Miércoles, 9 de abril de 1919
Al menos iba bien vestido, con corbata negra, esmoquin y demás. Puestos a que te maten, mejor morir con tus mejores galas.
El hedor me arañaba la garganta y me hacía toser. Al cabo de pocas horas sería insoportable, tanto como para provocarle arcadas incluso a un pescadero de Calcuta. Saqué un paquete de cigarrillos Capstan, encendí uno y di una calada para limpiarme los pulmones con el humo dulce. En el trópico, la muerte huele peor. La muerte y casi todo.
Lo había descubierto un peon bajito y flaco que estaba de ronda, y que casi se muere del susto, el pobre: una hora después seguía temblando. Se había topado con él en un callejón oscuro sin salida, lo que los nativos llaman un gullee: muros destartalados a los tres lados y un trozo de cielo que sólo se ve forzando mucho el cuello. Debía de tener muy buena vista, el muchacho, para haber descubierto a oscuras el cadáver... Aunque lo más probable era que se hubiera dejado guiar por el olfato.
El cuerpo estaba retorcido, medio hundido boca arriba en una cloaca al aire libre. Un tajo en la garganta, los brazos y las piernas doblados de manera antinatural, y una gran mancha de sangre marrón en la camisa blanca almidonada. En una mano le faltaba más de un dedo, y tenía una órbita vacía, indignidad final debida a los enormes e irascibles cuervos negros que en esos momentos seguían montando guardia en los tejados. Un final, en resumidas cuentas, no muy digno para un burra sahib.
En fin, cosas peores había visto yo.
Y luego estaba el mensaje, una bola de papel empapada de sangre que le habían metido en la boca como un tapón de corcho en una botella. Era un toque interesante, y para mí desconocido. Cuando crees haberlo visto todo, agradeces que aún haya asesinos con la capacidad de sorprenderte.
Se había formado un grupo de nativos, un batiburrillo de mirones, vendedores ambulantes y amas de casa que se apretujaban para alcanzar a ver algo del cadáver. La noticia había corrido como la pólvora. Siempre pasa. Los asesinatos son un buen entretenimiento en todo el mundo y aquí, en la Ciudad Negra, se podrían vender entradas para ver a un sahib muerto. Vi que Digby mandaba acordonar la zona a varios policías locales, que a su vez se liaron a gritos con la multitud, provocando en respuesta un alud de burlas e insultos en voces extranjeras. Entonces, entre maldiciones, los agentes blandieron sus lathis de bambú y procedieron a dar golpes a diestro y siniestro, hasta que la chusma se batió poco a poco en retirada.
Se me había pegado la camisa a la espalda. No eran ni las nueve y hasta en ese callejón, donde no daba el sol, hacía un calor agobiante. Me puse de rodillas al lado del cadáver y lo cacheé. En el bolsillo interior de la chaqueta del esmoquin había un bulto. Metí la mano y extraje el contenido: una cartera de piel negra, unas llaves y monedas. Metí las llaves y la calderilla en una bolsa para pruebas. Luego me fijé en el billetero, viejo, de piel blanda y gastada. En su momento debía de haber sido caro. Dentro había una foto arrugada y deslucida por el uso. Era de una mujer de menos de treinta años, a juzgar por su aspecto, vestida de un modo que sugería que la foto no era muy reciente. Le di la vuelta. En el dorso llevaba impresa la leyenda «Ferries & Sons, Sauchiehall St., Glasgow». Me la metí en el bolsillo. Por lo demás, la cartera estaba casi vacía, sin billetes ni tarjetas de visita; sólo algunos comprobantes, pero ningún detalle sobre la identidad del muerto. La cerré y, tras guardarla en la misma bolsa que los otros objetos, centré mi atención en la bola de papel que la víctima tenía metida en la boca. Tiré de ella con suavidad para no provocar ninguna alteración innecesaria en el cadáver. Salió sin resistencia. Papel de buena calidad. Pesado, como los de los hoteles de postín. Lo alisé. En un lado había tres renglones escritos a mano, con tinta negra y en escritura oriental.
