Domingo, 13 de abril de 1919
Me desperté al amanecer sintiéndome tan bien como hacía tiempo que no me sentía. Tenía la cabeza despejada. Ya no me dolía tanto el brazo, y todo irradiaba calidez. Incluso los cuervos de fuera sonaban melodiosos. Es curioso cómo el beso de una mujer puede cambiar tu visión de las cosas.
Me quedé un poco más en la cama, saboreando el recuerdo de la noche anterior. Luego pensé en Sen, y las sensaciones agradables se esfumaron. Veinticuatro horas antes creía haber capturado al asesino de MacAuley y haber frustrado una campaña terrorista. Veinticuatro horas antes era un puto héroe. Mucha gente, incluido el vicegobernador, seguía pensando que lo era. La vida, sin embargo, al menos la mía, nunca se me había presentado tan clara. En realidad no había resuelto nada, y quedaba poco tiempo. Tenía que decidir qué era más importante: salvar la vida de un hombre inocente o encontrar a los verdaderos terroristas.
Me levanté, me bañé, me afeité, apliqué el ungüento a la herida y me la vendé. Pensé en ponerme el cabestrillo, pero al final no lo hice. El dolor había disminuido, y ahora caminaba con decisión. Si en algún momento me flaqueaban las fuerzas, siempre podía recurrir a las pastillas de morfina.
Al entrar en el comedor oí un murmullo de conversaciones. El coronel estaba levantado. Era la primera vez que lo veía a la hora de desayunar. Llevaba el cuello almidonado y corbata, y esbozaba una mueca irascible. Delante de él estaba sentada la señora Tebbit, vestida con sus mejores galas de domingo, y entre ellos Byrne y un joven que no me sonaba de nada.
—¡Aquí está! —exclamó la señora Tebbit al verme entrar, con un entusiasmo desmedido—. ¡Nuestro capitán Wyndham!
¿«Nuestro» capitán Wyndham? ¿Pensaba adoptarme o qué?
—Capitán —dijo efusivamente—, venga a sentarse a mi lado, por favor; aquí hay sitio.
Obedecí y tomé asiento entre ella y la puerta.
—Hemos leído lo que dicen de su hazaña en el periódico de esta mañana —comentó ella mostrando con orgullo un ejemplar del Statesman.
Éste era el titular de la portada:
ASESINATO DE MACAULEY:
EL TERRORISTA SEN ES CAPTURADO
—Aquí lo explican todo —intervino el coronel—. Que usted le pegó un tiro al culi ese del demonio y lo capturó. Así aprenderá, con perdón.
—Yo no le pegué un tiro a nadie, coronel —dije en tono cansino.
—Fijo que le dio una buena tunda. —Se rió—. Estoy seguro de que se lo merecía, muchacho.
Leí el artículo. En efecto, salía mi nombre.
Cuando la criada me trajo el desayuno, los residentes del Royal Belvedere prosiguieron con su interrogatorio.
—Díganos una cosa, capitán —preguntó la señora Tebbit—: ¿ya ha confesado?
—Sobre eso no puedo hablar, señora Tebbit.
—Seguro que no —añadió—. Nunca confiesan. No tienen el valor de reconocer los crímenes y enfrentarse a la justicia. Seguro que ha pedido clemencia, pero tiene que ser firme, capitán. El único idioma que entiende esta gente es el de la firmeza. Si les das la mano, se te llevan el brazo. —Miró a su marido—. Es lo que dice siempre el coronel, ¿verdad, querido?
El viejo no parecía haber oído una sola palabra.
Probé la tortilla. Estaba fría, textura como de goma, pero constituía una mejora con respecto a otros platos que ya habían salido del purgatorio que era la cocina de la señora Tebbit. Me la zampé con el fervor de un calvinista el día del Juicio Final, y después miré a Byrne, que no había dicho ni pío desde mi aparición. Quizá se le resistiese la comida, o quizá los Tebbit no lo hubieran dejado hablar.
—¿Dónde está Peters? —le pregunté.
