Volví a mi despacho, cerré con llave y me desplomé en la silla. Mientras interrogaba a Sen, el brazo me había dolido cada vez más, y hasta temí que se me nublara el juicio. Había entrado con certezas, y había salido sin estar seguro prácticamente de nada. El balance eran dos valiosas horas desperdiciadas.
Tenía que concentrarme. El poco tiempo de que disponía se me escurría entre los dedos. Palpé el frasco de tabletas de morfina que tenía en el bolsillo. Extraje dos pastillas redondas, blancas, y me las tomé a palo seco; cerré los ojos y me apoyé en el respaldo. Pasados unos minutos, el dolor empezó a disminuir, pero no debería haberme tomado dos pastillas. Había esperado eliminar todo el dolor para poder concentrarme, pero la morfina era demasiado potente. Caí en un estado de sopor.
Flotaba serenamente en el Hugli, entre palmeras y arrozales, envuelto en la calidez de un sol anaranjado. Mi mente y mi cuerpo seguían caminos distintos. Estaba en la gloria. La gente me veía pasar desde la orilla, entre ellos Sarah, joven, lozana y bella, la Sarah de nuestro primer encuentro. Me miraba en silencio con la más afectuosa de las expresiones. Quise ir con ella, pero estaba fuera de mi alcance, y no tenía control sobre mi cuerpo. Ni siquiera podía llamarla. Acabó perdiéndose de vista. Seguí flotando río abajo, dejé atrás un tren parado en la vía a medio camino de una plantación de té, y vi otras caras, las de lord Taggart y la señora Tebbit, las de Banerjee y Byrne... También la de Annie Grant, que parecía preocupada, aunque no sabía por qué. A su lado estaba Benoy Sen, con el uniforme de preso y enseñando las palmas de las manos esposadas. Intenté moverme y salir del río, pero el cuerpo se me resistía. Sen y Annie acabaron desapareciendo de mi vista mientras la corriente me arrastraba hasta una cueva. De repente, hacía más frío. Del techo caían gotas de agua. Vi a MacAuley con la corbata negra y manchas de sangre en la camisa, mirando hacia delante con un ojo vidrioso. Me volví todo lo que pude para ver qué le llamaba tanto la atención. Eran varias siluetas recortadas en la oscuridad. Intenté verlas mejor, pero no pude. La penumbra dejó paso a la negrura, y sentí que me hundía.
Estaba nadando. Buceando. Se oían unos martillazos persistentes, de origen indeterminado, y al otro lado de la superficie había una luz. Nadé hacia ella. El ruido se hizo más fuerte y definido. Cuando salí a la superficie, me encontré medio caído en mi silla. Llamaban a la puerta. Me levanté atontado, y no sin dificultad llegué a la puerta y giré la llave. Al otro lado estaba Surrender-not, a quien pareció impresionarle mi aspecto.
—Perdone, sargento —dije—, creo que me he quedado frito por la medicación que me dieron los médicos anoche.
El pobre diablo enrojeció hasta las orejas. Me tendió media docena de hojas mecanografiadas, sin apenas interlineado.
—Las notas del interrogatorio de esta mañana, señor.
Le di las gracias y volví a mi escritorio. Él se quedó en la puerta, mirándome como un alma en pena.
—¿Algo más? —pregunté.
El sargento permaneció donde estaba y se frotó nervioso la barbilla.
—Había pensado que quizá podríamos hablar usted y yo en privado del interrogatorio de esta mañana.
—¿Sin el subinspector Digby, quiere decir?
Asintió con la cabeza.
Lo invité por señas a sentarse.
Él cerró la puerta y tomó asiento en la silla del otro lado de la mesa.
—¿Qué quería decirme?
Cambió de postura.
—Es sobre el caso de MacAuley, señor. Es que tengo algunas dudas.
—¿Sobre Sen?
—¿Y si dice la verdad?
—¿Que esa noche estaba en la zona por casualidad y que después de dar el discurso volvió directamente a Kona? No tiene coartada, sargento.
—Según él, anoche matamos a su coartada.
—¿Qué esperaba que dijese?
Volvió a cambiar de postura.
—¿Y la nota, señor? ¿Por qué escribiría Sen un mensaje así?
