VEINTICINCO

Orfanatos los hay de múltiples formas y tamaños, pero siempre son sórdidos. Ése era un edificio descolorido por la lluvia, avejentado, con un aura de dejadez institucional. En alguna ocasión debía de haber estado pintado de rosa —los edificios deprimentes de este tipo suelen pintarse con colores vivos—, pero de eso hacía ya mucho tiempo.

Seguí a Gunn por un tramo de escaleras y un pasillo sin luz. Se oían voces de niños cercanas, detrás de puertas cerradas. Gunn abrió una y me hizo pasar a un despacho muy pequeño, con olor a moho y buenas intenciones, y vistas al jardín. Colgado en una pared, un crucifijo enorme de caoba presidía la estancia, donde apenas había espacio para el escritorio, las sillas y una estantería encajada de milagro.

Gunn rodeó la mesa y se acercó a la ventana, desde donde contempló la hierba del exterior.

—¿Reverendo?

Gunn salió de su ensimismamiento.

—Perdone.

Fue a tomar asiento al otro lado de la mesa, pero de repente se detuvo.

—Parece que nos falta una silla.

Surrender-not se ofreció para quedarse de pie, pero Gunn se negó en redondo.

—Tonterías, muchacho —dijo con un gesto del brazo—. O nos sentamos todos, o no se sienta nadie.

Se fue y volvió con una silla de colegial desvencijada. La puso en el suelo y se sentó, dejándonos las de tamaño normal a Banerjee y a mí. Era un hombre corpulento y se mecía en el exiguo asiento de un modo que me recordó a un elefante de circo balanceándose precariamente sobre una pelota de colores vivos. Lo razonable habría sido ofrecerle la sillita a Banerjee, para quien sólo era un poco pequeña, pero los religiosos a menudo tienen una veta de mártires.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarlos? —preguntó al final.

—¿Cómo conoció al señor MacAuley? —contesté.

—Ah, capitán, eso es muy largo de contar... —Juntó las yemas de los dedos y se las acercó a la boca—. Nos conocimos en Glasgow, hará cosa de unos veinticinco años, cuando éramos jóvenes. Él era oficinista en una de las compañías navieras. Lo conocí a través de Isobel, su mujer, aunque entonces aún no estaban casados. Ella era amiga mía. Muy buena moza. Nos conocíamos desde hacía años. —Hizo una pausa, sonriendo—. A mí también me gustaba, pero Isobel nunca me correspondió. Le gustaban altos, y para ella yo era un poco bajo. Un día me presentó a un nuevo pretendiente, un tal MacAuley. No tengo reparos en admitir que al principio me pareció un cretino, pero cuando lo conocí mejor llegó a inspirarme respeto, a mi pesar. Era más listo que el hambre, y un idealista.

—¿Idealista?

Gunn se puso melancólico.

—Idealista pero ateo. Siempre estaba perorando sobre los derechos de la clase obrera y citaba al pie de la letra los discursos de Keir Hardie. En Glasgow hay mucho radical, y Alec estaba en su elemento. En cuanto a Isobel... lo idolatraba. Era alto, y nada feo, por no hablar de su cerebro, claro. Él a ella la tenía en un pedestal. En menos de un año se casaron. Poco después, Isobel se quedó embarazada, y Alec se puso loco de contento. Entonces no ganaba mucho, y pasaban penurias, pero eran felices. El problema era que Alec se había apartado del Señor. Asistía a dos o tres reuniones políticas por semana, pero no encontraba tiempo para ir el domingo a la iglesia.

»Lo peor era que atacaba abiertamente a la Iglesia escocesa, acusándola de ser sólo un instrumento para que la clase obrera se mantuviera en su sitio. Yo lo conminaba a cambiar de opinión. Como dice la Biblia: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” Le dije que si seguía así, Dios se vengaría, y eso fue lo que pasó.

»Unos dos meses antes de salir de cuentas, Isobel se puso enferma. El médico le diagnosticó tifus, pero no hubo nada que hacer. Murieron los dos, ella y el bebé. Alec se quedó destrozado. Se aisló del mundo, y todo empezó a irle de mal en peor. Se aficionó a la bebida, se quedó sin trabajo y se retrasó en el alquiler. Al final lo pusieron de patitas en la calle. —Se quedó mirando por la ventana—. La cólera del Señor puede ser terrible.

Se oyó el rumor de un trueno lejano.

