con acento escocés.

No me extrañó. Si me hubiera gustado apostar, me habría jugado una buena suma a que era de Dundee. Tras estrecharme la mano con el vigor de un amigo que hace mucho que no te ve, repitió la operación con Surrender-not, a quien estuvo a punto de levantar del suelo. Una vez que terminaron las cortesías de rigor, MacLean nos acompañó hasta un Sunbeam 16/20 que esperaba en punto muerto al lado del camino.

—Tiene suerte, capitán —dijo mientras esquivábamos los socavones de una pista de tierra—. Me parece que el señor Buchan ha vuelto esta misma mañana de Calcuta.

—¿Controla usted sus movimientos?

Se rió.

—En absoluto, pero en este pueblo tan tranquilo cuando está él las cosas van a otro ritmo. Cuando llega o se va siempre hay mucho movimiento.

—¿Como si fuera el señor del castillo?

Sonrió.

—A nosotros nos gusta más emplear el término que usamos en Escocia: «terrateniente».

El coche abandonó la pista de tierra y tomó una carretera principal bordeada a un lado por un muro y al otro por las vías del ferrocarril. Oímos la nota estridente de un silbato de vapor. MacLean miró su reloj de pulsera.

—Cambio de turno en la fábrica —dijo como para sus adentros.

Un poco más adelante, el muro quedaba interrumpido por una verja de hierro con un gran sello de metal donde se leía:

COMPAÑÍA DE YUTE BUCHAN

PLANTA DE DUNKELD

SERAMPORE

Una multitud de hombres blancos y de nativos estaban cruzando la verja en ese momento. Al otro lado había un edificio largo de ladrillo sobre cuyo techo de metal ondulado despuntaba una gran chimenea que escupía humo negro. Junto a ella se apiñaban unos cobertizos abiertos, algunos contenían cajas de madera y unas bobinas de yute grandes, y otros unos montones también grandes de tejidos bastos a los que el sol de la mañana arrancaba unos reflejos dorados.

—Yute en bruto —explicó MacLean.

En unos minutos, el coche abandonó la carretera y pasó entre dos pilares de piedra altos, uno de los cuales estaba rematado por un escudo con el perfil de tres cabezas negras de león, y el otro por la imagen de una correa alrededor de un sol que iluminaba un girasol. Un largo camino de acceso nos condujo hasta una majestuosa mole barroca junto a la que Government House habría parecido una caseta.

—Ya hemos llegado —dijo MacLean—. Lo llamamos «el palacio de Buchan-ham».

Sonrió, encantado con su propio chiste.

—¿Es arenisca? —pregunté.

Asintió con la cabeza.

—En Bengala hay poquísima —nos explicó—. Casi toda viene de las tierras del imperio de los rajput, pero de la madre patria también trajeron una parte en barco.

Al acercarnos quedó claro por qué el camino de acceso era tan largo: la única manera de ver toda la construcción era de lejos. Dos alas enormes de tres plantas flanqueaban un núcleo central con tal cantidad de columnas en la fachada que podrían haber despertado la envidia del mismo Partenón.

El coche frenó junto a una escalinata de piedra por la que se subía hasta dos grandes puertas negras que estaban abiertas al calor. Dos lacayos nativos con librea azul oscuro y dorada acudieron corriendo, y al abrir las puertas del coche reflejaron la luz del sol en los abanicos que remataban sus turbantes rígidamente almidonados.

—Gracias por su ayuda —le dije a MacLean mientras salía del vehículo.

—Ah, vale —dijo bastante disgustado—. ¿No quiere que entre con ustedes?

Parecía buena persona, pero no sabía si podía fiarme de él. Serampore era el pueblo de Buchan, y yo ignoraba a quién debía lealtad MacLean. Era preferible mantenerlo al margen.

—No hace falta. Me imagino que en algún sitio de esta casa Buchan tendrá un teléfono. Cuando terminemos llamaremos a comisaría.

—Muy bien, señor —contestó, poniéndose tieso.

Y tras un saludo se encajó de nuevo dentro del Sunbeam.

