La parte trasera de la ambulancia no tenía ventanillas. Dentro, en una camilla, estaba Sen con los ojos cerrados, soltando gemidos esporádicos. Estaba muy pálido, pero su respiración era ahora menos entrecortada. Mejor. Habría sido una lástima que muriese sin habernos dado la oportunidad de ahorcarlo.
Un camillero indio lo atendía en silencio, en mi opinión con demasiada delicadeza. Procuré no molestar, mientras me sujetaba el brazo herido. Estaba mareado. Debía de ser por la pérdida de sangre y la falta de alimento. En ese momento incluso habría agradecido uno de los platos de la señora Tebbit, aunque no tanto como una dosis de opio...
A partir de cierto momento ya no supe por dónde íbamos. Hasta que al rato noté las sacudidas rítmicas que indicaban que estábamos volviendo a cruzar el río Hugli.
Llegamos al hospital universitario a las diez pasadas. Debían de estar sobre aviso, porque nos esperaba un grupo bastante nutrido, que incluía a media docena de personal médico y un destacamento armado de la policía. Dos camilleros nativos con camisa y pantalones blancos impolutos depositaron suavemente a Sen en una camilla. Un médico blanco se apresuró a tomarle el pulso, le separó los párpados con el pulgar y el índice y enfocó una luz en cada uno de sus ojos, mientras una enfermera con un sujetapapeles anotaba sus observaciones.
El médico se volvió y me tendió una mano. Fuera por la pérdida de sangre, o por alguna otra razón, no entendí lo que quería. ¿Tenía que pagarle? ¿Era la costumbre? Metí una mano en el bolsillo y saqué un billete de diez rupias empapado y amazacotado por el agua del canal. Se lo tendí con cara de disculpa.
Me miró como si yo fuera idiota.
—La llave —dijo con voz enérgica—. Sigue esposado al paciente. Le sugiero que me dé la llave para quitarle las esposas, salvo que pretenda acompañarlo al quirófano.
Obedecí. Abrió las esposas con destreza y le liberó la muñeca a Sen. A continuación me las devolvió junto con los restos del billete de diez rupias. El equipo médico se hizo cargo del herido enseguida; una bandada de batas blancas se llevó la camilla, seguida por los guardias. En un instante, cuando la comitiva desapareció en el interior del hospital, me vi solo. La euforia de la persecución y la captura de Sen habían tardado poco en disiparse, dejándome mojado y ensangrentado. Como bienvenida a un héroe dejaba bastante que desear.
Miré a mi alrededor. El camillero de la ambulancia fumaba apoyado en la pared del hospital. Al ver que me acercaba, me lanzó una mirada hosca.
—Necesito que me curen el brazo.
Apagó el cigarrillo y tiró la colilla al suelo.
—Acompáñeme, sahib.
Cruzamos las puertas de vaivén de la recepción del hospital y nos internamos en un pasillo en penumbra; los zapatos del camillero crujían en el suelo de baldosas. El olor a desinfectante era tan fuerte que me raspaba la garganta. Lo habían usado a manos llenas, como un cura rociando agua bendita para ahuyentar la enfermedad.
Accedimos a un pasadizo estrecho con una hilera de sillas de madera muy gastadas en un lado. El camillero me dijo que esperase mientras iba en busca de un médico. Unos minutos después volvió acompañado de un indio de mediana edad con bata blanca, que se presentó como el doctor Rao. Medía casi un metro ochenta —una altura considerable para un indio—, y llevaba la cabeza completamente afeitada, como un huevo.
—Venga, por favor —dijo, señalando el fondo del pasillo.
Entramos en una de las salas. Hasta ahí llegaba el hedor de los productos químicos. Encendió la luz, que bañó una pequeña consulta sin ventanas, poco más que un armario con pretensiones.
Me senté en un banco acolchado, mientras él me quitaba el vendaje improvisado que me habían puesto los camilleros en Kona.
—¿Puede quitarse la chaqueta?
Me costó un poco. Aún estaba empapada y parecía que pesase una tonelada. Sacó un escalpelo y me cortó la manga, impregnada de sangre.
—Así será más fácil —dijo—. Quítese el resto, por favor.
Tras un somero examen de la herida, me llevó a una pila en el rincón más apartado y la lavó. Me estremecí. El agua escocía como el hielo.
El médico sonrió.
—Vamos, así actúan las mujeres, no los hombretones como usted.
