VEINTITRÉS

Calcuta Sur. El corazón de la Ciudad Blanca.

Por la ventanilla pasaban barrios residenciales a gran velocidad, con avenidas anchas y villas de paredes blancas, ocultas por unos setos altos. A duras penas se veía a algún nativo, salvo los durwans, por supuesto, los hoscos porteros indios que controlaban cualquier entrada en las casas de sus señores, aunque de vez en cuando, por los huecos de las verjas de hierro, se atisbaba a algún que otro jardinero afanado en cuidar los céspedes verde esmeralda.

Calcuta Sur, reducto de individuos de primera procedentes de localidades de segunda como Guildford y Croydon. Morada de administradores coloniales, oficiales del ejército y mercaderes venidos a más. Calcuta Sur, con sus rondas interminables de golf, sus fiestas, sus competiciones deportivas y sus ginebras en el porche. Se vivía bien. Mejor que en Croydon, seguro.

Seguimos hacia Alipur y el domicilio de lord Taggart. El chófer redujo la velocidad para torcer por un camino ancho de grava que llevaba a una casa grande de tres plantas, entre arriates de flores y extensiones de hierba. Sólo en Calcuta podía recibir una mansión así el nombre de «bungaló».

El coche frenó con suavidad ante el pórtico de entrada a la casa. La hiedra se enroscaba por las columnas encaladas. Un policía uniformado corrió para abrir la puerta.

—Soy el capitán Wyndham, y vengo a ver a lord Taggart.

—Por supuesto, señor —contestó—. Su señoría está en el jardín de atrás. Ha pedido que se reúna usted allí con él. Sígame, por favor.

Se volvió y, con un gesto de la cabeza, echó a andar por un césped impoluto. Olía a flores inglesas: rosas y dedaleras, pura Inglaterra trasplantada a un rincón de un prado extranjero, aunque más que un rincón como mínimo debía de ser una hectárea. De camino me fijé en que había soldados armados discretamente apostados en torno al edificio. Eran invisibles desde la carretera, y muy discretos si se los miraba desde el interior de la finca.

Taggart estaba disfrutando de la agradable temperatura. Sentado a una mesita de mimbre, con la camisa desabrochada a la altura el cuello, consultaba unos documentos. Levantó la vista y me saludó con una sonrisa.

—Hola, Sam. Me alegro de verte, muchacho. —Su tono era tan cálido como la brisa de la tarde—. Siéntate —dijo, señalando una silla—. ¿Con qué te gusta intoxicarte? ¿Ginebra? ¿Whisky?

—Whisky, por favor.

Llamó a un criado con un gesto de la mano.

—Un whisky para el capitán. —Se volvió de nuevo hacia mí—. ¿Cómo lo tomas?

—Con un chorrito de agua.

—Y para mí uno con soda —dijo.

El criado se fue y no tardó en aparecer con las bebidas.

Brindamos a nuestra salud.

Era un whisky dulce, suave; no el que solía tomar yo, más que nada porque no podía permitírmelo.

—¿Qué novedades tienes, Sam? —me preguntó lord Taggart—. Tanto el vicegobernador como la Sección H están que muerden por que les entreguemos a Sen. No sé cuánto tiempo podremos aguantar. Dime que le has sacado algo a ese cabrón, quiero acabar con esto de una vez.

Vacilé. Durante todo el trayecto desde Lal Bazar había estado dándole vueltas al dilema de qué le contaría, y lo que estaba a punto de decir probablemente pondría punto final a mi breve estancia en Calcuta. Bien pensado, quizá eso no fuera tan malo... Bebí otro sorbo e hice de tripas corazón.

—No creo que Sen matara a MacAuley.

Mis palabras se quedaron flotando en el aire. Tomé otro sorbo de whisky, esta vez más largo. Si Taggart estaba a punto de echarme de su casa, habría sido una lástima desperdiciarlo.

—¿Y el asalto al tren?

Negué con la cabeza.

—No tenemos nada que lo relacione.

Pasaron unos segundos. Un loro verde graznó a lo lejos, en las ramas de un pipal. Cuando Taggart respondió por fin, lo hizo de un modo que no me esperaba.

—Ya me lo parecía.

