—Me da igual lo ocupado que esté, señorita Grant. Tengo que verlo ahora mismo.
Me salió un tono innecesariamente brusco, atribuible sobre todo a la presencia de Banerjee, pero también al agotamiento: me sentía tan exhausto como los zapatos de un wallah de rickshaws.
Y también Annie parecía cansada. En Writers’ Building debían de haber pasado un día tan frenético como en Lal Bazar.
—A ver qué puedo hacer, capitán.
Se levantó y tardó unos minutos en volver.
—El señor Stevens los recibirá ahora mismo —le dijo a Banerjee, en un desaire calculado que, sin saber muy bien por qué, me dolió; pero, en fin, ya habría tiempo para psicoanalizarse.
Entramos en el despacho de Stevens, que ya era el suyo de verdad, pues no quedaba ni rastro de las pertenencias de MacAuley.
—Dese prisa, capitán —dijo desde su escritorio—. La situación es extremadamente tensa. Llevo casi toda la mañana con el equipo del vicegobernador, y dentro de veinte minutos me...
—¿Mató usted a MacAuley?
Soltó la pluma, que rodó por la mesa hasta caerse al suelo.
—¿Qué?
—Le he preguntado si asesinó usted a Alexander MacAuley.
—¡Esto es indignante!
Se había levantado.
—¿Qué cree, que lo maté para poder quedarme con su puesto?
—No —repliqué—, creo que lo mató por dinero.
Se rió.
—¿En serio, capitán? ¿Por un aumento de sueldo?
—Sé de sus intereses comerciales en Birmania y del precario estado de su economía.
Su sonrisa se borró de golpe, como si hubiera recibido un bofetón.
—Quiso impedir que se gravara la importación de caucho, ¿verdad? Habría sido el golpe de gracia para la plantación de su mujer. Cuando MacAuley rechazó sus tentativas, lo siguió hasta Cossipore y allí lo mató. Seguro que ya está trabajando para que se archive la ley del arancel.
Se dejó caer en la silla.
—Le voy a decir algo de Alexander MacAuley —respondió con amargura—: era un hijo de puta. Esos aranceles se los sacó de la manga sólo para fastidiarme. Ya me avisaron al llegar de Rangún de que era un mal bicho, pero fui tan tonto que no les hice caso. Mi mujer acababa de heredar la plantación, y con la guerra había una demanda enorme de caucho. La plantación iba viento en popa. Dinero no nos faltaba. En Calcuta se vivía bien, y MacAuley me dio la impresión de ser una persona de lo más afable. Pensando que entablar amistad con el jefe de uno no perjudicaba a nadie, empecé a tratar con él en sociedad, pero una noche, en su club, me emborrachó y empezó a halagarme, diciendo que menuda vida me pegaba para el sueldo que tenía... Entonces se me escapó lo de la plantación, y le dije que estaba casado con una mujer rica. Al cabo de seis meses empezó a trabajar en esa maldita ley de los aranceles a la importación. Comercialmente no tenía sentido, porque la India necesita mucho más caucho del que produce, y tampoco es que Birmania sea un país extranjero. Pero ¡por favor, si forma parte de Gran Bretaña! También perjudicará a otros productores, claro, pero yo estoy seguro de que lo hizo pensando en mí.
Podría haberle señalado otro posible motivo: que la iniciativa de MacAuley quizá respondiera a una petición de su jefe, Buchan, que poseía plantaciones de caucho por toda la India. Con los aranceles sobre el caucho birmano, la producción de Buchan en la India le habría reportado muchos más beneficios. Parecía un motivo bastante más verosímil que algún tipo de venganza contra Stevens. En definitiva, ¿no era la clase de favor que le había hecho siempre MacAuley a Buchan? Pero en ese momento lo importante no era saber por qué MacAuley quería poner el arancel; lo que quería saber era si Stevens lo había matado para que se archivase.
—¿Dónde estaba entre las once de la noche del martes pasado y las siete de la mañana del miércoles?
—En mi casa.
—¿Puede corroborarlo alguien?
—Mi mujer y media docena de criados. —Stevens se pasó un pañuelo blanco por la frente—. Mire, tiene razón; no me da pena que esté muerto, y haré que revoquen cuanto antes ese impuesto del demonio, pero le juro que yo no lo maté.
—Bueno, señor Stevens —dije—, verificaremos su testimonio. De momento, no haga planes de ir a ningún sitio.