No tenía respuesta para esa pregunta.
—Puede que Digby tenga razón, y sólo sea un truco para desorientarnos —contesté.
Se puso tenso.
—No lo creo, señor, y con el debido respeto, dudo que usted lo crea.
Que me cuestionara de ese modo me pareció una demostración de valentía, pero aun así no podía tolerarlo.
—No se extralimite, sargento —dije—. A Sen lo ahorcarán. Si no es por esto, será por una larga serie de delitos. Puede marcharse.
Me arrepentí enseguida de mi arranque de severidad, sobre todo porque Banerjee tenía razón: las pruebas con las que contábamos eran puramente circunstanciales. No había nada que relacionase a Sen directamente con el asesinato de MacAuley o el asalto al tren. Un tribunal nunca condenaría a un inglés en esas circunstancias. Según las leyes Rowlett, en cambio, bastaría con la fama de Sen para mandarlo a la horca. Eso me inquietaba. Iban a ahorcarlo por delitos que yo no estaba convencido al cien por cien de que hubiera cometido. Antes de llegar a la India, ni siquiera me habría planteado la posibilidad de contribuir a algo así, pero ahora era justo lo que iba a hacer. ¿Por qué? Porque era más fácil condenarlo que demostrar su inocencia. Porque ayudaría a consolidar mi prestigio en un nuevo trabajo. Porque vale menos la vida de un indio que la de un inglés.
Banerjee se había atrevido a señalar una serie de detalles que me incomodaban, datos contra los que debería haberse rebelado mi conciencia. ¿Y qué hacía yo? Reprenderlo. ¿Habría hecho lo mismo con un subordinado blanco? Probablemente no, y menos cuando compartía sus preocupaciones. Pero Banerjee era indio, e incluso yo, que tan poco tiempo llevaba en la India, sabía que un inglés nunca debía mostrarse indeciso ante un nativo, para que no se interpretara como una muestra de debilidad. No me lo había dicho nadie de manera explícita. Había entrado en mi conciencia como por ósmosis. Sin embargo, ¿por qué iba a ser una muestra de debilidad estar de acuerdo con Surrender-not?
De pronto lo entendí. Lo que me daba miedo no era cometer un error personal, sino la posibilidad de que lo cometiera el Estado. Nuestra justificación para gobernar la India se basaba en los principios de la justicia británica imparcial y el imperio de la ley. Si estábamos dispuestos a pervertir el curso de esa justicia ahorcando a Sen sin pruebas por el asesinato de MacAuley, nuestra justificación para mandar y nuestra superioridad moral quedarían en nada.
«Superioridad moral.» Era lo que había dicho el irlandés, Byrne, y tenía razón: nuestro dominio del país dependía de la defensa de nuestra superioridad moral, a menudo tácita, pero evidente en todo lo que hacíamos. Creíamos en ella. El Imperio era una fuerza al servicio del bien. Tenía que serlo. Si no, ¿qué hacíamos aquí? Sin embargo, si el Imperio mataba a Sen por conveniencia socavaría esa convicción. Derogaría nuestros valores más profundos, y renunciar a ellos nos convertiría en unos hipócritas. Yo había reprendido a Banerjee por poner en evidencia mi hipocresía, y en ese momento el sargento me había perdido el respeto, no sólo a mí, sino también al Imperio que representaba. El problema era que yo podía vivir sin su respeto, el Imperio no podía permitírselo.
Me encontraba en una encrucijada: aceptar las cosas como eran y dejar que ahorcaran a Sen, o bien cumplir con mi trabajo y encontrar pruebas de su culpabilidad, o descubrir al auténtico culpable. Me levanté, me eché la chaqueta de Digby sobre los hombros y salí del despacho para bajar al calabozo.
Era la hora de comer. A pesar del vago aroma a arroz hervido, el mal olor persistía en el lugar. Sen volvía a estar en su celda. Sentado en el suelo, al lado de la cama de tablones, comía de un pequeño cazo de metal abollado: arroz y un dal amarillo muy claro de lentejas. No había rastro del médico que lo atendía. Sen cogió hábilmente una pequeña porción de arroz y lentejas con la mano, y se la llevó a la boca. Al oír que el celador abría la puerta, levantó la vista, tragó el bocado y sonrió.
