En el número 18 de Lal Bazar Street hay una mansión de aspecto sólido que se remonta a los días de gloria de la Compañía de las Indias Orientales, una época en la que cualquier inglés con algo de cerebro y buen ojo para las oportunidades podía plantarse en Bengala sin un céntimo y, si jugaba bien sus cartas, acabar siendo tan rico como un príncipe. Tampoco iba mal tener pocos escrúpulos. Dicen que fue uno de esos hombres quien la construyó, alguien que llegó con las manos vacías e hizo fortuna pero que acabó perdiéndolo todo y se la vendió a otro hombre, el cual se la vendió a su vez a otro, y ese otro al gobierno, con el resultado de que hoy en día alberga la jefatura de la Policía Imperial (división bengalí).
Su estilo es lo que hemos dado en llamar «neoclasicismo colonial», con muchas columnas, cornisas y ventanas con postigos. Está pintada de marrón. Y es que, si algún color tiene el Raj, es el marrón. Así están pintados la mayoría de los edificios del gobierno, desde las comisarías hasta las sucursales de correos. No me extrañaría que, en alguna parte, en Mánchester, probablemente, o Birmingham, hubiese un orondo industrial enriquecido gracias a la fabricación de un mar de pintura marrón para todos los edificios del Raj.
Entre dos centinelas que se cuadraron a nuestro paso, Surrender-not y yo accedimos a un vestíbulo lleno de actividad, y mientras subíamos por la escalera, en las paredes vimos placas, fotos y recuerdos variopintos de cien años de fuerzas del orden colonial.
Para entrar en el despacho de lord Taggart, en la tercera planta, había que cruzar una pequeña antesala ocupada por su secretario, un tal Daniels, un hombre menudo que parecía tener como único objetivo en la vida estar al servicio de su superior, tarea que desempeñaba con la dedicación de un cocker spaniel enamorado. Llamé y entré, seguido a dos pasos de distancia por Surrender-not. Daniels se levantó al otro lado de la mesa. Tenía el aspecto de cualquier secretario de un hombre importante: pálido, inofensivo y bastantes centímetros más bajo que su jefe.
—Por aquí, capitán Wyndham, por favor —dijo, guiándome hacia una puerta doble—. El comisario lo espera.
Entré. Surrender-not se quedó en el umbral.
—Pase, sargento —dije—. No hagamos esperar al comisario.
Respiró hondo y entró después de mí en una sala del tamaño de un hangar de dirigibles pequeño, con varios ventanales por los que se colaba a raudales una luz que se reflejaba en las arañas que colgaban del alto techo: un despacho impresionante para un policía, aunque supuse que probablemente fuera el que se merecía el principal garante de la ley y el orden en un bastión tan destacado a la par que problemático del Imperio. Al fondo de la sala, detrás de una mesa del tamaño de un bote de remos, y debajo de un retrato a tamaño natural de Jorge V, estaba sentado el comisario. Enfrente, también sentado, se encontraba Digby. Seguido ahora ni a medio paso por Surrender-not, me acerqué a los tres esforzándome por disimular mi sorpresa.
—Siéntate, Sam —dijo el comisario, sin levantarse.
Obedecí y tomé asiento junto a Digby. El hecho de que sólo hubiera dos sillas no hizo sino exacerbar el nerviosismo de Surrender-not, que miraba en todas direcciones como un loco, con la misma expresión que yo había visto en hombres sometidos a fuego enemigo en tierra de nadie.
Digby se puso muy rojo.
—¿Qué se cree, sargento, que esto es la estación de Howrah? Aquí no hay sitio para...
—Un momento —ordenó Taggart, levantando una mano—. Que se quede el sargento. Me parece conveniente que haya al menos un indio en la reunión.
A continuación, se volvió hacia la puerta y gritó:
—¡Daniels! Traiga una silla para el sargento.
El secretario se levantó y se lo quedó mirando con ojos de conejo asustado. Luego asintió y, sin mediar palabra, salió de la sala. Al volver trajo una silla, la dejó al lado de la mía y salió otra vez, dejando casi sin respuesta las palabras de agradecimiento del sargento. Una vez sentado, Surrender-not fijó la vista en el suelo. A Digby parecía que le iba a dar un ataque de nervios.
Centré mi atención en lord Taggart, un hombre alto, de más de cincuenta años, con expresión benévola de sacerdote y un encanto diabólico.
—Bueno, Sam —dijo, levantándose de la silla para empezar a dar vueltas por la sala—, con respecto a lo de MacAuley... Ya he hablado por teléfono con el vicegobernador, y quiere saber qué medidas estamos tomando.
—Veo que las noticias vuelan... —dije, lanzando una mirada a Digby, que tenía los ojos muy abiertos y un rictus de disgusto en el rostro—. Apenas han pasado unas horas desde que encontramos el cadáver.