—Volvió ayer a Lucknow —contestó, masticando algo—. Su juicio acababa el viernes. —Bebió algo de té—. Así que ha pillado al Fantasma, ¿eh, capitán? Impresionante. Con la de años que llevaba suelto...
—Cuatro años —aclaró la señora Tebbit—. Cuatro años fugado sin que consiguieran echarle el guante, y ahora nuestro capitán Wyndham lo detiene en menos de quince días. Siempre he dicho que un inglés de verdad no necesitaría mucho tiempo para dar con él. Desde que empezaron a aceptar nativos en los cargos de responsabilidad, la policía se ha ido al traste.
—Como todo —resopló el coronel.
Me terminé el desayuno y pedí permiso para retirarme.
—Faltaría más, capitán —dijo la señora Tebbit—. Lo entendemos perfectamente. Tiene trabajo. —Se volvió hacia su marido—. Qué ganas tengo de contarle al vicario que nuestro capitán Wyndham le pegó un tiro a ese maldito terrorista...
Dejé que siguieran conversando y salí a la calle. El calor era asfixiante. Se avecinaba una tormenta. Salman estaba en la esquina de la plaza, sentado con los demás wallahs. Les dirigió unas palabras a sus compañeros, levantó el rickshaw y se acercó.
—Buenos días, sahib —dijo, mirando el cielo con nerviosismo.
También debía de haber notado el cambio en el aire. Bajó el rickshaw y se tocó la frente.
Yo asentí con la cabeza y subí.
—A Lal Bazar, chalo.
Surrender-not esperaba pensativo a la entrada de mi despacho. Estaba apoyado en la pared, golpeando el suelo con su lathi.
—Buenos días, sargento —dije.
Se irguió enseguida, llevándose la mano a la frente.
—Buenos días, señor.
Me siguió al despacho, pero apenas pasó de la puerta. En la mesa esperaba otra nota amarilla. Esta vez era de Digby. Me senté a leerla. Estaba fechada la noche anterior. Digby había tramitado la entrega de Sen a la Sección H, cuyos oficiales llegarían a las nueve para tomar al preso en su custodia. Hice una bola con la nota, la tiré a la papelera y vi que rebotaba en el borde antes de caer al suelo.
—¿Va todo bien, señor? —preguntó Surrender-not.
—Estupendamente —contesté.
Al fin y al cabo era de esperar; tarde o temprano, Sen iba a terminar en manos de la Sección H, pero eso no significaba que me gustase.
—Hoy por la mañana la inteligencia militar se hará cargo de Sen —contesté—. Vamos a darle la noticia.
Bajamos al sótano. De la noche a la mañana, las celdas habían cobrado aires internacionales. Al batiburrillo de indios se había sumado un grupo variopinto de marineros de otros países, y ahora el lugar olía a vómitos y excrementos. Las celdas estaban a reventar. Al ser Calcuta una ciudad portuaria, los marineros que desembarcan no tienen nada mejor que hacer que liquidar la paga atrasada en alcohol y putas. En el suelo de piedra se hacinaban europeos, africanos y hasta unos cuantos orientales.
No obstante, Sen era un caso especial. Como político disponía de celda propia. Estaba despierto en la cama de tablones, con mejor aspecto que el día anterior. Su piel había recuperado el color. Se incorporó sobre los codos con cierta dificultad.
—Buenos días, señores —dijo, y en su cara angulosa se dibujó una sonrisa irónica—. ¿A qué debo el placer?
—Esta mañana se le pondrá en custodia de la inteligencia militar —contesté—. Parece que va a cumplir su deseo de ver Fort William.
Recibió la noticia con estoicismo.
—Tampoco tiene mucha importancia. ¿Se me acusará del asesinato del señor MacAuley?
—Oficialmente no será encausado hasta después de que hable con usted la Sección H, pero sí, de momento ése es uno de los cargos.
Me miró a los ojos.
—Comprendo, capitán.
Dejé a Banerjee con el celador para que preparara el traslado de Sen, y salí en busca de un café.
• • •
No lo encontré.