—Capitán Wyndham... ¿Me van a trasladar ya con sus colegas de la inteligencia militar? En tal caso, ¿le importaría esperar unos minutos, hasta que acabe de comer? Creo que el servicio de habitaciones de Fort William no es tan bueno como el de aquí.
Sonreí a mi pesar.
—Muy tranquilo lo veo, Sen, sobre todo para ser un condenado.
—¿Eso es lo que soy, capitán? ¿Un condenado sin juicio? Tiene razón, por supuesto: soy un condenado, aunque no dudo de que se celebrará un juicio, y, como usted, tampoco dudo de cuál será el desenlace. Sin embargo, como le he dicho antes, ya me he resignado a mi destino, y no me da miedo la muerte.
Me senté en la cama de tablones.
—¿Se arrepiente de algo? ¿Tiene ganas de quitarse algún peso de encima?
Sen volvió a juntar un pequeño bocado con los dedos mientras reflexionaba sobre la pregunta, y suspiró.
—Me arrepiento de muchas cosas, capitán. Pienso en lo que podría haber hecho en la vida si hubiese nacido en otras circunstancias. Mi padre siempre sostuvo que yo había nacido con muy mala estrella. Era un buen hombre, mi padre, ingeniero militar durante las guerras afganas, y tan respetado por los británicos que hasta le dieron una medalla, la del Orden al Mérito de la India, segunda clase. Él los admiraba mucho. Hizo que ingresara en el Servicio Civil Imperial, lo que durante un tiempo me pareció el máximo honor para un indio.
—¿Qué cambió?
—Me hice mayor y me metí en política, algo típico entre los bengalíes. Es nuestro hobby nacional. Ustedes tienen la jardinería, y nosotros la política. Leí a autores como Pal y Tilak, que me abrieron los ojos sobre la verdadera naturaleza de la gobernanza inglesa en mi país. Pero, bueno, seguro que no le apetece oírme contar cómo pasé de ser un hombre que prometía a convertirme en un revolucionario.
—Dice que se arrepiente.
Recogió diestramente las últimas lentejas y los granos de arroz con la mano y se los metió en la boca. Luego asintió.
—Sí, me arrepiento, capitán. Me arrepiento de haber pensado que podríamos alcanzar la libertad mediante la violencia y de habernos enfrentado a ustedes con sus mismas armas. Me arrepiento de todas las pérdidas humanas, tanto entre nuestros enemigos como entre mis compañeros, y entre personas inocentes. Me arrepiento de lo que me hicieron todas esas muertes. Dejé de sentir compasión. Cualquiera que presencie esas cosas tiene que desconectar una parte de su humanidad, pues en caso contrario no podría vivir consigo mismo. Y al hacerlo pierde parte de su alma. Quizá ahora comprenda usted por qué digo que estoy preparado para morir. ¿Cómo podría darme miedo la muerte si lo mejor de mí murió hace tiempo?
Miré a Sen a los ojos.
—¿Mató a MacAuley?
—No —contestó—. Yo no tuve nada que ver, ni con su muerte ni con el asalto al tren.
—Pero es consciente de que lo ahorcarán de todos modos.
—Sí, lo sé, capitán, pero nadie puede burlar su karma. Si está escrito que me ahorquen, que así sea. Estoy preparado.
La experiencia me había enseñado a confiar en mi intuición, y en ese momento me decía que más allá de los delitos que hubiera cometido, Sen no había matado a MacAuley, ni tampoco a Pal, el ferroviario.
Me levanté y llamé al celador, que se acercó con las llaves, arrastrando los pies. Abrió la puerta. Miré a Sen, que seguía sentado en el suelo. Después lo cogí de la mano para ayudarlo a sentarse en la cama de tablones.
—¿Me permite una pregunta antes de que se vaya, capitán? —preguntó él—. ¿Cuándo me entregarán al ejército?
—No lo sé —contesté—, pero dudo que tarden mucho tiempo.
Pensó al respecto.
—Gracias por su franqueza —dijo al final.