—Se acerca una tormenta —dijo Gunn—. A ver si hay suerte, y se lleva este calor tan agobiante.

—¿Qué le pasó a MacAuley?

—Pues, mire, capitán, Dios también puede ser misericordioso. Acogí a Alec. Con el tiempo dejó la bebida, pero ya no volvió a ser el mismo. Las muertes de Isobel y la criatura lo dejaron con el alma rota. No le interesaba la política, ni nada, la verdad. Se limitaba a quedarse sentado, pensando en sus cosas. Al final le aconsejé que se marchara de Escocia por su bien y empezara una nueva vida en otro sitio. Por aquel entonces el ics buscaba hombres solteros para ir a trabajar a Bengala. Alec se presentó, y lo aceptaron. Durante una temporada nos carteamos, pero al final perdimos el contacto. Con el tiempo también yo me fui de Escocia, para trabajar en nombre del Señor entre infieles, primero en Natal, y luego, desde hace seis meses, aquí.

—¿Y retomaron el contacto?

—Cuando descubrí que la voluntad del Señor era traerme a Bengala, escribí a un colega que se había instalado aquí, el reverendo Mitchell, y le pedí que tratara de localizar a mi viejo amigo Alec. Imagínese mi sorpresa cuando me contestó que era un gerifalte del ics... Los caminos del Señor son inescrutables. En fin, que le escribí una carta a Alec avisándolo de mi llegada, y al desembarcar en Calcuta me lo encontré esperando en el muelle.

—¿Qué impresión le dio?

Gunn sonrió.

—La misma que en los viejos tiempos —dijo—. Aunque lleváramos más de veinte años sin vernos, Alec seguía siendo el mismo cabrón ateo y recalcitrante de siempre. Me ofreció su ayuda para instalarme y ubicarme en la ciudad. Cuando le dije que el reverendo Mitchell ya me había encontrado alojamiento, me pareció que se disgustaba. Yo creo que quería enseñarme lo bien que le iba la vida. Las primeras semanas me paseó por toda Calcuta, me llevó al club ese del que era socio, y me presentó a los peces gordos, pero... —Hizo una pausa—. Fue todo un poco forzado. Se me hacía difícil verlo adulando a gente como el vicegobernador. Ése acaba en el infierno, se lo digo yo. Va por ahí como si fuera un sátrapa contemporáneo, y a Alec lo trataba como si fuera su lacayo.

—¿Y qué opina de su amigo James Buchan?

—¿Ése? —Soltó un bufido—. Es una víbora. Y de amigo de Alec nada. Los hombres como Buchan no tienen amigos de verdad. Valora a las personas por lo que pueden hacer por él. Para él no son más que artículos de compraventa, como el yute y el caucho. Lo mejor que se puede decir del señor Buchan es que no tiene demasiados prejuicios con respecto a la población autóctona. El trato que les da no es más vergonzoso que el que reciben sus obreros en Escocia.

—A nosotros nos dijo que era íntimo de MacAuley —observé—. Parecía afectado por su muerte.

Gunn torció el gesto.

—¿Y usted se lo creyó, capitán? —escupió—. ¡Él y Alec eran tan amigos como el lobo lo es del cordero! Él y el vicegobernador lo utilizaban para su provecho. La diferencia es que Buchan le ponía un poco mejor cara.

—¿Y para qué lo utilizaba Buchan?

Se pasó los dedos por el pelo.

—Eso tardé tres meses en averiguarlo, capitán.

Gunn se levantó y se acercó a la ventana. Parecía a punto de decir algo que hacía mucho que le pesaba en la conciencia. Su expresión era grave, como si fuera a administrar la extremaunción, aunque para eso debería haber sido católico, claro. Se volvió y se apoyó en el alféizar.

—Creo que lo mejor será que empiece por el principio —suspiró—. Como ya le he dicho, los primeros quince días de mi llegada a Calcuta, Alec pasó mucho tiempo conmigo. Después, en cambio, estuvimos cerca de un mes sin vernos. A mí me absorbía mucho mi trabajo, y seguro que él también estaba ocupado. De repente, una noche se presentó en mi casa sin avisar. Estaba hecho un desastre, nervioso, y decía cosas sin sentido. Mascullaba todo el rato que «habían ido demasiado lejos». Había bebido bastante. Sabe Dios cómo llegó hasta mi casa, en ese estado...