Surrender-not y yo nos dirigimos a la entrada principal. El coche se puso en marcha y se alejó a toda velocidad por el camino, levantando una nube de polvo.

En cuanto estuvimos arriba del todo de las escaleras nos recibió un mayordomo que no era nativo, sino blanco. En un país donde la mano de obra autóctona es más barata que el ganado, la presencia de un mayordomo blanco hablaba por sí sola. Era calvo, a excepción de una franja de pelo blanco que le rodeaba la parte posterior de la cabeza. Llevaba un chaqué impoluto, era viejo e iba encorvado; tenía la cara llena de arrugas y me recordó un poco la de Ratan, el anciano criado de la señora Bose.

—Por aquí, señores, por favor —dijo—. El señor Buchan los recibirá en breve. Les pide disculpas por la espera.

Lo seguimos por lo que supuse que sería el salón, aunque podría haber sido perfectamente un museo: desde mi visita al Louvre durante la guerra, nunca había visto tantos cuadros como los que colgaban en aquellas paredes.

Se detuvo ante una puerta y nos indicó por señas que pasáramos. Dentro olía a tabaco. Parecía la biblioteca de Buchan. Era el tipo de sala que le gustaba a cierto tipo de hombre hecho a sí mismo: paredes de roble con estanterías llenas de libros con aspecto de no haber sido leídos nunca. Por los ventanales de la pared del fondo entraba mucha luz.

—¿Les traigo algo de beber? —preguntó el mayordomo.

Contesté que no.

—¿Y usted, señor? —dijo, volviéndose hacia donde estaba Banerjee.

—Sí, por favor, un vaso de agua.

—Ahora mismo, señor.

El mayordomo asintió con la cabeza y se marchó.

Banerjee parecía divertirse.

—¿Qué le hace gracia? —pregunté.

—Nada, señor.

Me senté en uno de los muchos sillones de cuero con respaldo alto que había repartidos por la sala, mientras Surrender-not se interesaba por los libros de las estanterías. Por encima de nosotros, en el techo, empezó a moverse un gran punkah que nos regaló una brisa refrescante. El mayordomo volvió con un vaso y una jarra sobre una bandeja de plata.

—¿Desea algo más, señor?

Surrender-not me miró. Negué con la cabeza.

—No, buen hombre, no nos hace falta nada más —dijo—. Ahora, si tiene la amabilidad de dejarnos a solas...

Una semana antes habría pensado que el sargento bromeaba, pero en ese momento no estuve tan seguro. En un país donde todo se veía a través del prisma de la raza, sus palabras, dirigidas a un blanco, podían constituir un acto político.

Los minutos pasaron lentamente. Como no tenía nada más que hacer, me acerqué a los ventanales. Daban a una galería, bajo la que se extendía un césped muy verde y bien cuidado que llegaba hasta las aguas serenas del Hugli. De pronto se abrió la puerta a mis espaldas y entró con paso decidido Buchan, vestido con unos pantalones de seda azul marino y una camisa blanca con el cuello desabrochado.

—Perdone, capitán, pero, como se imaginará, su petición de verme esta misma mañana me ha tomado un poco por sorpresa. —Su tono era formal—. Aun así, es un placer. Me enteré por la prensa de que detuvo a ese terrorista. ¡Caramba! Años persiguiéndolo y lo pilla usted como si nada... —Hizo chasquear los dedos y sonrió—. Si se cansa alguna de vez de ser policía, o le apetece trabajar en algo un poco más lucrativo, avíseme, que no me iría mal contar con un hombre como usted.

Señaló dos de las sillas de cuero que estaban al lado de una mesita de cristal.

—Siéntese, por favor, y explíqueme en qué puedo ayudarlo.

—Se trata del asesinato de MacAuley. Necesito hacerle algunas preguntas más.

Arqueó una ceja.

—¿Más preguntas? Yo ya daba por cerrada la investigación.

—Estamos atando algunos cabos sueltos.

Asintió despacio.

—De acuerdo.

—Sabemos por un testigo que a MacAuley lo vieron discutir con usted la noche que murió, poco antes de salir del Bengal Club. ¿Puede explicarme sobre qué discutieron?