De camino a mi despacho sentí como si me cayera un nubarrón encima. Al llegar me encontré sobre la mesa un mensaje de Daniels. El comisario quería verme en su domicilio a las cinco de la tarde, lo cual me daba tiempo para leer la transcripción de las notas de Banerjee y ponderar las opciones que tenía. Llevaba leídas unas pocas páginas cuando sonó el teléfono, y una voz metálica me pidió que esperase, porque tenía una llamada desde Writers’ Building. Al poco rato me pasaron con Annie Grant. Oír su voz me llenó de una alegría irracional, como en la guerra, cuando recibía raciones extras, señal de que atacaríamos al amanecer.
Parecía inquieta.
—¿Sam? Acabo de enterarme. ¿Estás bien? Aquí andan todos como locos.
—¿De qué te has enterado? —pregunté.
—De que has capturado al asesino de MacAuley. Los de la Sección H dicen que es un terrorista conocido y que te negaste a entregárselo.
—¿Quién te ha dicho eso?
—El vicegobernador quiere que lo transfieran al ejército. Una amiga mía que trabaja en Government House ha pasado a máquina la orden. Me ha llamado para contármelo y me ha dicho que te hirieron.
—Estoy bien.
—¿Seguro? Pareces agotado.
—Es que esta noche no he dormido mucho.
—Entonces ¿es verdad? —preguntó—. ¿Has atrapado al asesino?
No quería contarle demasiado. Aún me preocupaba un poco haberla visto en la entrada de las oficinas del Statesman.
—Hemos detenido a un sospechoso —dije—. De momento es lo único que puedo decir.
—¿Qué pasa, Sam? Te noto... distante.
—Nada, Annie, es que estoy ocupado. Tengo mucho que hacer.
Se quedó un momento callada.
—Lo entiendo —contestó finalmente, en un tono que parecía indicar lo contrario.
—Oye, lo siento —dije yo—. Ahora mismo tengo un montón de cosas entre manos. ¿Qué te parece si te llevo a cenar esta noche?
—Bueno, capitán Wyndham, creo que podría arreglarlo —contestó en un tono más animado.
Colgué y me esforcé en concentrarme en MacAuley. Cuanto más lo pensaba, más temía que me hubieran llevado hasta Sen como a un mono de feria, aunque lo peor de todo era que me había prestado a ello. A partir del encuentro con el informador de Digby, había descartado cualquier otra línea de investigación. Pero ¡por Dios, si ni siquiera había registrado a fondo el lugar del asesinato! La investigación, mi investigación, había quedado relegada a un segundo plano en un juego protagonizado por otros.
Llamé al «foso» y le pedí a Surrender-not que se presentara en mi despacho. A los pocos minutos llamó a la puerta y asomó la cabeza. Estaba taciturno.
—¿Ha solicitado mi presencia, señor?
Seguía molesto conmigo.
—Sí, sargento, he pedido verlo. No se quede ahí parado. Entre, que tenemos trabajo.
Sorprendido, entró y cerró la puerta. Una vez sentado delante del escritorio, se sacó una libreta y un lápiz del bolsillo superior.
—He estado pensando en nuestra conversación de antes —dije—. Quedan por resolver varias cuestiones sobre el caso, y me parece que si no encontramos las respuestas no podremos estar seguros de la culpabilidad de Sen.
—O de su inocencia —terció Banerjee.
—Llevaremos a cabo una investigación como Dios manda —continué—, y retomaremos lo que estábamos haciendo antes de oír hablar de Sen. Hay mucho trabajo por delante. Tenemos que averiguar qué hacía exactamente MacAuley el martes por la noche en Cossipore. También hablaremos con la prostituta a quien vio usted en la ventana. Por otra parte, habrá que buscar huellas dactilares en el escenario del crimen. Si es posible, tenemos que encontrar el arma del delito. Por cierto, ¿ha podido averiguar alguna cosa acerca de los intereses comerciales del señor Stevens, el que fuera el brazo derecho de MacAuley?
—Todavía no. Preguntaré en el registro mercantil.
—Muy bien. Luego están las amistades de MacAuley. Quiero volver a hablar con James Buchan, y con ese predicador amigo suyo.
—El reverendo Gunn volvía hoy a Calcuta.
—Perfecto —dije—, pues mañana mismo iremos a verlo.
