VEINTISÉIS

Durante el trayecto de vuelta a la ciudad siguió lloviendo. Los trabajadores de la carretera de Jessore habían dejado las herramientas para refugiarse bajo las hojas de palmera, a modo de toldo improvisado, mientras sus excavaciones quedaban reducidas a pozos de un barro negro espeso que me trajeron recuerdos de Francia. Pusimos rumbo a Cossipore. Íbamos a hacer otra visita al prostíbulo de la señora Bose.

El chaparrón había obstruido las cloacas, convirtiendo las carreteras en canales y la Ciudad Negra en la Venecia de los pobres, aunque con menos góndolas y más ratas ahogadas. El tráfico apenas avanzaba, pero a los nativos no parecía importarles. Más bien se habría dicho que la lluvia les daba energías.

Maniktollah Lane era demasiado estrecha para que circularan los coches, así que Banerjee mandó al chófer que parase en una calle cercana.

—Tendremos que hacer el resto del trayecto a pie —dijo.

Por mí perfecto. Lo único que me preocupaba era tener que nadar. El agua negra me llegaba por encima de los tobillos. Tenía los zapatos y los calcetines empapados, y los pantalones mojados hasta las rodillas. Por su parte, Surrender-not se lo estaba pasando en grande. Con los zapatos y los calcetines en la mano, sonreía como los niños que chapotean en la playa de Brighton. Para él los pantalones no suponían ningún problema, por la simple razón de que, según estipulaba la normativa para los policías autóctonos, los llevaba cortos como los estudiantes más pequeños de algunos colegios privados.

Al llegar al número 47, golpeó con fuerza en la madera medio suelta. Al cabo de un rato oímos al criado arrastrando los pies.

?

—¡Policía! —exclamó Surrender-not—. Dorja kholo!

—Un momento, un momento —contestó el anciano, descorriendo el pestillo.

Ha?

No nos había reconocido, y no sabía si era a causa de que tenía nublada la vista o el cerebro. Surrender-not le habló sin miramientos. Supuse que le pedía ver a la señora Bose.

—La señora bari-the nei.

—Dice que la señora ha salido.

—¿Cuándo volverá?

—¿La señora kokhon firbè? —preguntó el sargento.

El viejo ahuecó una mano al lado de la oreja.

Kee?

Surrender-not gritó más fuerte. El viejo masculló unas palabras de respuesta.

—Dice que tarde.

—¿Y Devi? ¿Está?

—Dice que también ha salido.

—Pues dile que esperaremos dentro.

El mensaje no pareció sentar muy bien al viejo, que sin dejar de sonreír negó con vehemencia con la cabeza. Surrender-not levantó la voz, no supe si para intimidarlo o para hacerse entender, pero el resultado, en cualquier caso, no fue nada del otro mundo.

—Dice que le han dado instrucciones de no dejar pasar a ningún desconocido. ¿Quiere que le transmita alguna orden, señor?

No tenía sentido. La señora Bose no iba a estar muy inclinada a ayudarnos, y era poco probable que su predisposición mejorara si nos encontraba mojándole el suelo de la sala de estar.

—Da igual —contesté—, ya volveremos.

Salimos otra vez al callejón inundado, que vadeamos con cuidado para regresar al coche. Al llegar a la esquina, Surrender-not señaló a una mujer india que se acercaba por la calle. Cuando estuvo más cerca se le definieron las facciones: era Devi. Había convertido el borde de su sari en un bolso improvisado que usaba para llevar algo. Se la veía muy tranquila, como si no lloviera. Luego nos vio y se le demudó el semblante. Se detuvo y miró desesperadamente a su alrededor en busca de una ruta alternativa, pero a menos que diera media vuelta no tenía adónde ir. Surrender-not se dirigió hacia ella antes de que tuviera tiempo de reaccionar. Se quedó quieta, como si la iluminasen con un foco, y lo esperó.

Poco después estábamos los tres sentados en un puesto de té abierto a la calle. Era un sitio oscuro, apoyado en unos bloques de piedra con la altura justa para impedir que entrase el agua, sistema que podría haber sido eficaz de no ser porque la lluvia también se filtraba por un techo que parecía más bien un agujero. Su único ocupante era el dueño, un nativo barrigón con una camiseta apolillada y un lunghi azul de cuadros que contemplaba la lluvia con mala cara desde un taburete, seguramente preguntándose cuánto rato pensábamos quedarnos. Era poco probable que entrasen otros clientes en su establecimiento mientras dentro hubiera dos policías bebiendo té dulce.