Llamé a Digby, hijo esbelto y rubio del Imperio, con un gran mostacho militar y aires de haber nacido para el mando; subordinado mío, por cierto, aunque no siempre se notase. Llevaba diez años en la Policía Imperial, y a decir de él mismo, estaba avezado a tratar con los nativos. Se acercó, secándose el sudor de las palmas en la guerrera.
—Qué raro que aparezca un sahib asesinado en esta parte de la ciudad —dijo.
—Bueno, a mí un sahib asesinado me habría parecido raro en cualquier parte de Calcuta.
Se encogió de hombros.
—Pues se sorprendería, compañero.
Le di el papel.
—¿Qué me dice de esto?
Hizo ostentación de examinarlo del derecho y del revés antes de contestar.
—A mí me parece bengalí..., señor.
La última palabra la escupió, y lo entendí: nunca es fácil que te pasen por alto en los ascensos, y menos si el ascendido acaba de llegar de Londres y es nuevo en la ciudad. Lo cual, por otra parte, era problema suyo, no mío.
—¿Lo entiende? —pregunté.
—Pues claro que lo entiendo. Pone: «SE ACABARON LOS AVISOS. VA A CORRER SANGRE INGLESA POR LAS CALLES. ¡FUERA DE LA INDIA!»
Me devolvió el mensaje.
—Parece un acto terrorista —dijo—, aunque ni los terroristas suelen ir tan lejos.
Supuse que tenía razón, pero lo que quería eran hechos, no precipitarme en mis conclusiones. Y lo más importante: no me gustaba su tono.
—Quiero un registro completo de la zona —dije—. Y quiero saber quién es.
—Ah, pero si eso ya lo sé yo —contestó Digby—: se llama MacAuley, Alexander MacAuley, es un pez gordo de Writers.
—¿De dónde?
Digby puso cara de haberse tragado algo de pésimo sabor.
—Writers’ Building... señor... es la sede administrativa del gobierno de Bengala, y de gran parte del resto de la India. MacAuley es, o mejor dicho era, uno de sus capitostes, nada menos que el brazo derecho del vicegobernador. Lo cual parece reforzar la hipótesis del crimen político, ¿verdad, compañero?
—Usted proceda con la búsqueda —dije con un suspiro.
—Sí, señor —respondió él con un saludo militar.
Luego miró a su alrededor hasta fijar la vista en un sargento joven, nativo, que estaba muy atento a una ventana que daba al callejón.
—¡Sargento Banerjee! —gritó—. Venga aquí, por favor.
El indio se volvió y, después de cuadrarse, se acercó deprisa y saludó.
—Capitán Wyndham —dijo Digby—, le presento al sargento Surrender-not Banerjee. Al parecer es una de las mejores incorporaciones de los últimos tiempos a la Policía Imperial de Su Majestad, y el primer indio en situarse entre los tres mejores en las pruebas de ingreso.
—Impresionante —dije, porque lo era y porque por el tono me pareció que Digby no estaba de acuerdo.
El sargento se limitó a mostrarse cohibido.
—El sargento, y los de su clase —añadió Digby—, son fruto de la política de este gobierno de aumentar la cantidad de nativos en todos los departamentos de la administración. Que Dios nos coja confesados.
Me volví hacia Banerjee. Era un joven menudo, delgado, con rasgos agradables y una de esas caras que incluso después de los cuarenta guardan un aire adolescente, en las antípodas de la típica jeta de sabueso. Desprendía seriedad y nerviosismo a partes iguales. Su pelo negro y brillante, con la raya a un lado, muy marcada, y sus gafas redondas con montura metálica le daban un aire intelectual, más de poeta que de policía.
—Sargento —le dije—, quiero que se lleve a cabo una búsqueda de huellas dactilares.
—Por supuesto, señor —contestó con el mismo acento que si acabara de llegar de un campo de golf de Surrey. Sonaba más inglés que yo—. ¿Se le ofrece algo más, señor?
—Sí, una cosa —contesté—: ¿qué estaba mirando allí arriba?
—He visto a una mujer, señor. —Parpadeó—. Nos estaba observando.
—Banerjee, por Dios —intervino Digby, refiriéndose a la multitud con un gesto brusco del pulgar—, que aquí hay como cien personas mirándonos.
—Lo sé, señor, pero la mujer a la que me refiero estaba asustada. Al verme se ha sobresaltado y ha entrado en la casa.