—¿Y qué pasa con el subinspector Digby? —preguntó Banerjee—. Está convencido de que Sen es el asesino.
—De Digby ya me ocupo yo.
Acabó de tomar notas y levantó la vista.
—¿Algo más, señor?
—De momento no.
Mientras se iba, pensé en Digby. Aunque ni el portero del Savoy era tan pedante como él, lo necesitaba de verdad. Sus conocimientos locales serían imprescindibles para averiguar qué le había ocurrido realmente a MacAuley, aunque me costaría mucho convencerlo de que Sen no era culpable. Además, el chivatazo de que Sen había vuelto a Calcuta procedía de uno de sus informadores. Para él, una condena rápida podía equivaler a un ascenso, probablemente merecido. Como mínimo, algunos amigos poderosos de la Sección H le estarían agradecidos. ¿De qué disponía yo para convencerlo de lo contrario? Sólo de mi intuición. Necesitaba un milagro. Podría haber apelado a san Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas, pero no tenía su número, así que descolgué el teléfono y marqué el del despacho de Digby.
—¡No puedo creer que estemos teniendo esta conversación! —exclamó mientras paseaba arriba y abajo por delante de mi escritorio—. Ese cabrón es culpable, se lo aseguro.
—Pero no podemos demostrarlo de manera concluyente.
—Ni falta que hace. ¿Para qué se cree que existen las leyes Rowlatt? Pues para que podamos encerrar a terroristas como Sen y no tengamos que preocuparnos de que escapen a la justicia por algún tecnicismo. Además, ya se le buscaba por una larga serie de delitos anteriores, desde la sedición hasta el asesinato. ¿Me está diciendo que para usted eso no significa nada?
—Claro que no —respondí—, pero esto no es ningún tecnicismo. No tenemos ni una sola prueba que lo relacione con MacAuley. ¿Y si nos hemos equivocado y los asesinos andan sueltos? No podemos descartar la posibilidad de que estén preparando una campaña terrorista.
Digby suspiró.
—Si los que atacaron el tren eran terroristas, lo cual ya es mucho suponer, usted mismo dijo que no encontraron el dinero que buscaban, y teniendo en cuenta que en los últimos días no ha habido más asaltos a trenes correo, lo lógico es pensar que o bien fueron Sen y sus secuaces, y los hemos matado a todos, o bien el asalto al tren fue una simple tentativa frustrada de robo perpetrada por un grupo de dacoits.
Se pasó una mano por el pelo.
—¿Cuándo aceptará que ya no está en Inglaterra? Sen no es un político frustrado que los domingos va a Speakers’ Corner a hablar bajo la lluvia. ¡Él y los de su calaña están intentando derribar el gobierno legítimo de la India! Para ellos es una cuestión de vida o muerte, y les da lo mismo si tienen que asesinar a un funcionario o volar un hospital. No repararán en nada para conseguir sus objetivos.
—Lo único que le pido —dije— es que sigamos investigando hasta encontrar las pruebas que confirmen su culpabilidad de una manera categórica, y para eso necesito que me ayude.
Pareció que se calmaba un poco.
—Mire, compañero —contestó—, lo que dice es misión imposible. Sen es uno de los hombres más buscados del país. La prensa ya se huele algo. Los periodistas son todo menos tontos. De lo único que se habla ahora mismo en Howrah es de la batallita campal que la Sección H montó ayer por la noche. ¿Acaso cree que se olvidarán del asunto? Mañana por la mañana, todos los titulares anunciarán que le hemos echado el guante a ese cabrón. ¿Cómo se cree que reaccionará Taggart si ahora le dice que tiene dudas? Se pondrá hecho un basilisco. ¿Y de qué servirá? Seguiremos sin tener más remedio que entregar a Sen a la Sección H, y le aseguro que ellos lo condenarán y ejecutarán esta misma semana.
—Se acabó la discusión —dije—. Antes de pasarle el dogal por la cabeza a un condenado a muerte, quiero asegurarme de que es culpable. Seguiremos investigando. Y si es necesario, se lo ordenaré.
Se me quedó mirando.
—Sí, señor —dijo con tono gélido—, pero tenga en cuenta una cosa: al final se dictará sentencia de muerte. De usted depende que sea la de Sen o la de su carrera.