—No sé qué le habrán contado, capitán, pero eso no es verdad. Sí que hablamos antes de que se marchara, pero no fue una discusión. MacAuley me pidió dinero.

—Pero si cobraba mucho... ¿Para qué lo necesitaba?

Buchan se encogió de hombros.

—No me lo dijo.

—¿Y cuando hablamos la semana pasada no se le ocurrió comentarlo?

—Era un asunto delicado, capitán, y sin relevancia para la investigación. No vi ninguna razón para manchar su buen nombre.

—¿Tampoco le pareció relevante explicarnos que MacAuley le facilitaba prostitutas?

Puso mala cara.

—No veo qué importancia puede tener nada de lo que está diciendo, capitán. Francamente, es una intrusión en mis asuntos privados. —Su tono se volvió más duro—. Le aconsejo que elija con cuidado sus palabras, capitán. Sería una tontería hacer acusaciones como ésas sin pruebas ni motivos. Las consecuencias de ese tipo de actos pueden llegar muy lejos.

—La pregunta es relevante para la investigación de un asesinato.

Levantó las manos en un gesto de exasperación.

—Pero ¡si la investigación está cerrada, capitán! ¡Ya tienen al asesino! ¡Lo capturó usted!

—Quizá no esté tan claro... —dije.

Se rió con amargura.

—Así que es verdad. No cree que Sen sea culpable. Ya me lo habían dicho.

—¿Quién?

—Eso da igual. No debería ser tan ingenuo, capitán. Sé prácticamente todo lo que vale la pena saber de lo que pasa en Calcuta. Me atrevo a decir que si lo relevaran de su cargo, yo me enteraría antes que usted.

No servía de nada discutir; tal como estaban yendo las cosas, tardaríamos muy poco en saber si tenía razón, de modo que volví a la pregunta original.

—¿MacAuley le proporcionaba chicas?

Se le empezaron a subir los colores.

—Está bien, capitán —dijo—, ya veo que no acepta consejos. Contestaré a su pregunta, pero será usted quien cargue con las consecuencias. Es verdad que alguna vez MacAuley se ocupó de amenizar algunas de las fiestas que yo organizaba para mis clientes.

—¿Y de qué discutieron la noche que murió?

—Ya le he dicho que no fue una discusión. Me pidió dinero y yo le dije que no.

—Entonces ¿no intentó sobornarlo?

En los ojos de Buchan hubo un destello.

—En absoluto.

—Pues yo creo que pasó lo siguiente —dije—: creo que usted le pidió que le consiguiera a unas cuantas chicas para la fiesta de esa noche, sin embargo él se negó y le dijo que no quería hacerlo más. Eso usted no podía permitirlo.

—¿Y por eso lo mandé matar? Contésteme a una cosa, capitán: suponiendo que fuera verdad que MacAuley no quería seguir proporcionándome mujeres, ¿eso qué demuestra? Tengo a mucha gente a mi servicio. Podría haberlo sustituido en un abrir y cerrar de ojos. Además, era mi amigo. ¿Por qué iba a desear su muerte?

—Yo creo que intentó sobornarlo y que lo amenazó con explicarlo todo si no le daba dinero.

Se rió.

—¿Ya está, capitán? ¿Ésa es su gran teoría? ¿Que me dio miedo que se supiera que recurría a los servicios de prostitutas? Para mucha gente de Calcuta eso no sería ninguna novedad, y a quienes no lo sabían no les habría importado. ¿Algo más?

Me quedé callado, más que nada porque no supe qué decir.

—En ese caso... —Buchan se levantó del sillón—. Su visita ha sido una pérdida de tiempo, tanto para usted como para mí, capitán. Con lo que está pasando desde hace unos días en Calcuta, lo lógico sería que el comisario pusiera a trabajar a sus hombres en algo más productivo. Le aseguro que lo pondré al corriente de nuestra charla de hoy. Bueno, con su permiso, tengo trabajo. Cuando consideren, Fraser los acompañará hasta la salida.

Se volvió y salió de la estancia, que quedó unos momentos en silencio. Me levanté y me acerqué a mirar por los ventanales.