Digby se encogió de hombros.
—Hay algo que te convendría saber sobre Calcuta, Sam —añadió el comisario—: no somos los únicos representantes de la ley y el orden. —Bajó la voz—. Digamos que el vicegobernador tiene sus propias fuentes.
—¿Se refiere a una policía secreta?
Hizo una mueca y volvió a su asiento, donde cogió una pluma estilográfica lacada con la que se puso a dar golpes en la mesa.
—Dejémoslo en «canales alternativos».
Se me escapó una sonrisa. «Policía secreta» era lo que tenían los demás países. Los británicos contábamos con «canales alternativos».
—No sé qué te habrán dicho, pero el vicegobernador está muy preocupado —continuó Taggart—. Cuando se sepa que han asesinado a un funcionario británico de alto rango, nada menos que a uno de sus principales asesores, corremos el riesgo de que la situación estalle en cualquier momento. Los revolucionarios aprovecharán la ocasión al máximo, y a saber qué harán cuando se envalentonen... Los datos ya me los ha proporcionado Digby, así que te pido a ti una valoración de los hechos.
No había gran cosa que explicar.
—La investigación aún no ha pasado de la fase inicial, señor —dije—, pero estoy de acuerdo con el subinspector Digby en que parece una acción política.
El comisario se frotó la barbilla.
—¿Testigos?
—De momento no, pero estamos siguiendo algunas pistas.
—¿Qué propones que hagamos?
—Lo habitual —contesté—. Empezaremos buscando huellas dactilares en el lugar del crimen. Hablaremos con los testigos, y después con conocidos de la víctima. Quiero saber más de MacAuley: dónde fue visto por última vez, qué hacía anoche en la Ciudad Negra vestido como para ir a la ópera... También me gustaría hablar con su superior, el vicegobernador.
Digby resopló por la nariz.
—Eso no será fácil, Sam. —El comisario suspiró—. El vicegobernador y su equipo se están preparando para viajar en barco a Darjeeling dentro de menos de dos semanas. Puede que nos cueste hacerle un hueco en su agenda, pero déjalo en mis manos. Ante una situación tan delicada tal vez pueda dedicarle un cuarto de hora. Mientras tanto, te aconsejo que sondees otras vías.
—En ese caso, empezaremos por el secretario de MacAuley, si es que tenía.
—Seguro que sí —comentó Digby—. Algún chupatintas de Writers, me imagino.
—De acuerdo, Sam, pues adelante —dijo el comisario—, y mantenme informado. Digby, usted hable con sus hombres de la Ciudad Negra, a ver si se han enterado de algo. No escatimemos ni un solo esfuerzo, señores.
—Muy bien, señor —contesté.
—Ah, sí, una cosa más —dijo el comisario, volviéndose hacia Surrender-not—. Sargento, ¿cómo se llama?
—Banerjee, señor —contestó el sargento, y luego me miró—. Surrender-not Banerjee.
Salí de la oficina con Digby y Surrender-not detrás de mí, pensando en la conversación que acabábamos de mantener con el comisario. Había algo que no me cuadraba.
—¿Cómo lo ve? —le pregunté a Digby.
—Parece que nos ha caído lo que se dice una «patata caliente», compañero.
No me pareció un análisis muy profundo.
—Empiece hablando con sus informadores y averigüe qué saben.
Abrió los ojos como si fuera a decir algo, pero se lo repensó.
—¿Se le ocurre una idea mejor? —pregunté.
—En absoluto, compañero. —Sonrió—. Aquí el que ha estado en Scotland Yard es usted. Hagámoslo a su manera.
Me despedí de él y vi que se alejaba a grandes pasos hacia su despacho. Luego encargué a Banerjee que fuera a ver si había alguna novedad relacionada con el escenario del crimen. El sargento se llevó la mano a la sien y se dirigió hacia el «foso», la sala donde se sentaban los nativos del cuerpo. Yo necesitaba espacio para pensar.
Salí del edificio y puse rumbo al patio situado entre el bloque principal y un anexo reservado a las caballerizas, el garaje y algunos departamentos de administración. Era donde estaba el «jardín» de la Policía Imperial: un poco de césped, unos cuantos bancos de madera, parterres con flores y un puñado de árboles raquíticos. Mucho nombre para cuatro arbustos, pero no dejaba de ser un jardín, que era lo único que yo pedía.
Los jardines me traían recuerdos de tiempos más felices. Pasé tres años sentado en las trincheras, rememorando los paseos con Sarah por los parques de Londres; soñaba con volver a estar con ella, para contemplar las flores y la hierba, nada más, y aunque ese sueño ya hubiera muerto, los jardines seguían proporcionándome alegría. Por algo soy inglés.