—Está bien —dije—. En cuanto pongan en marcha la búsqueda de huellas, usted y yo nos acercaremos allí y trataremos de hablar con su amiga.
—No sé si es buena idea, compañero —dijo Digby—. Hay que tener presentes las costumbres de los nativos. No se toman muy bien que interroguemos a sus mujeres. Como pilles a una por banda y le empieces a hacer preguntas, se te amotinan en menos que canta un gallo. Será mejor que me lo deje a mí.
Banerjee parecía nervioso. Digby puso mala cara.
—¿Tiene algo que aportar, sargento?
—No, señor —contestó Banerjee, como pidiendo disculpas—. Lo que pasa es que dudo que se amotine nadie si entramos en esa casa.
A Digby le tembló la voz.
—¿Y por qué está tan convencido?
—Pues verá, señor —respondió Banerjee—, estoy casi seguro de que se trata de un prostíbulo.
Una hora después, Banerjee y yo nos acercamos al número 47 de Maniktollah Lane, un inmueble destartalado de dos plantas. Si algo no faltaba en la Ciudad Negra eran construcciones destartaladas: toda la zona parecía componerse de viviendas marcadas por el deterioro y el hacinamiento, rebosantes de humanidad. Digby había hecho un comentario sobre la miseria autóctona, pero, a decir verdad, de esas casas se desprendía una belleza sórdida y vibrante que recordaba a Whitechapel o Stepney.
En algún momento la casa había estado pintada de un azul alegre, luminoso, pero hacía tiempo que la pintura había perdido la batalla contra el sol implacable y los monzones. Ahora solamente quedaban rastros imprecisos, y en el gris verdoso del revoque, invadido por el moho, algunas manchas de un tono azul desteñido que atestiguaban tiempos de mayor prosperidad. Había desconchados por los que asomaba el color naranja de los ladrillos, y grietas por las que brotaban malas hierbas. En la parte superior, los restos de un balcón sobresalían como dientes rotos, con barandas de hierro invadidas por el follaje.
Unos cuantos tablones retorcidos y mal encajados hacían las veces de puerta. La pintura, también descolorida, dejaba ver el color oscuro de la madera y los efectos de la carcoma.
Banerjee levantó su lathi y golpeó con fuerza.
No se oyó nada en el interior.
Me miró.
Asentí.
Dio unos cuantos golpes más.
—¡Policía! ¡Abran!
Esta vez percibimos una voz a lo lejos.
—Aschee, aschee! ¡Un momento!
Ruido de pasos acercándose y luego de alguien manipulando un candado. La delgada puerta de madera sufrió unas cuantas sacudidas y se abrió un resquicio. Apareció ante nosotros, encorvado como un signo de interrogación, un nativo arrugado y consumido, con una mata de pelo blanco despeinado. De su frágil osamenta colgaba una piel morena y apergaminada que le daba el aspecto de un delicado pájaro enjaulado. Levantó la vista hacia Banerjee, y al sonreír le mostró su boca desdentada.
—Ha, baba, ¿qué desean?
Banerjee me miró.
—Señor, quizá sea más fácil que se lo explique yo en bengalí.
Asentí.
Banerjee dijo algo que el viejo no dio muestras de oír. El sargento lo repitió más fuerte. Esta vez, las finas cejas del anciano se juntaron en un gesto de perplejidad. Luego fue cambiando poco a poco de expresión y volvió a sonreír. Desapareció, y al cabo de un momento la puerta se abrió de par en par.
—Ashoon! —le dijo el viejo a Banerjee, y luego se dirigió a mí—. Adelante, sahib. ¡Adelante, adelante!
Nos llevó por un largo pasillo en penumbra; la temperatura era fresca y olía muy fuerte a incienso. Nuestras botas resonaban en el mármol pulido. El interior, de un buen gusto que rayaba en la opulencia, contrastaba fuertemente con el abandono del exterior. Era como cruzar una puerta de Mile End y encontrarse dentro de una casa de Mayfair.