Primero me pilló por banda un peon. Por lo visto, Dawson y sus hombres habían llegado con una hora de antelación. Más allá de la opinión que me merecieran, no podía reprocharles falta de entusiasmo. Fui al vestíbulo, donde me esperaba el coronel acompañado de lo que parecía un regimiento completo de gurkhas.
—Por lo que veo no quiere correr riesgos —dije—. Le aseguro que no es tan peligroso, siempre y cuando no le deje pronunciar un discurso.
Dawson no hizo caso del comentario y me tendió unos papeles mecanografiados.
—Los documentos de traslado del preso Benoy Sen.
Hice como que los leía palabra por palabra, aunque sabía que estaba todo en orden.
—Perfecto —dije finalmente—. Sen está abajo, en el calabozo.
Llamé a un agente, y le pedí que acompañase a los hombres de Dawson.
—Disculpe, coronel, pero voy a tener que robarle unos minutos de su tiempo.
—¿Qué?
Me miró como si sospechase que quería birlarle su trofeo. Luego dio orden a sus soldados de que siguieran sin él.
—¿Qué pasa? —dijo mientras éstos se iban.
—Es por el asalto al tren del que le hablé el otro día. No creo que los culpables fueran Sen y sus hombres.
—¿Ahora le parece que fueron dacoits?
—No, pero no creo que fuese el grupo de Sen.
Se me quedó mirando como si recelase.
—Tengo una noticia que darle —anunció—. Anoche se produjo un atraco en una sucursal del Bengal Burma Bank. Un trabajo bastante sofisticado. Los culpables raptaron a la mujer del director y luego lo obligaron a abrir la caja fuerte.
—¿Cuánto se llevaron?
—Más de doscientas mil rupias.
—Suficiente para financiar una compra de armas.
—Y muchas otras cosas: instrucción, imprentas, reclutamiento... Con un clima favorable, se podría financiar hasta una revolución.
Tragué saliva al pensar en la gravedad de sus palabras. Con ese dinero en manos de los terroristas, en breve dispondrían de las armas necesarias para poner en marcha su campaña. Nuestra única esperanza era pararles los pies antes de que les llegara el cargamento, pero a juzgar por la expresión de Dawson, ni la tan alabada Sección H sabía por dónde empezar. Sin pistas, sería como buscar sombras en un cuarto a oscuras.
Sin embargo, algo estaba claro: no podía haber sido Jugantor. Era imposible que hubieran montado una operación de esa envergadura un día después de que capturaran a su líder y mataran a sus colaboradores más estrechos.
—¿Tiene idea de quién hay detrás? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Podría ser cualquiera, desde comunistas hasta nacionalistas indios. Hay donde elegir. Tranquilo, que pronto lo averiguaremos.
A pesar de todo, su tono era ambiguo.
—¿En qué puedo ayudarlos?
La pregunta pareció sentarle como un tiro.
—¿Qué? —preguntó con fastidio—. No se lo he dicho porque quiera que nos ayude, capitán; se lo he dicho para que aprenda a no meter las narices donde no lo llaman. Esto es un asunto militar. Téngalo en cuenta antes de que se le ocurra hacer alguna insensatez.
• • •
Media hora después llamó a mi puerta Surrender-not.
—¿Ya está? —pregunté.
—Sí, señor. Se han ido hace unos cinco minutos.
—Siéntese, sargento.
Le di un papel donde había escrito una lista.
· MACAULEY
· SEN
· DEVI
· SEÑORA BOSE
· BUCHAN
· STEVENS
· ASALTO AL CORREO DE DARJEELING
· ATRACO AL BENGAL BURMA BANK
—¿Cuál es la relación? —pregunté.
Surrender-not se quedó mirando atentamente el papel, y al cabo de un rato levantó la vista.
—Lo siento, señor, pero no veo ninguna.
—Lástima —contesté—. Yo tampoco. Parece que tendremos que hacer las cosas a la vieja usanza. ¿Está listo el coche?
—El chófer está abajo, esperando.
—Pues entonces en marcha —contesté.
Me levanté de la silla, cogí la chaqueta de Digby y fui hacia la puerta.