Estaba claro que con esa manera de tratar a los pacientes no iban a darle ningún premio. Por otra parte, teniendo en cuenta que yo acababa de arrestar a un fugitivo muy buscado, y posiblemente de desbaratar una campaña terrorista, su comentario me pareció injusto. De todos modos, el rencor que había podido despertar en mí no duró mucho.
—Voy a darle algo para el dolor —dijo mientras me acompañaba otra vez al banco acolchado—. Túmbese, por favor.
—¿Qué es? —pregunté.
—Morfina.
Era lo mejor que me habían dicho en todo el día.
No recuerdo gran cosa más, sólo que el médico abrió con llave el armario de acero que había en una esquina de la consulta y sacó una jeringuilla. El fuerte olor del antiséptico. Y después nada.
Cuando me desperté en el banco me di cuenta de que llevaba el brazo en cabestrillo, y supuse que me habían cosido y vendado la herida. El médico estaba en su mesa, tomando nota de algo.
—Ah —dijo cuando me incorporé—, vuelve a estar con nosotros. Muy bien, muy bien.
Se acercó y me tendió un tubo de pomada.
—Cuando se bañe, quítese la venda. Luego se pone esta crema y se vuelve a vendar la herida. Yo creo que en un día, más o menos, ya podrá prescindir del cabestrillo.
Parecía buena persona. En ese momento, incluso había ocupado el lugar de Surrender-not como mi nativo favorito. Es difícil no sentirse bien predispuesto hacia alguien que te da morfina. Era una persona amable, y si algo me había enseñado la guerra era que cuando se conocía a alguien así era de sentido común sacarle todo el partido posible, porque nunca sabes cuándo te volverás a encontrar con otro caballo regalado.
—¿Me podría dar algo para el dolor? —pregunté.
Después de pensárselo un momento, fue al armario de acero y lo abrió.
—Voy a darle unas pastillas. Dosifíquelas al máximo; nunca más de una, y sólo cuando sea estrictamente necesario. Contienen morfina. ¿Comprende lo que eso significa?
Asentí, afectando seriedad, cosa difícil cuando mi auténtico deseo era darle un abrazo.
—La morfina es muy adictiva —me advirtió.
«Sí —pensé—, como todo lo bueno.»
Le di las gracias, mientras él me ponía la chaqueta en los hombros. Luego volví a la recepción y le pregunté a la enfermera que estaba de guardia dónde podía encontrar al paciente al que habían traído con vigilancia armada. Consultó el registro y me derivó a una habitación de la primera planta.
No fue difícil encontrar la habitación de Sen: era la del gorila armado en la entrada. Al verme me hizo un saludo militar y abrió la puerta. Los jirones de mi uniforme parecieron bastarle como identificación. Sólo había una cama, rodeada de cortinas. La vigilaba otro policía, junto a Surrender-not, con el uniforme todavía mojado por el chapuzón que nos habíamos dado en el canal.
—¿Qué novedades hay, sargento?
—Acaban de traerlo del quirófano. Los médicos le han extraído metralla de la pierna y la espalda. Dicen que ha perdido mucha sangre, pero que sobrevivirá.
—¿Podemos interrogarlo?
—Mañana por la mañana, como muy pronto, dicen. Lo tendrán vigilado toda la noche, y a las ocho nos harán una valoración.
No era lo ideal.
—Vaya usted a saber qué pasará por la mañana —respondí—. Podría presentarse el coronel Dawson con varios destacamentos de la infantería ligera de Madrás y sitiar el hospital hasta hacerse con el prisionero.
Banerjee frunció el ceño.
—No creo que la infantería ligera de Madrás esté acuartelada en Calcuta, señor, ni en ningún otro sitio de Bengala —dijo—. Lo más probable es que esté en Madrás.
—Lo que quiero decir, sargento, es que antes del amanecer el coronel Dawson puede haber conseguido una orden del vicegobernador para que le entreguemos a Sen.
—Pues entonces, señor, ¿qué tal si habla con lord Taggart para que nos consiga todo el tiempo posible antes de que la Sección H nos obligue a responder?
Bien pensado. También necesitaríamos sacar a Sen de allí y llevarlo a algún sitio más seguro. En el hospital, con vigilancia o sin ella, era demasiado fácil que la Sección H se hiciera con él.
De repente, las cortinas que rodeaban la cama de Sen se abrieron y apareció un europeo larguirucho, con una bata blanca. Parecía demasiado joven para ser médico, pero, bueno, desde hacía un tiempo no había nadie que no pareciese demasiado joven o demasiado mayor. Tenía la tez amarillenta e iba bien rasurado, aunque no daba la impresión de necesitar más de un afeitado al mes. Me miró el brazo vendado con los ojos muy abiertos y después se presentó efusivamente como el doctor Bird.