Nada más; ni rabia, ni amenazas, ni sermones. Entre todas las respuestas posibles, nunca se me había ocurrido que Taggart pudiera estar de acuerdo conmigo.

—¿Señor? —dije—. ¿Usted también cree que podría ser inocente?

—Ni mucho menos. Quizá no haya matado a MacAuley, pero eso no significa que sea inocente. Y lo ahorcarán por sus crímenes; la única diferencia es que también cargará con la culpa de éste. En todo caso, lo más acuciante es el asalto al tren. Si no fueron Sen y sus hombres, ¿quién lo hizo?

Yo estaba perplejo.

—¿Quiere que acuse a Sen de los ataques aunque es probable que los cometiese otro?

—Lo que quiero es que seas listo, Sam. ¿Has encontrado alguna prueba que apuntale la teoría de que los dos crímenes los cometió la misma persona?

Pensé un momento. No había ninguna. Había sido una torpeza por mi parte presuponerlo. Había dado por hecho que el enemigo era uno solo, monolítico, aunque apenas había nada que lo justificase. Así lo había intuido Taggart.

—No hay ninguna prueba que permita asegurar que ambos delitos están relacionados —continuó—, de modo que quiero que acuses a Sen sólo de la muerte de MacAuley y se lo entregues a la Sección H. Así, con algo de suerte, te los quitarás de encima. Diles que no crees que sea culpable del asalto al tren, y que busquen ellos a los responsables. Ese tipo de cosas se les dan bien. Luego, mientras ellos se distraen con eso, tú sigues investigando la muerte de MacAuley. Aquí hay gato encerrado. Quiero saber qué está pasando.

—¿Y no le importa que ahorquen a Sen por algo que no hizo?

Suspiró.

—Sólo hay que embarcarse en las batallas que se pueden ganar, Sam. Si te traje a Calcuta fue por algo. En la policía hay mucha corrupción, y más filtraciones que en un colador. La mayoría de los nativos se dejan sobornar, y la mitad de los blancos no son mucho mejores. Necesito a alguien de confianza, que me ayude a hacer limpieza; un profesional que no le deba nada a nadie. No puedo dejar que seas una de las víctimas de todo este asunto. Te necesito, Sam.

No es que fuera una proposición para volverse loco. Mandar al patíbulo a un inocente no entraba en mi definición del éxito, pero, tal como estaban las cosas, no tenía otro remedio que acceder a la petición de Taggart, que por lo menos me permitiría seguir investigando.

—De acuerdo —dije, tragándome la bilis—, haré lo que me dice.

—Así me gusta, pero acuérdate de que Calcuta es peligrosa. No sólo tienes que desconfiar de los terroristas. Hay personas influyentes que si te considerasen un peligro para sus intereses acabarían contigo sin pestañear. Para cumplir con tu trabajo necesitas mi protección, pero no llego a todas partes. Por eso tendrás que ir con pies de plomo. Ya has hecho algunos enemigos poderosos dentro del ejército. El coronel Dawson te la tiene jurada. Queda descartado otro numerito como el de la noche pasada en Kona.

—¿Y qué me dice de mis hombres? ¿Puedo fiarme de Digby?

Taggart bebió un poco.

—Yo creo que sí. Él y Dawson no se pueden ni ver. Durante la guerra, Digby redactó un informe en el que criticaba ciertas medidas de orden público aplicadas por Dawson y sus hombres en el norte, y no sé cómo fue, pero el caso es que llegó a manos de la Sección H. Tienen espías en todas partes, hasta dentro del cuerpo. Total, que le enseñaron dicho informe al vicegobernador alegando que prestaba apoyo al enemigo en tiempos de guerra. El vicegobernador se puso de su lado, le echó un rapapolvo al anterior comisario y se aseguró de dejar una mancha imborrable en el expediente de Digby. Eso frenó su carrera. Con su experiencia, a estas alturas ya debería ser inspector.

Qué interesante... Quizá la resistencia de Digby a admitir la posibilidad de que Sen fuera inocente se debiera a algo más que a su animadversión hacia todo lo indio. ¿Y si tenía miedo de volver a enfrentarse a la Sección H? Como ya le había pasado una vez, y le había caído una gorda... Dicen que gato escaldado del agua fría huye. La moraleja también valía para mí: como acababa de darme a entender Taggart, sólo se embarcaría en batallas que pudiera ganar.