Al llegar al final del pasillo, se detuvo y nos hizo pasar a un salón grande y bien amueblado, con elegantes sofás rococó cubiertos con unos cojines de seda orientales. En la pared del fondo, encima de un diván tapizado de terciopelo rojo, un príncipe indio a lomos de un caballo blanco y cubierto de joyas miraba estoicamente desde el interior de un marco. Del techo colgaba rígido un punkah verde del tamaño de una mesa de comedor, y el sol entraba a raudales desde un patio anexo.
El viejo desapareció sin hacer ruido, no sin antes indicarnos que esperásemos.
De otra habitación llegaba el tictac de un reloj. Agradecí el momento de respiro. Llevaba una semana en la ciudad, pero aún tenía la impresión de que no me había aclimatado del todo. No era sólo el calor, había algo más, algo amorfo e indefinible, un nerviosismo que se manifestaba detrás de la cabeza y en una sensación de náusea en la boca del estómago. Parecía que la misma Calcuta estuviera pasándome factura.
Al cabo de pocos minutos se abrió la puerta y entró una mujer india de mediana edad, seguida por el viejo como una fiel mascota. Banerjee y yo nos levantamos. Para su edad era guapa. Seguro que veinte años antes se la había considerado una belleza: formas generosas, piel color café y ojos marrones con unos toques de kohl. Llevaba el pelo en dos crenchas y firmemente recogido en un moño. En la frente tenía una mancha roja. Su atuendo consistía en un sari de seda de color verde intenso, con los bordes adornados con unos pájaros dorados, y debajo una blusa también de seda verde que le dejaba el vientre al aire. Aparte de los brazaletes dorados en los brazos, llevaba en la garganta un suntuoso collar de oro con pequeñas gemas verdes.
—Namaskar, caballeros —dijo, juntando las manos en un saludo que hizo que los brazaletes tintinearan con suavidad—. Siéntense, por favor.
Le lancé a Banerjee una mirada inquisitiva. ¿Era la mujer de la ventana? Negó con la cabeza.
Se presentó como la dueña de la casa, la señora Bose.
—Me ha dicho mi criado que desean hacerme unas preguntas.
Se acercó al diván, en el que se reclinó con elegancia. Justo entonces empezó a moverse el punkah del techo, provocando unas ráfagas de brisa muy agradables. La señora Bose apretó un pequeño pulsador de latón que había en la pared. En la puerta apareció silenciosamente una criada.
—Tomarán un poco de té, ¿verdad? —preguntó la señora Bose.
Se volvió para dar la orden pertinente a la muchacha, sin esperar nuestra respuesta.
—Meena, cha.
La criada se fue tan silenciosamente como había llegado.
—Bueno —dijo la señora Bose—, ¿en qué puedo ayudarlos, señores?
—Soy el capitán Wyndham —le contesté—, y él es el sargento Banerjee. Supongo que estará informada del incidente que ha tenido lugar en el callejón de aquí al lado.
Sonrió con educación.
—Con el ruido que hacen sus hombres, me imagino que del «incidente», como dice usted, ya estará informado todo el para. ¿Sería mucho pedir que me aclarase lo que ha ocurrido?
—Han asesinado a un hombre.
—¿«Asesinado»? —repitió sin inmutarse—. Qué noticia tan estremecedora...
Yo había visto a más de una inglesa pedir sus sales por el mero hecho de oír hablar de un asesinato. La señora Bose, por lo visto, era de una pasta más fuerte.
—Me perdonarán, señores —continuó—, pero en esta parte de la ciudad se mata a gente a diario, y no recuerdo que ninguna de esas veces la mitad del Departamento de Policía de Calcuta se haya presentado para cerrar una calle. También me resulta novedoso que un oficial inglés se interese en un caso de por aquí. Normalmente, al infeliz se lo llevan al depósito, y no se vuelve a hablar del asunto. ¿A qué viene tanto alboroto esta vez?
El «alboroto» se debía a que la víctima era un inglés, aunque intuí que la señora Bose ya lo sabía.
—Necesito hacerle una pregunta, señora: ¿esta noche ha visto u oído algo impropio en el callejón?
Negó con la cabeza.
—En ese callejón oigo cosas impropias cada noche: peleas de borrachos, aullidos de perros... Ahora bien, si lo que me pregunta es si he oído que asesinaban a un hombre, la respuesta es «no».