A diez kilómetros al noroeste del centro se encuentra Dum Dum, una barriada sórdida e insulsa de una parte de la ciudad donde si algo no falta son barriadas sórdidas e insulsas. El trayecto desde Lal Bazar duró una hora: primero pasamos por las bulliciosas calles de Shyambazar, después llegamos al otro lado del canal, siguiendo las vías férreas de Belgachia, y finalmente avanzamos por Jessore Road, donde unos obreros con taparrabos excavaban el nuevo camino hacia el aeródromo.
El cielo no presagiaba nada bueno. En ese sentido, era un buen reflejo de mi estado de ánimo: no había conseguido nada, y el tiempo se agotaba a gran velocidad. El atraco al Bengal Burma Bank parecía indicar que teníamos a las puertas una campaña terrorista con todas las de la ley. Mientras tanto, Sen estaba con la Sección H y el asesino de MacAuley continuaba suelto. Al mismo tiempo, tenía una extraña sensación de poder. Estaba llevando la investigación a mi manera, en vez de limitándome a perseguir fantasmas. Por eso no veía el momento de llegar a nuestro destino.
La iglesia de Saint Andrew era una capilla muy bonita, encalada, con campanario y una aguja octogonal. Estaba en un lado de un parque frondoso, a poca distancia de la cárcel central. El chófer frenó junto a la acera, llamando la atención de un grupo de golfillos que jugaba en los escalones de la iglesia. Al ver el coche se les iluminó la cara y acudieron corriendo a examinar el extraño artefacto. Surrender-not y yo nos dirigimos a la iglesia, dejando que el chófer se las arreglara solo.
Dentro, como parte del oficio dominical, se oían unas voces inglesas que se afanaban en destrozar un pobre himno. Supuse que así era en todos los bastiones del Imperio, desde Auckland hasta Vancouver: cada domingo reverberaba por el mundo entero el desolador sonido del piano o el órgano acompañando unas voces monocordes y discordantes que destrozaban las mismas canciones. Era deprimente y a la vez de un efecto extrañamente tranquilizador.
Cruzamos una puerta de madera enorme, y nos sentamos en la última hilera de bancos. Intenté acordarme de cuándo había estado por última vez en una iglesia, descontando los funerales. Probablemente fuera el día de mi boda. Se giraron para mirarnos varias cabezas, que siguieron entonando el «Adelante soldados cristianos».
Me fijé en la iglesia. A los escoceses les gustan austeras. Ventanas en forma de arco en paredes desnudas y una docena de hileras de bancos de madera a ambos lados de un pasillo central. A la izquierda, una escalerita de madera subía en espiral hacia un púlpito elevado, donde estaba el sacerdote, un auténtico toro, de cuello grueso, cara rubicunda y pelo gris. Sobre su casulla negra tenía un alzacuello y dos tiras blancas almidonadas.
Se acabó la música, y los fieles tomaron otra vez asiento. El sacerdote se inclinó en el púlpito, abrió una Biblia grande sobre un facistol y empezó a leer. Era algún pasaje del Antiguo Testamento, los tiempos en que a Dios parecía moverlo más la venganza que el perdón. La voz del sacerdote, de marcado acento escocés, resonaba como los truenos en una tormenta.
—«Le encelan con dioses extraños, le irritan con abominaciones. Sacrifican a demonios, no a Dios...»
—¿Es el que buscamos? —le susurré a Surrender-not.
—No lo sé, señor, aunque el agente del thana de la zona ha dicho que el sacerdote suele pronunciar el sermón de los domingos por la mañana.
—«Acumularé desgracias sobre ellos, agotaré en ellos mis saetas. Andarán extenuados de hambre, consumidos de fiebre y mala peste.»
Había que reconocer que a los escoceses se les daba especialmente bien la cólera de Dios. De hecho, gran parte de su clero parecía tener una fijación con el tema del infierno. ¿Sería por envidia? A fin de cuentas, en el infierno hacía mucho más calor que en Escocia.