—Conviene que sepa otra cosa sobre Sen —dije—: asegura que ha renunciado a la violencia.

—¿En serio? —dijo Taggart, que estaba a punto de beber un sorbo pero se detuvo y dejó el vaso en el aire.

—Dice que cuando estaba escondido pensó mucho y llegó a la conclusión de que la lucha armada es contraproducente.

—¿Tú le crees?

—No me ha parecido que mintiera. Según él, volvió a Calcuta por eso. Dice que ha estado predicando el evangelio de la resistencia pacífica, y da la impresión de que lo defiende con el mismo celo que san Pablo después de Damasco.

Taggart bebió un sorbo largo mientras pensaba en lo que acababa de oír.

—¿Lo saben nuestros amigos de la Sección H?

—No creo, pero cuando se lo entreguemos no tardarán mucho en averiguarlo.

—Vaya, vaya, qué interesante...

Eran las siete y media. Desde el soportal del Great Eastern Hotel veía pasar los tranvías, mientras las emanaciones del gasóleo me envolvían en una nube asfixiante. Iba vestido para cenar fuera: corbata negra, esmoquin y cabestrillo. Hacía un rato que había oscurecido, pero seguía haciendo un calor húmedo y pegajoso.

Después de la reunión con Taggart, volví a mi despacho y busqué a Digby. No le dije gran cosa, sólo que el comisario había mandado encausar a Sen y ponerlo en manos de la Sección H, y le expliqué cómo afrontar los aspectos logísticos. Pareció aliviado. Me aseguró que era la decisión más acertada. No le conté que iba a seguir investigando. A fin de cuentas, el día siguiente era domingo, su día libre. ¿Para qué iba a estropeárselo? Esperaría hasta el lunes para decírselo, y yo podía prescindir de Digby veinticuatro horas.

Banerjee era harina de otro costal. Él estuvo encantado de renunciar a su domingo por la causa, y no me sorprendió. Además me explicó que, como hindú, no daba especial importancia a los domingos. Quedamos en encontrarnos la mañana siguiente a las diez. Tras organizar la marcha de Sen, saldríamos para Dum Dum en busca del reverendo Gunn. En ese momento, sin embargo, en lo que menos pensaba era en Dum Dum: estaba mirando a Annie Grant, que cruzaba la calle sorteando el tráfico. Llevaba un vestido azul sencillo que le dejaba al descubierto las rodillas y aquellas pantorrillas que yo tanto admiraba.

Había mucha gente, sobre todo parejas que salían a pasear de noche por el centro. A juzgar por las cabezas de pelo rojizo y las caras coloradas, muchos podrían haber sido de Dundee. Annie me buscaba entre la multitud. La saludé con el brazo, y sonrió. Cuando se fijó en el cabestrillo, la sonrisa dejó paso a la consternación.

—¡Sam! —exclamó—. ¿Qué te has hecho? Por teléfono me has dicho que estabas bien.

—No es nada —dije—. Gajes del oficio. Alguien tiene que velar por la seguridad de las buenas ciudadanas de Calcuta.

Me dio un tierno beso en la mejilla.

—De parte de las ciudadanas de Calcuta, como pequeña señal de gratitud —dijo mientras se colgaba de mi brazo y me conducía hacia el hotel.

Un policía británico dirigía el tráfico ante la entrada.

—Qué raro, ¿no? —dije—. ¿Qué hace un policía blanco ocupándose del tráfico?

Annie sonrió.

—Es que esto es el Great Eastern, Sam, el mejor hotel desde aquí hasta Suez. La flor y nata de la sociedad blanca se corre sus juergas aquí, y quedaría un poco mal que al salir del hotel, borrachos y gritando, los reconviniese un nativo, ¿no crees? Imagínate el escándalo.