Me senté en un banco a ordenar las ideas. El comisario nos había hecho venir desde el escenario del crimen sólo para concienciarnos de la importancia del caso, lo cual ya era raro de por sí, como interrumpir a un cirujano durante una operación para recalcarle lo necesario que es salvar la vida del paciente.
Pero eso no era lo único que me quitaba el sueño. ¿Cómo se habían enterado tan deprisa del asesinato los hombres del vicegobernador? Eran ya las siete aproximadamente cuando el peon había encontrado el cadáver. Debía de haber tardado unos quince minutos en llegar al thana más cercano y dar la alarma. Entre que se presentaban los policías locales y comprobaban que el peon no estaba mal de la cabeza, sino que había realmente un sahib muerto con esmoquin y corbata en medio de una cloaca, y con un ojo fuera, debían de haberse hecho ya las siete y media. Cuando llegamos nosotros eran casi las ocho y media, y Digby tardó otro cuarto de hora en identificar el cadáver. Sin embargo, tan sólo una hora después llegaba un agente para pedirnos que nos presentáramos en Lal Bazar. Partiendo de la premisa de que no podía haber tardado mucho menos de un cuarto de hora en acercarse en bicicleta desde el thana de la zona, se deducía que a los tres cuartos de hora de haber identificado nosotros el cadáver la oficina del vicegobernador ya estaba informada, se había puesto en contacto con el comisario y le había provocado bastante inquietud como para convocar de inmediato a los responsables de la investigación, todavía presentes en el lugar de los hechos. Era posible, pero tan verosímil como que ganara la liga el West Ham.
Sopesé las opciones: uno de los agentes del equipo de investigación trabajaba para la policía secreta del vicegobernador y les había mandado un mensaje mientras Banerjee y yo estábamos en el burdel, interrogando a la señora Bose y sus empleados. Eso sí era posible. Pese al poco tiempo que llevaba allí, ya tenía claro que los hombres de la Policía Imperial les daban mil vueltas a los de la Met, al menos en términos de corrupción.
Sin embargo, había otra opción: que los agentes del vicegobernador estuviesen al corriente del asesinato antes de que el peon encontrase el cadáver. Así se explicaría que el vicegobernador hubiera tardado tan poco tiempo en enterarse. La hipótesis, no obstante, también entrañaba preguntas: ¿seguían los agentes a MacAuley? Y en tal caso, ¿por qué no habían intervenido al ver que tenía problemas? A fin de cuentas, era un alto cargo de la administración británica. Si se quedaban de brazos cruzados durante el ataque a un burra sahib, más valía que hiciéramos todos las maletas, cerrásemos el chiringuito y les devolviéramos las llaves a los indios.
Por otra parte, también era posible que MacAuley ya fuera cadáver cuando lo habían encontrado los hombres del vicegobernador. Parecía lo más probable, pero, en ese caso, ¿por qué habían esperado a que lo encontrase alguien más, en vez de dar ellos la alarma? O ¿por qué no se lo habían llevado sin dejar rastro, lo cual habría sido aún mejor? No hubiera sido la primera muerte ilustre en silenciarse. Me acordé del caso de un embajador sudamericano al que encontramos asfixiado en una habitación de encima de un pub de Shepherd Market. Estaba desnudo, salvo por una cuerda que llevaba atada alrededor del cuello, y sonreía. Más tarde se informó de que su excelencia había fallecido en paz, durmiendo en su propia cama.
Me encontraba dando palos de ciego. Ninguna de esas posibilidades tenía mucho sentido. No se podía decir que mi primer caso en Calcuta hubiera arrancado bien. Un caso que, por lo que empezaba a verse, podía rivalizar con los más insólitos de mi carrera. La cosa iba más allá del asesinato de un blanco en un barrio de negros. Todo apuntaba a un magnicidio perpetrado por terroristas nacionales. Era mucho lo que estaba en juego.
Me vino a la cabeza el recuerdo de Sarah. ¿Qué habría pensado al verme allí, a miles de kilómetros de mi país, al frente de una investigación de semejantes características? Esperé que hubiera estado orgullosa. Cuánto la echaba de menos...
Debí de quedarme sentado un buen rato, porque sin darme cuenta el sol se había movido hasta borrar mi sombra. Sudaba a mares. Cada vez me costaba más concentrarme en el trabajo. En ese momento habría renunciado gustosamente a un mes de sueldo por una dosis de morfina o de «o», pero tenía que resolver un crimen. Además, aún no había cobrado un solo mes.
Volví con sigilo a mi despacho. Surrender-not estaba en el pasillo, en una silla, absorto en sus cavilaciones.
—Espero no molestarlo, sargento.
Se levantó para saludarme, sobresaltado, y tiró la silla. Por lo visto no tenía mucha suerte con las sillas.