Al finalizar la lectura, después de una pausa teatral, el sacerdote atacó el sermón. La voz sonaba como olas rompiendo en una playa y fue aumentando de volumen y haciéndose más grave, si cabía. Mientras me achicharraba de calor, me vinieron a la mente infinidad de sermones dominicales a los que había asistido en el pasado. Últimamente no le dedicaba mucho tiempo a Dios. Si Él no se había tomado la molestia de aparecer junto al lecho de mi esposa cuando ella lo necesitaba, ¿por qué tenía yo que presentarme cada domingo en su Casa?
Dejé de escuchar, pero el sentido general estaba claro: éramos seres caídos, a quienes sólo un Dios misericordioso salvaba de las llamas del infierno.
Por las ventanas no entraba ni un soplo de brisa. Con sus trajes de domingo abrochados hasta el último botón, los feligreses se estaban asando vivos. Finalmente se acabó el sermón, y una oleada de palpable alivio recorrió a los fieles cuando el ministro los exhortó a ponerse en pie y dijo:
—Marchaos en paz.
El grueso de su grey se volvió y se fue directo a la salida. Él bajó de su púlpito con la intención de despedirse. Me quedé esperando, y cuando los bancos se hubieron vaciado caminé hacia él.
—Ah, una cara nueva —dijo, esbozando una amplia sonrisa—. Siempre es un placer ver a alguien nuevo en la congregación.
Me presenté.
—Mucho gusto, muchacho —me saludó dándome la mano—. Me llamo Gunn. Espero que le haya gustado el sermón.
—Me ha impresionado.
—Me alegro, me alegro —contestó, pensativo—. Me imagino que acaban de destinarlo a Calcuta, capitán. Pues, mire, somos una iglesia pequeña, pero estoy seguro de que será muy feliz con nosotros.
Se dio cuenta de mi perplejidad.
—La congregación —explicó—. No es grande, pero siempre estamos abiertos a recibir a gente nueva.
—Lo siento, reverendo —dije—, pero he venido por trabajo.
—Ah, ya —contestó, poniéndose más serio—. Es una pena. Sangre nueva nunca nos sobra. —Hizo un gesto para referirse a Surrender-not—. Supongo que su amigo nativo no querrá unirse a nosotros, ¿verdad?
—Lo dudo.
—Ya, es lo que suele pasar con los nativos. Siempre se los quedan los católicos —dijo apesadumbrado—. Me imagino que les atrae la teatralidad del catolicismo. Bueno, y el incienso. ¿Cómo se supone que voy a salvar a almas paganas supersticiosas para la verdadera Iglesia si sólo dispongo de «Amazing Grace» y de la Biblia del rey Jacobo, mientras que los católicos se dedican a sacar de paseo los huesos de san Francisco Javier, y cada dos semanas afirman que la Virgen María ha vuelto a aparecerse?
«La verdadera Iglesia.» No supe si se refería a todos los protestantes o sólo a la Iglesia escocesa. A juzgar por su sermón, probablemente a lo segundo, en cuyo caso existía la posibilidad de que el noventa y nueve por ciento de los habitantes del cielo fueran escoceses. De repente no me pareció tan mala opción ir al infierno.
—Con su permiso, reverendo...
—Ah, sí, perdone, hijo mío. Dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Queríamos hacerle unas preguntas.
—No faltaba más. ¿Le importa si hablamos mientras caminamos? Es que me necesitan dentro de media hora en el orfanato. Queda cerca, en esta misma calle.
Yo no tenía ninguna objeción.
—Colaboro en la comida de los niños —explicó mientras daba zancadas hacia el fondo de la iglesia.
Lo seguí por un patio lleno de polvo, y un pequeño y reseco jardín con hierba amarilla y unos cuantos arbustos que habrían servido para yesca.
—Bueno, capitán, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Es sobre el señor Alexander MacAuley —contesté—. Tengo entendido que era amigo suyo.
—En efecto —afirmó, caminando deprisa—, un buen amigo.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Creo que hace unas semanas. ¿Por qué, pasa algo?
—El señor MacAuley fue asesinado hace cinco noches.
Se detuvo de golpe.
—No lo sabía. —Se quedó mirando el suelo—. Que Dios se apiade de su alma.