Entramos en un vestíbulo que no era mucho más pequeño que una catedral. La sala centelleaba decorada con lámparas de araña y más mármol que el Taj Mahal. Annie tenía razón: lo más granado de toda Calcuta estaba allí de juerga. Oficiales con uniforme de gala, empresarios, damiselas a la última moda, con vestidos de seda y raso... La sala era un hervidero de conversaciones mientras media docena de empleados indios revoloteaban entre los distinguidos huéspedes, como esos pececillos que cuidan de los tiburones. Impecablemente vestidos con sus uniformes blancos y almidonados, aguardaban a que un cliente los requiriese para rellenar una copa o reponer un plato, antes de volver a fundirse discretamente con el entorno. En algún sitio, cerca de nosotros, un cuarteto de cuerda tocaba algún bodrio vienés.

—¿Tomamos algo antes de cenar? —preguntó Annie.

—Por mí encantado —contesté—. Así me quitaré el regusto a petróleo.

La seguí por un pasillo reluciente con varias tiendas de lujo, una barbería y una especie de versión comprimida, miniaturizada y expedida a los trópicos de la entrada de los grandes almacenes Harrods. Al fondo había una puerta de vaivén doble, y junto a ella, en la pared, una placa de latón que decía wilson’s. Entramos en el bar. Tenía la tenue oscuridad de una bodega, como el Red Elephant. En un rincón había un piano de cola en el que un nativo con corbata negra tocaba suavemente. La barra se extendía de una punta a otra de la sala. Al final había un barman demacrado que llevaba un uniforme varias tallas más grandes que la suya. Más allá de algún que otro asiduo aferrado a su copa, la clientela a la que atendía era bastante escasa. En la penumbra de un reservado forrado de terciopelo, dos jóvenes se susurraban palabras de amor. Absorto en secar un vaso con un paño de cuadros, el barman fingió que no había reparado en nosotros.

Golpeé la barra con los nudillos para llamar su atención. Annie se sentó en uno de los taburetes altos. Tras prolongar un segundo más de la cuenta la limpieza del vaso, el barman se nos acercó. En la placa de latón de su camisa se leía AZIZ.

—Dígame, señor.

Me volví hacia Annie.

—¿Qué quieres tomar?

Annie hizo como si inspeccionara el estante de botellas que se reflejaban en el espejo de detrás.

—Un gin sling —dijo finalmente.

Lo pedí, y añadí un Laphroaig para mí.

El barman me sirvió el whisky tras asentir secamente, y luego, con cara de pocos amigos, empezó a preparar el cóctel de Annie.

—Qué recibimiento tan cálido —dije.

—Sí, ¿verdad? —contestó Annie en broma—. Siempre traigo a mis amigos aquí. Si le caes bien a Aziz, te daré una segunda cita.

—No me había dado cuenta de que erais amigos —contesté—. ¿Lo invito a algo?

—No, Sam, mejor que no. Su religión no lo permite.

—Pues qué extraño que haya elegido trabajar en un bar...

—Todos tomamos decisiones raras en algún momento. Suele ser por dinero.

Aziz volvió con el gin sling, que depositó en la barra sin abrir la boca. Cuando le di las gracias, sonrió con aspereza.

Después de brindar, nos trasladamos a uno de los reservados vacíos.

—Bueno, ¿piensas decirme qué pasó? —dijo ella, señalando el cabestrillo.

—¿Te puedes creer que me caí de un elefante?

Hizo un mohín y sus labios rojos dibujaron una delicada y exquisita «o».

—Pobre —dijo—. ¿No se podría estirar un poco la Policía Imperial y poner a tu servicio un vehículo motorizado?

—Es que soy nuevo —contesté—. Esos lujos los reservan para los veteranos. Aún tengo suerte de que no me hayan dado un burro.

—No sé qué decirte —respondió Annie—. La caída desde un burro es menos mala.

Bebí un poco de whisky.

—No, en serio, Sam —añadió ella—. Me han dicho que te pegaron un tiro.

—Deberías ver al otro —dije—. Está en el depósito de cadáveres de College Street, sobre una losa de mármol.

Abrió mucho los ojos.

—¿Lo mataste?

—No, yo no. Conseguí acabar la noche sin matar a nadie. De hecho, ni siquiera llegué a disparar.

—Me alegro. —Puso una mano encima de la mía—. No me parece que seas de los que disparan a la menor provocación.