»Lo hice pasar y procuré tranquilizarlo, pero se desmayó casi enseguida, así que le preparé una cama. A la mañana siguiente, cuando estuvo sobrio, le pregunté a qué se había referido la noche anterior, pero se cerró en banda. Me dijo que eran tonterías de borracho y que no le diera más vueltas. Estaba realmente avergonzado. Antes de que se fuera le recordé que habíamos sido amigos y que mi amistad con su mujer había durado toda la vida de ella. No digo que la referencia a Isobel no fuera un golpe bajo, pero lo hice por una buena causa.

—¿Cómo reaccionó?

—De ninguna manera. Me miró un momento y luego me cogió la mano. Más o menos una semana después, se presentó para el servicio matinal del domingo, y más tarde dimos un paseo por el parque de aquí al lado. Me dijo que había estado pensando y que no se sentía orgulloso de algunas cosas que había hecho, cosas que eran una ofensa a la memoria de Isobel.

»No lo presioné. Le dije que yo no era quién para juzgarlo, y que la manera de congraciarse con la memoria de Isobel era volviendo al Señor y buscando su perdón. A partir de ahí empezó a venir más a menudo a la iglesia. No hace falta que le diga lo contento que estuve de que se incorporase a la congregación una persona prominente como él. Incluso venía a ayudarme alguna vez aquí, al orfanato. Yo tenía la impresión de que en su interior se estaba fraguando algo, y hace unas dos semanas, finalmente, lo sacó.

»Fue un martes por la noche. Alec había venido al orfanato para ayudar con la cena de los niños. Después de darles de comer, salimos a fumar al porche. Parecía pensativo. Me acuerdo de que al encenderse el cigarrillo vi que le temblaban las manos. Como me dio la sensación de que quería quitarse un peso de encima, le pregunté directamente qué lo preocupaba. Y entonces lo confesó.

Gunn hizo una pausa y miró otra vez por la ventana, dándonos la espalda. Habían empezado a caer unas gotas gruesas, que dejaban marcas en el polvo del jardín. Volví a insistir.

—¿Qué le dijo?

—Admitió que le había suministrado prostitutas al cerdo de Buchan. Cada vez que Buchan debía afianzar un acuerdo, o tenía clientes en la ciudad y quería que pasaran un buen rato, Alec le buscaba a unas cuantas cortesanas autóctonas de categoría.

—¿MacAuley le buscaba prostitutas a Buchan?

La expresión de Gunn se oscureció tanto como las nubes que cubrían el cielo.

—Eso me temo.

No le encontré ninguna lógica.

—¿Un hombre tan bien situado? ¿Por qué? Debió de negarse, ¿no?

—Yo le pregunté lo mismo —respondió Gunn con pesadumbre—, y me dijo que no era nada nuevo, que llevaba años ocurriendo, desde que él era un simple oficinista. Al principio necesitaba dinero, y sospecho que profesionalmente tampoco lo perjudicaba tener un aliado tan poderoso como Buchan. Fue Buchan quien lo ayudó a subir tan deprisa en el escalafón. Al final, Alec pensaba que no había escapatoria. Si renunciaba, perdía el apoyo de Buchan; y si confesaba, quien más tenía que perder de los dos era él. A fin de cuentas, Buchan es millonario y podría sobrevivir al escándalo, pero Alec lo habría perdido absolutamente todo: su carrera, su reputación... Todo.

—¿Y qué le hizo decidir que estaba harto?

Gunn levantó las manos.

—No lo sé. La primera noche que se presentó borracho en mi casa tuve la impresión de que había sobrepasado ciertos límites; y luego, cuando confesó, no pude evitar la sensación de que había algo más, algo muy oscuro que seguía sin contarme. Decidí no presionarlo, con la esperanza de que me lo dijera cuando se sintiese preparado. —Hizo una pausa—. Pero bueno, ahora ya no podrá ser.

—¿Le contó algo más sobre su relación con Buchan? —preguntó Surrender-not.

—No gran cosa, aunque parecía desgarrado por dentro. Es obvio que se arrepentía de algunas cosas que había hecho para él, pero al mismo tiempo, todos esos años habían recorrido un largo camino juntos, y no podía cortar por lo sano.

Fuera, en el pasillo, sonó un timbre. Gunn miró el reloj. Empezaba a llover mucho. Flotaba en el aire el olor metálico de la tierra recién mojada. Oímos el triste reclamo de un pavo real salvaje.