Nos sentamos en unos bancos alrededor de una mesa de madera tosca, sobre la que la chica había depositado las verduras que llevaba en los pliegues del sari. Surrender-not le hablaba en voz baja en su idioma. Ella respondía vacilante. Tomó un poco de cha de la pequeña taza roja de barro que tenía delante. Pareció que el té caliente hacía que se sintiera más cómoda. Yo me eché para atrás, y dejé que Surrender-not continuara. Lo que decía parecía estar surtiendo efecto. Al final, la chica sonrió con timidez.

Surrender-not dejó de hablar y se volvió hacia mí.

—Ha accedido a responder unas cuantas preguntas.

—Pregúntele si vio algo la noche que mataron a MacAuley.

Surrender-not le hizo la pregunta, e insistió con suavidad ante los titubeos de la joven. Al final, ella asintió con la cabeza y, sin apartar la vista de la mesa, empezó a contestar.

—Fue en un descanso entre dos clientes —dijo Banerjee—. Volvía del cuarto de baño, se acercó a la ventana y lo vio todo.

—Pregúntele qué pasó.

—Dice que vio salir a MacAuley de la casa, y que cuando daba media vuelta para irse otro sahib lo llamó desde el callejón.

—¿Un hombre blanco?

—Eso parece.

—¿Está segura?

Se lo preguntó de nuevo.

—Sí. Dice que el sahib había estado rondando por la zona. Ella cree que esperaba a MacAuley. Estuvieron hablando unos minutos, y luego discutieron.

De modo que MacAuley había estado esa noche en el burdel y, al salir, según la chica, se había encontrado con alguien que lo estaba esperando, y que lo había matado. Si Devi tenía razón, si se trataba de un sahib, Sen era inocente. Seguro que lo agradecería cuando lo ahorcasen.

—¿De qué hablaron?

—No lo sabe. Dice que hablaban en el idioma de los firangi. Estuvieron discutiendo unos cinco minutos.

—¿Y luego qué pasó?

Devi vaciló de nuevo, y cuando contestó lo hizo con los ojos empañados. Banerjee tradujo a medida que hablaba.

—Dice que el hombre al que mataron quiso poner fin a la conversación, empujó al otro e intentó marcharse, pero que el otro se sacó algo del bolsillo, ella cree que un cuchillo, y que cuando agarró a MacAuley por detrás se lo puso en el cuello.

—¿Está segura de que era un cuchillo?

Banerjee tradujo, y ella asintió con la cabeza.

—¿De dónde lo sacó?

—Cree que de su chaqueta.

—¿Y entonces qué pasó?

—MacAuley dejó de resistirse, y cuando el otro hombre lo soltó, se cayó al suelo. Entonces el otro se quedó un momento sin moverse, se guardó el cuchillo, se limpió las manos en los pantalones y se fue corriendo.

—¿Corriendo? —pregunté—. ¿No le dio a MacAuley una puñalada en el pecho? ¿Y el mensaje dentro de la boca?

Surrender-not formuló las preguntas. La chica se lo quedó mirando con cara de extrañeza, y luego contestó.

—Dice que no le vio escribir ningún mensaje, ni volver a tocar el cuerpo. Se limitó a salir corriendo.

—¿Está segura?

—Segurísima —dijo Banerjee.

Sentí náuseas. Por lo visto, aquella chica, mi última esperanza de averiguar la verdadera identidad del asesino de MacAuley, contradecía de plano los hechos del asesinato. Tuve la tentación de darme de cabezazos contra la pared, pero viendo la precariedad del techo, pensé que todo el tinglado podía venirse abajo, así que perseveré con las preguntas.

—Pregúntele si MacAuley era un cliente habitual del burdel.

La chica negó con la cabeza.

—Dice que sólo lo había visto una vez, pero que ella es nueva en Calcuta. Cuando presenció el asesinato de MacAuley apenas llevaba unas semanas en la ciudad.

—¿Y el asesino? ¿Pudo verlo bien? ¿Lo reconocería?

—Dice que estaba oscuro, y que no pudo verlo bien, pero que tuvo la impresión de que él y MacAuley se conocían.

—¿Le ha contado a alguien más lo que vio?

La chica puso cara de preocupación y respondió despacio. Banerjee tradujo su contestación.

—A una persona.

—¿A la señora Bose?

La chica negó con la cabeza.

—¿A alguna de las otras chicas?

Volvió a negar con la cabeza.

—¿Pues entonces a quién?

—No quiere decirlo.

—Pregúnteselo otra vez.

Surrender-not insistió en que contestara. Ahora a la chica le caían lágrimas por las mejillas.

—Se niega a decírnoslo sin haber hablado primero con él. Por lo visto la ha tratado bien.