Me extrañó el énfasis de su respuesta. Sabía por experiencia que las mujeres de clase media y mediana edad solían mostrarse muy entusiasmadas por colaborar en la investigación de un crimen. Daba emoción a sus vidas. En sus ansias por prestar ayuda, algunas extremaban tanto el celo que no tenían reparos en contar cotilleos o hablar de oídas como si citasen la Biblia. La conducta de la señora Bose no parecía normal en una mujer a la que acababan de informar de un asesinato perpetrado a tres metros de su casa. Sospeché que escondía algo, lo cual no significaba necesariamente que guardara relación con el homicidio: en los últimos tiempos, las autoridades habían prohibido tantas cosas que cabía la posibilidad de que estuviese encubriendo algo del todo distinto.
—¿Se ha celebrado en el barrio alguna reunión que pueda considerarse de naturaleza sediciosa? —pregunté.
Me miró como a un niño un poco lento de mollera.
—Es muy posible, capitán; estamos en Calcuta, una ciudad de un millón de bengalíes sin nada mejor que hacer que hablar de la revolución. La capital fue trasladada a Delhi precisamente por eso, ¿no? Es mejor achicharrarse en medio del desierto, rodeado de sumisos punyabíes, que tener que aguantar a estos agitadores bengalíes tan «peligrosos». Que tampoco es que hagan nada aparte de hablar, pero bueno... En fin, para contestar a su pregunta: no, no me consta que se haya celebrado ninguna reunión que pueda considerarse de naturaleza sediciosa. Nada que pudiera infringir los artículos de sus queridas leyes Rowlatt.
Las leyes Rowlatt. Llevaban vigentes sólo un mes, y nos permitían encarcelar a todo sospechoso de terrorismo o de actividades revolucionarias. Hasta dos años podíamos retener a alguien sin juzgarlo... Desde la perspectiva policial, todo eran facilidades. Los indios, sin embargo, estaban indignados y no sería yo quien se lo reprochase; a fin de cuentas, acabábamos de librar una guerra en nombre de la libertad y de pronto nos dedicábamos a detener a gente sin orden judicial y a encerrarla por cualquier cosa que nos pareciera sediciosa, desde una reunión no autorizada hasta mirar mal a un inglés.
La mujer se levantó.
—Lo siento, señores, pero la verdad es que no puedo ayudarlos.
Había llegado el momento de cambiar de táctica.
—Quizá se lo quiera repensar, señora Bose —dije—. El sargento ha expresado ciertas sospechas sobre el tipo de establecimiento que regenta usted. Huelga decir que yo, personalmente, creo que se equivoca, pero en media hora podría tener aquí a diez agentes de la División Antivicio para dirimir quién de los dos está en lo cierto. Me imagino que lo pondrían todo patas arriba, y es posible que se la llevasen a usted a Lal Bazar para interrogarla. Incluso podrían invitarla a pasar una o dos noches en la celda, a discreción del virrey, como quien dice... O bien podría usted brindarse a colaborar.
La señora Bose me miró y sonrió. Me sorprendió no verla intimidada. Lo que sí hizo fue medir bien sus palabras.
—Capitán Wyndham, creo que ha habido un... malentendido. Tendré mucho gusto en ayudarlos en todo lo que pueda. Ahora bien, le digo con total sinceridad que esta noche no he visto ni oído nada impropio.
—En tal caso —dije—, no le importará que se lo preguntemos a los otros ocupantes de la casa.
Se abrió la puerta y entró la criada con una bandeja de plata que contenía toda la parafernalia asociada a la preparación del té de clase media. La dejó en una mesita de caoba, junto a la señora de la casa, y se marchó.
Levantando la tetera, y un elegante colador de plata, la señora Bose procedió a servir tres tazas.
—No faltaba más, capitán —contestó finalmente—. Puede hablar con quien desee.
Volvió a apretar el pulsador de latón de la pared y la criada regresó. Tras intercambiar unas palabras en una lengua distinta, se fue de nuevo.
La señora Bose se volvió hacia mí.
—Por cierto, capitán, se nota que lleva poco tiempo en la India. ¿Cuándo ha llegado?
—No era consciente de que se me notase tanto.
Sonrió.