En eso tenía razón. Ya había visto demasiados muertos. Me daría por más que satisfecho si lograba no disparar a nadie más el resto de mis días. De repente me noté la garganta seca y me acabé el whisky de golpe.

—¿Hubo más heridos? —preguntó Annie—. ¿Y el policía inglés con el que trabajas?

—¿Digby? No, está bien. Acabó sin un rasguño. No sabía que lo conocieras.

—No lo conozco —dijo, pasando una de sus cuidadas uñas por el borde de su vaso—. Es que tenemos un amigo en común.

Se acabó el gin sling, y fuimos a cenar al restaurante.

Parecía la sala de banquetes del palacio de un sultán pero diseñado por un comité de ingleses. Grande como un salón de baile, estaba acabado en mármol blanco y pan de oro, y dividido en dos niveles: la planta principal y una galería, separadas por unas barandas doradas de diseño intrincado. A pesar de su tamaño, no cabía un alfiler. El cuarteto de cuerda había acometido un nuevo vals vienés que se sumaba al ruido general. Cuando el maître nos acompañó a una mesa en medio de la muchedumbre, se giraron algunas cabezas, y no cometí la ingenuidad de pensar que me miraran a mí. El maître le apartó la silla a Annie y la ayudó a sentarse con gran zalamería. Tras darle las gracias, ella ocultó el rostro detrás de la carta.

Pedí el vino, una botella de blanco sudafricano al que le había tomado el gusto durante la guerra. En esa época había excedentes, y a menudo era el más barato que encontraba. Para comer, Annie me aconsejó probar el hilsa, un pescado.

—A los bengalíes les encanta el pescado —dijo—, y el hilsa es una exquisitez típica de esta zona.

Preferí pedir un filete. Me apetecía algo sencillo, sin sorpresas.

—Qué valiente eres —dijo ella.

Me dispuse a escuchar malas noticias.

—¿Sabes que hay muchas posibilidades de que sea de búfalo y no de ternera? Te recuerdo que para los hindúes las vacas son sagradas. En su mayoría, el personal de cocina no quiere ni tocarlo, y a muchos restaurantes les parece más fácil servir búfalo, sobre todo ahora que en todas partes están apareciendo asociaciones protectoras de las vacas. Pero, bueno, como estamos en el Great Eastern, quizá tengas suerte...

Al verla sonreír, de repente me dio igual que me sirvieran filete de búfalo, o incluso de babuino.

Trajeron el vino. Brindamos. Annie levantó la copa.

—Por las segundas oportunidades. Y, por cierto... —añadió—. ¿Ya has encontrado dónde vivir?

—No he tenido tiempo. De momento estoy cómodo en la casa de huéspedes, a riesgo de que me mate la comida. Pero bueno... —Me encogí de hombros—. La verdad es que me da igual vivir en un sitio u otro.

—Qué tontería —dijo ella—. Ya no estás en Londres, Sam. Aquí todo gira alrededor del prestigio, y un oficial de la Policía Imperial, un pukka sahib, no puede vivir en una casa de huéspedes. Necesitas habitaciones propias, un buen apartamento cerca de Park Street, con criados, por supuesto.

—¿Cuántos criados?

—Cuantos más mejor.

Sonrió.

—Suena un poco ostentoso.

—Pues claro —se burló—. Como tiene que ser.

—Con lo que cobro no tendré más remedio que conformarme con un séquito ligeramente escaso.

—Esta actitud no vale en Calcuta, Sam. Aquí la gente prefiere vender a su abuela a la fábrica de cola que prescindir de un solo miembro del servicio. ¿Qué diría la gente si descubriese que fulanita ha tenido que despedir a un par de doncellas para reducir gastos? El escándalo sería mayúsculo. En la India salen más baratas las personas que los animales. Puedes tener un criado, un cocinero y una doncella por menos de lo que te costaría mantener un caballo.

—Entonces mañana mismo pondré un anuncio solicitando a los tres. Total, no sabría dónde poner un caballo dentro de un piso...