—¿Un hombre? ¿El criado viejo?

Qué gran noticia. Su confidente, la única persona que podía confirmar su testimonio, estaba medio sordo y chocheaba.

—Dice que no, que es otro hombre que también estaba en la casa cuando entramos al día siguiente. Como cuando la interrogamos a ella y a las demás no estaba en la sala, supuso que ya habíamos hablado con él.

—¿También presenció el asesinato?

De repente, la chica empezó a temblar, se levantó con prisa y le dijo algo a Banerjee. Acto seguido, recogió las verduras, las envolvió con el sari y salió corriendo sin que nos diera tiempo a reaccionar.

En ese momento se acercaba por la calle otra de las chicas del burdel. Devi se secó las lágrimas y se apresuró a ir a su encuentro.

—Ha dicho que lleva demasiado tiempo fuera —dijo Banerjee—. Otra de las chicas está viniendo a buscarla, y tiene miedo de que la vean hablando con nosotros.

Di unos sorbos al té frío.

—¿A usted le parece que dice la verdad?

—¿Por qué iba a mentir, señor?

—No lo sé, pero su versión no encaja con los hechos.

—¿Se refiere a la puñalada y la amenaza? Ella insiste en que el asesino no dejó ninguna nota. Cabe la posibilidad de que volviera más tarde y la dejara.

—Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tenía arriesgarse a que lo pillasen al volver? ¿Y por qué le dio una puñalada al cadáver cuando ya lo había matado?

Surrender-not se encogió de hombros.

No tenía sentido.

—¿Y quién será el confidente? ¿No ha dicho nada que permita intuir a quién se refería?

El sargento volvía a poner cara de alma en pena.

—Lo siento, señor —contestó—. Debería haberla presionado más.

—No se preocupe —dije—. Para no saber hablar con las mujeres, lo ha hecho bastante bien.

Media hora después mandé a Surrender-not al número 47 para ver si la señora Bose había vuelto. Regresó negando con la cabeza. Nos tomamos otra taza de té para animarnos, y luego, mientras caía la noche, regresamos al coche para seguir montando guardia en Maniktollah Lane. Yo no tenía muy claro qué esperaba ver. ¿A la señora Bose volviendo en un tándem, con el confidente de Devi detrás? Por desgracia, Calcuta no parecía funcionar de ese modo. Esperamos dos horas más en vano, y finalmente nos fuimos sin que la escurridiza señora Bose hubiera dado señales de vida. Aparte de un poco de luz en una de las ventanas superiores, la casa parecía desierta. Para colmo de males me dolía el brazo y tenía los pies empapados. La señora Bose tendría que esperar hasta el día siguiente.

Cuando di la orden de regresar al centro, seguía lloviznando.

El chófer puso rumbo a Shyambazar, donde por lo visto residía la élite bengalí de Calcuta: los Bose, Banerjee, Chatterjee y Chukerbutty. Se habría dicho que cuanto más alta era la casta, más cómico era el apellido, al menos para oídos ingleses. Lo que no tenía nada de cómico eran sus casas, muchas de las cuales podían rivalizar perfectamente con las mejores de la Ciudad Blanca. La de los Banerjee, si podía llamarse «casa» a una residencia de cuatro plantas y varios cientos de metros de lado a lado, no tenía nada que envidiar a ninguna. Surrender-not parecía cohibido. La experiencia me ha enseñado que los muy ricos y los muy pobres se avergüenzan a menudo de sus hogares. Quizá sea lo único que tienen en común. El sargento no escatimó esfuerzos para explicar que en el mismo edificio vivía una familia muy extensa, compuesta por primos, tíos y tías. Aun así, aquello no se ajustaba a mi definición de vivir hacinados.

—Lo compadezco —dije—. Debe de ser un infierno disponer sólo de un ala.

Sonrió, se bajó del coche y se acercó a la verja, que abrió al instante un durwan uniformado, y, tras saludarlo, se metió en la casa con los zapatos y los calcetines en la mano.

Cuando el chófer me dejó en la entrada del Royal Belvedere, eran más de las siete. La lluvia había refrescado el aire de un modo inesperado. En la plaza no había nadie, ni siquiera los wallahs de rickshaw en su sitio habitual. Había luz en la sala de estar cuando entré, pero por fortuna la puerta estaba cerrada. Me dirigí a mi habitación y la suerte siguió sonriéndome, pues no me abordó nadie en la escalera para interesarse por el estado de mi calzado. En cuanto cerré la puerta de mi cuarto, me quité la ropa húmeda, me cambié para cenar y, haciendo de tripas corazón, bajé otra vez.