—Usted debe de ser el policía que lo ha detenido.
—El capitán Wyndham —repuse, estrechándole la mano.
La tenía fofa y pegajosa. Fue como sacudir un pez.
—Encantado de conocerlo, capitán —dijo con entusiasmo.
Señaló a su paciente, tendido boca abajo detrás de la cortina.
—Por lo que me han dicho, le ha salvado la vida.
Se equivocaba. No se me podía atribuir tal cosa. Me había limitado a postergar su ejecución. Sería ahorcado. Me ocuparía personalmente de ello, siempre y cuando la Sección H me diera tiempo de formular la acusación; y si no, lo matarían ellos. En uno y otro caso era hombre muerto. Pero yo no estaba dispuesto a dejarme arrebatar al prisionero por la Sección H sin presentar batalla. Sin embargo, prefería evitar enfrentamientos, y para ello me hacía falta la ayuda involuntaria del joven doctor Bird.
—No estoy muy seguro de que esté fuera de peligro —dije.
—¿Qué? —balbuceó el médico—. Le aseguro que no corre ningún riesgo inmediato, capitán. Lo previsible es que se recupere enseguida.
—Lo que quiero decir, doctor, es que tal vez no sea seguro que esté aquí. Sus compañeros podrían intentar llevárselo.
El poco color que tenía aquel joven en la cara desapareció.
—Pero ¡si han puesto ustedes vigilancia armada! —farfulló—. ¡Aquí no intentarían nada!
—Espero que no, pero nunca se puede estar seguro. Esos hombres están desesperados, doctor, y si algo quiero evitar es un tiroteo en un hospital. Me quedaría mucho más tranquilo si nos lo llevásemos a Lal Bazar, donde podríamos protegerlo, y donde no comportaría ningún riesgo para el resto de los pacientes.
El médico, nervioso, se frotó las manos. El juramento hipocrático debía de prescribir la permanencia de Sen dentro del hospital. A fin de cuentas, Bird tenía el deber de proteger la salud de su paciente. Dicho paciente, sin embargo, era un terrorista, y su presencia ponía en peligro vidas ajenas, por no hablar de la del propio doctor. Al final, la inteligencia y el interés personal salieron ganando.
—Más o menos dentro de una hora tendría que poder movérselo —dijo—, aunque deberá ir acompañado por alguien de mi equipo, y ustedes tendrán que garantizar las instalaciones adecuadas para su recuperación.
—Todo lo que haga falta, doctor.
Una hora más tarde, Sen y yo estábamos de nuevo en la ambulancia, esta vez para realizar el corto trayecto hasta una celda del sótano de Lal Bazar. Junto a los vigilantes habría en todo momento un doctor indio que controlaría al preso cada media hora. Cuando tuve a Sen a buen recaudo, y quedé satisfecho con las medidas de seguridad, me decidí a volver a la casa de huéspedes.
En el momento en que el chófer de la policía me dejó en la entrada, mi reloj daba la una y media, o sea, que probablemente eran las cuatro pasadas. Dentro de la casa no había luz. El ruido del motor del coche no despertó a ninguno de los inquilinos, aunque sí a los wallahs de la plaza. Salman empezó a levantarse de su estera, hasta que le indiqué por señas que volviera a dormirse.
Una vez dentro, cerré la puerta con llave sin hacer ruido y subí. Me despojé a oscuras de los restos de mi uniforme mojado, que cayeron al suelo y allí se quedaron. Con el brazo ileso me serví una buena cantidad de whisky, que me tomé solo. Me lo merecía. El brazo volvía a dolerme. Me planteé tomar una segunda copa para mitigar el dolor, pero luego recordé que tenía algo mejor, así que saqué el pequeño frasco de pastillas que me había dado el doctor Rao, desenrosqué la tapa y dando unos golpes suaves se desprendieron dos discos blancos, que parecían de tiza. Se me ocurrió tomarme los dos, pero al final me lo pensé mejor y volví a meter uno en el frasco. En total sólo había cinco. El médico me había racionado adrede el suministro. Poseían un valor incalculable, y tendría que hacerlas durar lo máximo posible, hasta que encontrara otra fuente, o algo mejor: hasta que consiguiera una receta periódica. Me metí la pastilla en la boca y me la tragué con lo que quedaba de whisky.