—No, señor. Perdón, señor —dijo, antes de seguirme al despacho.
A juzgar por su expresión, tenía malas noticias, y no estaba seguro de si yo era de los que matan al mensajero. En eso podía estar tranquilo, más que nada porque en caso contrario me habría quedado un poco corto de subordinados.
—Desembuche, sargento.
Surrender-not se miró los pies.
—Nos han llamado desde el thana de Cossipore. Es sobre el escenario del crimen, señor: ahora lo controla el ejército.
—¿Qué? —pregunté—. Pero si es un asunto civil. ¿Qué tiene que ver con el ejército?
—Se trata de la inteligencia militar, señor, no de la policía militar —contestó él, retorciéndose las manos—. Ha ocurrido otras veces, señor. El año pasado acudimos al lugar donde se habían hecho detonar unos explosivos. Los nacionalistas habían volado la vía férrea al norte de Howrah. De repente apareció un camión militar, y en cuestión de horas nos quitaron la investigación de las manos, con la orden de que no se lo comentáramos a nadie so pena de medidas disciplinarias.
—Bueno, pues me alegro de que me lo haya dicho —contesté con sinceridad—. ¿Qué más sabe de ellos?
—Muy poco, por desgracia. La verdad es que no son cosas de las que se hable entre los de mi... rango, pero es sabido, al menos en Lal Bazar, que dentro de la inteligencia militar existe una unidad, «Sección H», creo que se llama, que informa directamente al vicegobernador. Cualquier cosa que él considere un delito político queda bajo su jurisdicción.
—¿Lo estipula alguna ley?
Sonrió, compungido.
—Lo dudo mucho, señor, pero eso carece de importancia. Se podría decir que el vicegobernador disfruta de una serie de poderes amplios y discrecionales que puede ejercer con libertad en aras del buen gobierno de los territorios de Su Majestad en la presidencia de Bengala.
—¿Me está diciendo que puede hacer lo que le dé la gana?
Sonrió, esta vez avergonzado.
—Supongo que sí, señor.
No tuve claro en qué afectaba eso a mi investigación, pero había una manera de averiguarlo. A veces, cuando uno empieza en un trabajo, es importante establecer las normas básicas lo antes posible: qué tolerará y qué no, lo que la gente llama «líneas rojas». Tengo comprobado que, al menos los primeros días, hay tantas probabilidades de que tu superior se muestre comprensivo como de que te eche la bronca, sobre todo si es él quien te ha elegido para el puesto.
Me levanté con calma y dejé al sargento donde estaba, de pie, para cruzar la puerta y subir otra vez por la escalera. Ignorando las protestas de Daniels, y su cara de sorpresa, irrumpí en el despacho de Taggart.
El comisario levantó la vista de la mesa. No parecía sorprendido.
—Sé qué vas a decir, Sam.
—¿Me han apartado de lo de MacAuley?
Me indicó tranquilamente que me sentara, mientras Daniels se nos quedaba mirando, alarmado.
—Con el mayor de mis respetos, señor, pero ¿qué narices está pasando? —pregunté—. Hace una hora me dice que no escatime esfuerzos, y ahora me entero de que la investigación la llevan otros.
Taggart se quitó las gafas y se las limpió con un pañuelo pequeño.
—Tranquilízate, Sam. —Suspiró—. Yo acabo de enterarme. Mira, la investigación aún es tuya; lo que pasa es que al vicegobernador le ha parecido que el escenario del crimen tenía que vigilarlo el ejército. Lo que menos nos conviene es que los terroristas saquen más provecho de la situación. Hay toque de queda en todo el barrio. Haré lo que pueda para que el ejército no se interponga en tu investigación.
—He de poder acceder al lugar de los hechos —dije—. Todavía no hemos encontrado el arma del crimen.
—A ver qué puedo hacer —contestó Taggart—, aunque es posible que tarde un día, o así.
En un día, o así, el lugar de los hechos no valdría ni una rupia de estaño. Cualquier elemento de interés estaría en manos de la inteligencia militar, y si se parecían en algo a sus homólogos de la Francia en guerra, era poco probable que lo compartiesen. Me empezó a subir la bilis por la garganta. Hice el esfuerzo de tragármela y, como no había mucho más que decir, me despedí y bajé de nuevo por la escalera. La investigación seguía siendo mía, al menos de momento.
En mi despacho me esperaba Surrender-not. Con las prisas de ir a pedir cuentas a Taggart se me había olvidado darle permiso para que se marchara. Tuve curiosidad por saber cuánto tiempo se habría quedado allí de no haber vuelto yo. Probablemente horas.
Ahora tenía trabajo que darle. La prioridad era proteger el cadáver de MacAuley. Suponiendo que aún lo tuviéramos.