El ambiente que reinaba esa noche en el comedor era festivo, aunque eso no había afectado a la calidad de los platos, que eran tan insípidos e incomestibles como de costumbre. Al ser domingo, la señora Tebbit había mandado al cocinero que preparara un asado de buey de verdad, para celebrar las hazañas que me atribuía la prensa. En potencia era un plato exquisito, como una rana es un príncipe en potencia si se la besa como Dios manda. Sin embargo, habían asado demasiado la carne y luego la habían requemado del todo. Los pudines de Yorkshire sabían como si los hubieran traído de Yorkshire, pero tomando la ruta más larga a la India. Al menos el vino estaba bueno, y era abundante. Se brindó mucho, sobre todo por mi heroísmo, y por haber salvado al Imperio yo solito. Después de un par de botellas, ¿quién era yo para desengañarlos?

No podía saber que sólo faltaban veinticuatro horas para que brindásemos por otro policía británico exactamente por la misma razón, y de forma igualmente fraudulenta.

Después de cenar pasamos al salón para fumar puros y beber brandy. El coronel protagonizó la tertulia contando anécdotas de la segunda guerra afgana. Cualquiera que lo hubiera oído habría pensado que había estado presente en todas las batallas claves, desde la de Ali Masjid, en el 1878, hasta la de Kandahar, en el 1880, y que se lo había visto incluso en batallas durante las cuales su regimiento se encontraba a doscientos o trescientos kilómetros. No podía decirse que no se hubiera entregado a la causa. De hecho, si se daba crédito a sus palabras, habíamos tenido suerte de contar con él en nuestro bando.

Al principio lo decía todo bien, pero a partir de un momento empezó a confundir afganos. ¿El de la batalla de Fatehabad era Sher Ali Kan o Ayub Kan? ¿El del sitio de Sherpur era Mohamed Yakub Kan o Gazi Mohamed Jan Kan? La saga derivó en una confusión de kanes, y al poco rato el coronel roncaba plácidamente en su sillón.

La señora Tebbit estaba ocupada en sermonear al nuevo huésped al que yo había visto por la mañana, durante el desayuno. Se llamaba Horace Meek, acababa de llegar de Mandeley y había cometido el pecado mortal de derramar vino en una de las alfombras de la señora Tebbit. De pronto se dio cuenta de que su marido estaba dormitando, y soltó un grito de la intensidad que las mujeres suelen reservar a cuando tienen delante a un asesino o un ratón. Luego se levantó y mandó al coronel a la cama. Meek parecía en estado de shock y Byrne trató de consolarlo.

—Tú tranquilo, hijo, que ella dice que son persas, pero a mí me consta que las hacen unos biharíes en una fábrica de Howrah. Lo único remotamente persa que tienen es el viejo que se las vendió, un comerciante afgano de Hogg Market que ha vivido toda su vida en Bengala y que no habla ni pastún, el pobre imbécil.

Aun así, Meek no quiso correr riesgos y, tras apurar la copa, se fue poco menos que corriendo a su habitación, no fuera a regresar la dueña de la casa y le echara otro rapapolvo.

Nos quedamos solos Byrne y yo. De tú a tú era un interlocutor agradable, al menos si conseguías que no hablase de tejidos. Se le había apagado el puro. Lo ayudé a encenderlo con el mío.

Parecía más animado que en nuestra última conversación, aunque podía ser por el vino.

—¿Qué, cómo va el negocio? —le pregunté.

—Ah, de fábula. —Sonrió—. En principio me marcho el viernes. Oiga, ¿ha confesado ya su amigo?

Resolví seguirle la corriente.

—No. Bueno, al menos no ha confesado el asesinato de MacAuley, aunque casi todo lo demás sí.

—Qué extraño, ¿verdad? Que se desvincule de lo de MacAuley, digo, y confiese lo demás.

Serví más brandy para los dos.

—¿Y no puede ser que diga la verdad? Sobre MacAuley, me refiero.

—Lo dudo —mentí—. De todos modos, ahora está en manos del ejército. Es problema de ellos. Seguro que le sacarán la verdad.

—Esperemos —contestó Byrne—. ¿Y a qué se ha dedicado los últimos cuatro años?

—A esconderse —respondí—. Iba cambiando de sitio por el este. Según lo que dicen, ha estado en todas partes, desde Chittagong hasta Shilong. Él asegura que se ha dedicado a estudiar y se ha convertido a la resistencia pacífica. Reconozco que es una persona fascinante. Yo ya había conocido a fanáticos, pero Sen es diferente. Está siempre tranquilo, imperturbable, como si hubiera encontrado todas las respuestas, y ya supiera lo que va a pasar.