—Bastante, bastante. En primer lugar, su tez muestra un interesante tono rosado que parece indicar que aún no ha aprendido lo más importante de vivir aquí: nunca hay que salir a la calle entre el mediodía y las cuatro de la tarde. En segundo lugar, aún no ha adquirido ese aire arrogante que muestran sus compatriotas cuando tratan con los indios.
—Siento decepcionarla —dije.
—No lo sienta —contestó ella sin darle importancia—. Seguro que es sólo cuestión de tiempo.
No pude contestar porque la puerta se abrió justo entonces y cuatro jóvenes esbeltas aparecieron seguidas de la criada y el viejo que nos había hecho entrar. Las cuatro chicas estaban desarregladas, como si acabaran de despertarlas. A diferencia de la señora Bose, ninguna llevaba maquillaje, pero poseían una belleza natural. Las cuatro vestían un sencillo sari de algodón en distintos colores pastel.
—Permítame que haga las presentaciones, capitán Wyndham —dijo la señora Bose, y señaló al anciano—. A Ratan ya lo conoce. A Meena, mi criada, también, naturalmente. Las demás son Saraswati, Lakshmi, Devi y Sita.
Al oír sus nombres, fueron uniendo las yemas de los dedos a guisa de saludo. Se las veía nerviosas, como era de prever. También la mayoría de las prostitutas jóvenes de Londres —aunque no todas ellas, ni mucho menos— se ponían nerviosas cuando las interrogaba un representante de las fuerzas del orden.
—En mi casa no todo el mundo habla inglés —añadió la señora Bose—. ¿Le importa que traduzca sus preguntas al hindi?
—¿Por qué al hindi y no al bengalí? —pregunté.
—Porque si bien Calcuta es la capital de Bengala, capitán, aquí vive mucha gente que no es bengalí. Sita, por ejemplo, es de Orissa, y Lakshmi de Bihar. Digamos que el hindi es la lengua franca.
A la señora Bose pareció hacerle gracia la expresión y sonrió. Luego señaló a Banerjee.
—Me imagino que el sargento hablará hindi.
Lo miré.
—Mi hindi está bastante oxidado, señor —contestó él—, pero es pasable.
—Muy bien, señora Bose —dije—, pues hágame el favor de preguntarles si esta noche han visto u oído algún altercado en el callejón.
La señora Bose hizo lo que le pedí. El viejo puso cara de no haberlo oído, así que se lo repitió. Miré a Banerjee, que no apartaba la vista de Devi.
—Nahin —repitieron las cuatro, una tras otra.
No me las creí.
—¿Siete personas en casa toda la noche, y nadie vio ni oyó nada?
—Eso parece —dijo la señora Bose.
Fui mirándolos uno por uno. Ratan, el viejo, debía de estar demasiado sordo para haber oído algo; no así Meena, la criada, pero de su lenguaje corporal no parecía deducirse que escondiese nada. La señora Bose era demasiado inteligente para cometer una indiscreción. Las mujeres de su profesión aprenden enseguida a manejárselas con las indagaciones incómodas de la policía. En cambio, las cuatro chicas... Debían de haber pasado casi toda la noche despiertas, con clientes. Era posible que alguna hubiera visto algo, en cuyo caso no serían tan hábiles a la hora de ocultármelo como la señora Bose.
Me volví hacia Banerjee.
—Sargento, por favor, repita la pregunta a cada una de las cuatro muchachas.
Observé a las chicas mientras respondían. Tanto Saraswati como Lakshmi contestaron «Nahin». Devi titubeó un segundó y apartó la vista, pero al final también respondió «Nahin». Con el titubeo me bastó.
Banerjee procedió a hacerle la pregunta a la última joven, que respondió lo mismo. No reconocí ninguna señal de que mintiera. Con quien teníamos que hablar era con Devi, pero no en ese momento, ni allí, sino a solas.
—Es una pena, pero por lo visto no podemos ayudarlo, capitán —dijo la señora Bose.
—Eso parece —contesté, levantándome del sofá.
Banerjee siguió mi ejemplo. La señora Bose no dejó traslucir ningún alivio: serena como un loto en la superficie de un lago. Hice un último intento de ponerla nerviosa.
—¿Me permite una pregunta más?