—Lo siento, señores —dijo Gunn—, pero es la hora de comer de los niños. Debo ir a ayudar. ¿Les importa si seguimos más tarde?

Por primera vez desde que habíamos encontrado el cadáver de MacAuley sentía que había dado con algo, y no estaba dispuesto a poner fin a la conversación sin haberle sacado al bueno del reverendo toda la información de la que disponía. De hecho, habría estado encantado de ayudar a cocinar para los niños si a cambio Gunn me hubiera ofrecido algún otro dato útil.

—Sólo unas preguntas más, reverendo, por favor —dije—. El asesinato de su amigo es de máxima prioridad.

—Está bien —contestó—. Supongo que puedo concederles otros diez minutos... por Alec.

—Ha dicho que a MacAuley le remordía la conciencia algo más, algo que se callaba.

—Sí.

—¿Se le ocurre qué podía ser?

Tragó saliva.

—No, lo siento, aunque me apuesto lo que sea a que estaba relacionado con Buchan. ¿Por qué no se lo preguntan a él? Lo único que yo puedo decirles es que el Alec MacAuley a quien encontré aquí era un hombre muy amargado. Yo creo que se avergonzaba de la persona en la que se había convertido.

—¿En qué sentido? —pregunté.

Sonrió levemente.

—Se había convertido en un hipócrita, capitán.

Dejó que la palabra flotara en el aire antes de continuar.

—Durante su juventud había luchado sin descanso para mejorar las condiciones de vida de los más pobres, y ahora debía su posición a satisfacer los antojos de unas sanguijuelas con los bolsillos llenos. De todos modos, si algo he aprendido desde que llegué es que la India nos convierte a todos en hipócritas. El Señor, en su sabiduría, nos otorgó el dominio de estas tierras para que cumpliésemos su voluntad y condujésemos a los nativos a la fe verdadera, pero ¿qué hemos hecho nosotros? Usar ese don para nuestros perversos fines. Hemos desangrado el país, y de paso hemos llenado nuestras arcas. Hemos pecado contra el Señor, porque no le hemos servido a Él, sino a Mammón, y luego tenemos la cara dura de mentirnos a nosotros mismos diciéndonos que estamos aquí para protegerlos, no para aprovecharnos de ellos.

—Lo dice como si fuésemos de una maldad irredimible —dije.

Él negó con la cabeza.

—No, capitán; de ser así, no nos haría ninguna falta la hipocresía. Ni siquiera nos molestaríamos en intentar justificar nuestra presencia como amos y señores en casa ajena. Justamente porque buscamos la redención nos convencemos de que estamos aquí como benefactores. Pero el Señor es nuestra salvación, capitán. Él nos hizo redimibles, y nuestra conciencia nos exhorta a ponernos del lado de los ángeles. Y cuando descubrimos que no lo estamos, nos odiamos.

Leyó mi expresión.

—¿No me cree? Seame sincero, capitán: ¿a cuántos compatriotas ha conocido aquí que sean felices de verdad, aparte de los misioneros? Despotrican contra los nativos, y contra el clima, y se pasan el santo día bebiendo ginebra en sus lujosos clubes. ¿Y todo para qué? Para alimentar la ficción de que están aquí por el bien de los nativos. Es todo falso, capitán. Y más que a los indios, nos mentimos a nosotros mismos. —Señaló a Banerjee—. Los indios más formados nos ven como somos, y cuando reivindican la autonomía, fingimos no poder entender que sean tan desagradecidos.

El reverendo, que ahora tenía el rostro muy encendido, se estaba desviando hacia cuestiones que no eran de mi incumbencia y para las que no tenía tiempo. Aun así sus palabras vinieron a corroborar ciertas ideas que me habían rondado los últimos días. Le di las gracias y le dije que teníamos que marcharnos.

—Claro, claro —contestó, calmándose un poco—. Espero haberle sido de alguna ayuda. Por cierto, ¿qué ha pasado con el funeral?

—¿Cómo?

—El funeral de Alec. ¿Ya se ha celebrado?

Era una buena pregunta. El cadáver debería haber sido entregado a la familia poco después de la autopsia, pero MacAuley no tenía. Que yo supiese, seguía en un cajón del depósito de cadáveres de la facultad de Medicina.

—Si no se ha preparado nada —dijo Gunn—, me gustaría encargarme yo.

Asentí.

—Nos informaremos de la situación y ya le diremos algo.