—¿Y qué va a pasar?

—Que va a morir al servicio de la causa.

Byrne sonrió.

—Parece que se lo tiene un poco creído, ¿no? Es demasiado intelectual.

Cuando acabé el puro, me excusé y me retiré a mi habitación. Después de cerrar la puerta con llave, me senté en la cama y me planteé tomarme una pastilla de morfina. Era tentador, pero antes tenía que pensar. No era momento para drogas. En cambio, el alcohol... Busqué a tientas la botella de whisky que tenía en el suelo. No quedaba mucho. Aun así, me serví un poco. Después del primer sorbo, me acosté y me puse el vaso sobre el pecho. Necesitaba ordenarme las ideas, y en eso el whisky solía ayudarme.

Si era verdad lo que decía Devi, esa noche MacAuley no se había limitado a pasar por delante del burdel de la señora Bose, sino que había estado dentro; y, según el testimonio de la chica, ésa no era la primera vez. Las afirmaciones del reverendo Gunn apuntaban en ese sentido. Lo que aún no estaba claro era si había entrado por motivos personales o bien al servicio de Buchan, aunque a mí me constaba que su visita había sido posterior a una discusión con Buchan en el Bengal Club. Si lo había enviado Buchan en busca de prostitutas para su fiesta, ¿por qué no habían aparecido las chicas en el club? Por otra parte, si el motivo de su desplazamiento a Maniktollah Lane hubiera sido ése, seguro que Devi lo sabría, ya que la habrían enviado con las otras chicas. El hecho de que no se hubieran presentado en el club parecía indicar que MacAuley había acudido al burdel por sus propios fines, lo cual, sin embargo, no cuadraba con lo que había dicho Gunn, que MacAuley acababa de reformarse. Ir a un burdel tras una fiesta no era una conducta muy propia de alguien que acababa de encontrar a Dios.

Sin embargo, ése no era el único enigma. Estaba también el pequeño detalle de la identidad del asesino. A Devi le había parecido ver a un sahib, algo que exculpaba a Sen y echaba por tierra mi teoría de que el crimen estaba vinculado al asalto del correo de Darjeeling. Pero ¿por qué iba a matar un hombre blanco a otro en plena Ciudad Negra? ¿Y hasta qué punto la joven prostituta era un testigo creíble? Si lo había visto todo, ¿por qué no había mencionado la nota? Tal vez fuera una joven fantasiosa... Pero no, no encajaba en el perfil. Por lo general, las personas fantasiosas buscan llamar la atención, y Devi se había mostrado aterrorizada ante la idea de hablar con nosotros. Parecía que cada respuesta diera pie a otras dos preguntas.

Pensé en la conversación con el reverendo Gunn y en que, según él, MacAuley cargaba con otro peso en la conciencia, algo más grave, relacionado con Buchan. ¿Qué podía ser?

Se avecinaba un dolor de cabeza.

Sólo tenía a dos sospechosos: Buchan y el segundo de MacAuley, Stevens. Y, de momento, ningún móvil con mucho peso. ¿Que Buchan usaba a MacAuley para conseguir prostitutas? No me parecía que la necesidad de esconderlo pudiera dar pie a una sospecha de asesinato, más allá de lo que considerara el reverendo Gunn.

Por otra parte, según Sandesh, el criado de MacAuley, éste temía que Stevens ambicionara su cargo. Según Annie Grant, habían discutido por los aranceles sobre las importaciones birmanas. Stevens había vivido en Rangún, donde cabía suponer que hubiera dejado buenas relaciones. Probablemente no tuviese importancia, aunque a saber de qué pasiones se alimentaban los corazones de burócratas como Stevens... El hombre es raro por naturaleza. Una vez investigué el caso de un contable que tras veinte años de matrimonio mató a su mujer porque se enamoró de una dependienta adolescente que se limitaba a sonreírle cada vez que entraba en la tienda.

Suspiré y bebí un sorbo. No se me habían aclarado mucho las ideas, a pesar del whisky. Pensar que me había equivocado acerca del asalto al correo de Darjeeling tampoco ayudaba mucho. Tal vez no estuviese vinculado con el asesinato de MacAuley, pero probablemente sí lo estuviese con el atraco al Bengal Burma Bank. Si era verdad que ambos asaltos habían sido obra de grupos terroristas, ahora contaban con los medios para financiar su campaña. Sólo les faltaban las armas.

Sobre eso poco podía hacer. La advertencia de Dawson había sido muy clara y disuasoria. La pega es que cuando mi olfato capta un rastro se me hace difícil apartar la nariz. Y que no me sientan demasiado bien las amenazas.