—Por descontado, capitán.
—¿Dónde está el señor Bose?
Sonrió con picardía.
—Pero capitán... Seguro que usted sabe que a veces en mi profesión es necesario cultivar cierta imagen de respetabilidad. Y a mi parecer, un esposo, aunque nunca esté presente, ayuda a suavizar algunos pequeños problemas de la vida.
Salimos de la casa, exponiéndonos de nuevo a un calor de justicia. El cadáver seguía en el mismo sitio, tapado con una lona sucia. A esas horas ya deberían habérselo llevado. Busqué a Digby, pero no lo encontré.
El callejón era un horno, algo al parecer poco disuasorio para la multitud, que no había sino aumentado, apretujada bajo unos grandes paraguas negros. Se ve que en Calcuta es habitual llevar paraguas, pero no tanto por la lluvia como por el sol. Tomé nota mentalmente de seguir el consejo de la señora Bose y no salir a la calle a mediodía.
A lo lejos se oía una sirena. Una ambulancia verde aceituna se abrió paso hacia nosotros entre la multitud que atestaba la estrecha vía pública. Delante iba un policía en bicicleta, gritándole a la gente que se apartara. Al llegar al cordón se apeó, apoyó la bicicleta en la pared, se acercó rápidamente a mí y me saludó.
—¿El capitán Wyndham?
Asentí.
—Le traigo un mensaje, señor. El comisario Taggart desea verlo cuanto antes.
Lord Charles Taggart, comisario de la policía. Por él estaba yo en Bengala.
Le di las gracias al agente, que volvió a su bicicleta. La ambulancia ya se había detenido en el cordón, y de ella habían salido dos ordenanzas indios que, tras hablar con Banerjee, cargaron el cadáver en una camilla y lo introdujeron en el vehículo.
Volví a buscar a Digby, pero al no encontrarlo le pedí a Banerjee que regresara conmigo al coche estacionado en la bocacalle. El chófer, un sij alto con turbante, nos saludó y nos abrió la puerta trasera.
Circulamos por las calles estrechas y congestionadas de la Ciudad Negra al compás de los bocinazos del chófer, que iba amenazando a gritos a los peatones, los rickshaws y los carros de bueyes que encontraba en su camino. Me volví hacia Banerjee.
—¿Cómo ha sabido que la casa era un burdel, sargento?
Banerjee sonrió, cohibido.
—He preguntado a unos cuantos vecinos por los edificios más cercanos, y una mujer se ha mostrado encantada de entrar en detalles sobre el número cuarenta y siete.
—¿Y nuestra amiga, la señora Bose? ¿Qué le ha parecido?
—Interesante, señor. No muy admiradora de los británicos, en todo caso.
Eso era cierto, pero no quería decir que fuese cómplice de nada. A fin de cuentas, era una empresaria, y la experiencia me había enseñado que a los empresarios no les interesa la política. A menos que ésta haga aumentar sus beneficios, claro.
—¿Y la mujer a quien ha visto usted en la ventana?
—Era la que nos ha presentado como Devi.
—¿No cree que sea su verdadero nombre?
—Podría ser, señor, pero devi significa «diosa», y las otras tres llevaban nombres de diosas hindúes. Me parece mucha coincidencia. Además, tengo entendido que es normal que ese tipo de chicas usen apodos para trabajar.
—Tiene razón, sargento —dije, y añadí en un tono más mordaz—: Lo felicito por su conocimiento en prostitutas.
Al joven se le pusieron rojas las orejas.
—Bueno —continué—, ¿y usted diría que la chica ha visto algo?
—Lo ha negado, señor.
—Ya, pero ¿a usted qué le parece?
—Que miente, y si me permite que se lo diga, señor, creo que a usted también. Lo que no entiendo es que no haya seguido interrogándola.
—Paciencia, sargento —dije—. Hay un momento y un lugar para todo.
Ya estábamos en la carretera de Chitpore, en las afueras de la Ciudad Blanca: anchas avenidas bordeadas por unas mansiones imponentes, las residencias de los grandes magnates del comercio, enriquecidos mercadeando cualquier cosa, desde algodón hasta opio.