—La verdad es que podría haber salido mejor —dije con tono cáustico.

—Sí —convino Surrender-not—. Iba a pedirle que me prestara un par de libros, pero dudo que ahora se lo tome muy bien.

Me volví y me acerqué a él.

—¿Y dónde se supone que los iba a leer? —pregunté—. Le recuerdo que no tiene casa. Tal vez sea mejor que le pida una cama para pasar la noche. Espacio no parece que le falte.

De repente estaba agotado. Empezaba a ver con claridad las dimensiones de la fosa que acababa de cavarme. Había sido una tontería venir a interrogar a un hombre tan poderoso como Buchan sin disponer de nada más que de un chismorreo sobre su predilección por las prostitutas. Había sido un acto de desesperación. Me volví y me dejé caer en uno de los sillones de cuero.

—¿Y ahora qué? —preguntó Surrender-not.

—A saber —contesté, fatigado—. Yo estoy convencido de que Buchan tiene algo que ver. Lo que pasa es que desconocemos el verdadero móvil. Ojalá supiéramos qué hacía MacAuley en el burdel la noche que lo asesinaron... Devi juraba y perjuraba que no había estado con ninguna chica, a pesar de que la señora Bose dio a entender lo contrario.

—Entonces ¿qué cree que hizo?

—No lo sé, pero tiene que estar relacionado con el secreto que no quería contarle al reverendo Gunn. Es la clave de todo. Lo que ocurre es que sin Devi no tenemos manera de descubrir de qué se trata.

—A menos que encontremos al hombre del que nos habló, su confidente. ¿O eso ya lo damos por perdido?

Me encogí de hombros.

—Hemos interrogado a todos los de la casa. No hay nadie más.

Me apoyé en el respaldo con las manos detrás de la cabeza, pero las bajé enseguida cuando sentí una punzada de dolor por todo el cráneo. Suspiré. La cosa no daba más de sí. Sería mejor que en el camino de vuelta me parara en las oficinas de P&O y reservase un pasaje para Southampton. No veía manera de avanzar. Habíamos chocado con un muro de silencio. Los que quizá supiesen la verdad, o bien no querían hablar —como Buchan o la señora Bose—, o bien estaban muertos, como Devi. Y nadie quería recibir otra explicación que la culpabilidad de Sen. Vi aparecer una lagartija marrón por detrás de un libro de una de las estanterías. Trepó por la pared con rapidez hasta que llegó al techo, allí se quedó, avanzando muy despacio, vacilando, mientras esperaba con paciencia a que pasara el punkah para lanzarse por el hueco.

Entonces caí en la cuenta.

El punkah.

Me levanté de golpe y lo miré atentamente. Estaba conectado a una polea que hacía que se balanceara. Seguí la cuerda de la polea por el techo, hasta un pequeño orificio que atravesaba la pared. Salí al pasillo a toda prisa y fui siguiendo la cuerda. Al volver una esquina vi a un nativo menudo cuyo pie subía y bajaba de manera rítmica sobre un pedal conectado al final de la cuerda. Quizá él pusiera cara de sorpresa al verme, pero a mí su visión me provocó una euforia desmedida.

Di media vuelta, y cuando corrí hacia la biblioteca estuve a punto de chocar con Surrender-not, que venía en mi búsqueda.

—¡El wallah del punkah! —exclamé.

Surrender-not me miró como si me hubiera vuelto loco.

—¿Qué le pasa?

—El primer día —añadí sin aliento—, en el burdel. Cuando interrogamos a la señora Bose y a las chicas. El punkah. ¡Se movía!

A Surrender-not se le iluminó la mirada.

Hai Ram! ¡Eso es porque había un wallah en el punkah! Debe de accionarse desde fuera, desde el patio. Por eso no lo vimos.

—Tenemos que regresar a la ciudad —dije—. Yo iré a Cossipore y usted volverá a Lal Bazar. Quiero información actualizada sobre la autopsia de Devi. Y averigüe dónde está Digby.

—¿Qué le digo?

—Explíquele la conversación con Buchan, pero nada más. Ya lo llamaré más tarde por teléfono desde el thana de Cossipore.