—Qué nombre tan curioso, «Surrender-not»... Así que nunca se rinde, ¿eh? —bromeé.
—No es mi verdadero nombre, señor —contestó Banerjee—. En realidad me llamo Surendranath, uno de los apelativos del señor Indra, rey de los dioses. Por desgracia, al subinspector Digby se le hizo demasiado difícil pronunciarlo y me bautizó como «Surrender-not».
—¿Y a usted qué le parece, sargento?
Banerjee cambió de postura, nervioso.
—Peores cosas me han llamado, señor. Teniendo en cuenta la incapacidad congénita de muchos de sus compatriotas para pronunciar cualquier nombre extranjero de más de una sílaba, «Surrender-not» no está demasiado mal.
Estuvimos un rato sin decirnos nada, pero al final se me hizo incómodo, y, además, tenía ganas de conocer mejor a aquel joven, el primer indio «de verdad» que trataba desde que había llegado al país, con la salvedad de los criados y los funcionarios de a pie, así que empecé a preguntarle por su vida.
—Pasé la niñez en Shyambazar —explicó—. Después me fui a Inglaterra, al internado y la universidad.
Su padre era un abogado de Calcuta que había mandado a sus tres hijos a estudiar a Inglaterra, primero en Harrow y después en Oxbridge. Banerjee era el menor. Uno de sus hermanos mayores se había dedicado al derecho, como su padre, y estaba colegiado en Lincoln’s Inn. El otro era médico, y bastante renombrado. En cuanto a Banerjee, su padre había querido que hiciese carrera en el Indian Civil Service, el mítico ics, pero por mucho prestigio que eso pudiera comportar, al joven no le apetecía pasarse la vida entre papeles, así que había decidido ingresar en la policía.
—¿Y a su padre qué le pareció? —pregunté.
—Sigue sin estar muy contento —contestó él—. Mi padre apoya el movimiento por el autogobierno, y le parece que al trabajar en la Policía Imperial colaboro con los británicos en la humillación de mi propio pueblo.
—¿Y usted cómo lo ve?
Banerjee pensó un poco antes de hablar.
—Yo, señor, veo muy posible que algún día alcancemos el autogobierno, o que los británicos se vayan del todo, pero dudo mucho que lo uno o lo otro constituyan el preludio de una época de paz y armonía entre todos mis compatriotas, más allá de lo que piense el señor Gandhi. En la India seguirá habiendo asesinatos. Si ustedes se llegan a marchar, señor, los indios tendremos que poder desempeñar los cargos que dejen vacantes en cualquier ámbito, incluido el de las fuerzas del orden.
No era exactamente la rotunda adhesión al Imperio que me esperaba de un policía. Como ingleses, tendemos a partir de la premisa de que los nativos están con nosotros o en contra de nosotros, y que los que trabajan para la Policía Imperial figuran obligatoriamente entre los más leales. Por algo son uno de los pilares del sistema. Me impactó que como mínimo uno de ellos se mostrase ambiguo.
Debo confesar que mi primera semana en Calcuta había estado marcada por la desazón. No era mi primer contacto con los indios. De hecho, había luchado junto a algunos en la guerra. Aún conservaba en la memoria el contraataque suicida de Ypres en 1915, ordenado por nuestros generales en un triste villorrio llamado Langemarck. Los cipayos de la Tercera División de Lahore, en su mayoría sijs y pastunes, habían cargado sin ninguna esperanza de éxito, y habían caído todos sin tan siquiera vislumbrar las posiciones de los alemanes. Habían muerto como unos valientes. Ahora aquí, en Calcuta, resultaba alarmante ver cómo tratábamos a sus parientes en su propia tierra.
—¿Y usted, señor? —preguntó Banerjee—. ¿Qué lo ha traído a Calcuta?
Me quedé callado.
¿Qué podía decirle?
¿Que había sobrevivido a una guerra que se había llevado a mi hermano y a mis amigos? ¿Que cuando caí herido y me repatriaron me enteré en el hospital donde convalecía de que mi mujer había muerto de gripe? ¿Que estaba cansado de una Inglaterra en la que ya no creía? Se habría considerado de mal tono contarle algo así a un nativo, así que contesté lo que contestaba siempre.
—Estaba harto de la lluvia, sargento.