La velada se desarrolló como había esperado. La música siguió sonando y el vino corrió mientras Annie y yo comíamos y conversábamos: sobre Inglaterra, la guerra, la India, los indios... Durante una pausa en la conversación, miré a mi alrededor y vi a muchas mujeres jóvenes y de tez clara sentadas con hombres que parecían doblarles la edad. Se lo comenté a Annie.

—Son las tripulantes de lo que llamamos «la flota pesquera». —Se rió—. Cada año llegan barcos llenos de jóvenes inglesas blancas como la leche. Hace años que vienen, pero desde la guerra hay más que nunca.

—Se entiende —dije.

—Es un sistema que funciona bastante bien.

Annie dio un sorbo al vino y balanceó suavemente el vaso para subrayar sus palabras.

—Cuando llegan a los veinticinco años, a las buenas chicas inglesas les entra miedo de quedarse para vestir santos, así que viajan a la India, donde hay literalmente miles de sahibs hambrientos de comodidades que se casarán con la primera rosa inglesa que se les ponga por delante. Da igual que sea poco agraciada o rara; si tiene el pedigrí adecuado, aquí encontrará marido. A mí me dan pena los hombres, sobre todo los funcionarios. Pobres... Se espera que vivan como monjes. Ya sabes que aún está mal visto que se casen antes de los treinta, y enlazarse con una mujer que no sea blanca sería un suicidio profesional. —Se le endureció el tono, quizá alimentado por lo que parecía el resentimiento de toda una vida. El vino le había aflojado la lengua—. Se puede tolerar algún que otro devaneo —continuó—, pero ¿casarse? —Movió un dedo en el aire—. Del todo imposible.

—¿Cómo se llamaba?

Me miró con cara de sorpresa.

—¿Quién?

—Ya lo sabes.

—El nombre no tiene importancia. Además, es agua pasada.

Bebió un sorbo de vino, y yo no dije nada más. Me di cuenta de que tenía ganas de desahogarse, y a veces lo mejor que puede hacer un hombre por una mujer es escuchar.

—Era oficinista en Writers —siguió explicando—. Lo conocí a los veintiún años. Él acababa de llegar de Inglaterra, y me deslumbró. Estuvimos juntos casi un año. Me prometió que se casaría conmigo.

—¿Y qué pasó?

—Lo de siempre: la India. El Imperio, que cambia a los ingleses. Los asfixia. Llegan con los ojos como platos, llenos de buenas intenciones, pero enseguida se vuelven cínicos y estrechos de miras. Aprenden de los veteranos, y empiezan a creerse todas esas tonterías sobre la superioridad británica y que no hay que juntarse con razas inferiores. Empiezan a despreciar a los nativos. Cualquier persona que no sea blanca está por debajo de ellos. A los hombres buenos el Imperio los destruye, Sam. —Tomó un poco más de vino—. Acuérdate de lo que te digo, porque a ti también te pasará.

—No creo —contesté—. Estoy hasta la coronilla de superioridad británica.

Se rió con amargura.

—Ya veremos qué piensas dentro de seis meses.

Quizá tuviera razón. Hasta a mí me habían sonado huecas mis palabras. Dejarse seducir por el racismo espontáneo que parecía imperar en Calcuta era muy fácil. Yo mismo lo había hecho hacía unas horas. Era insidioso. Pero podía ser mejor persona, y aprender de esa mujer tan guapa e inteligente a quien no engañaban las pretensiones y la hipocresía de la gente.

—Lo digo en serio —insistí, más para convencerme a mí mismo que a ella.

—Claro, Sam, tú no eres como los demás. Tú eres distinto.

Se acabó la copa.

¿Qué tenía que hacer, protestar? ¿Decirle que sí, que era distinto? Tenía miedo de que no fuera verdad. No supe qué decir, así que me quedé callado y le rellené la copa.

—Lo siento —dijo ella—. No mereces lo que te acabo de decir, pero es que lo he visto muchas veces. Llegan del campo inglés, son de lo más simpáticos, de clase media, y enseguida se les suben a la cabeza el poder y los privilegios. De repente los tratan a cuerpo de rey y los viste un criado, así que empiezan a pensar que se lo merecen todo.

—O sea, ¿que mejor me olvido de buscar servicio y me quedo con el caballo?

Sonrió. Fue una sonrisa preciosa, que me desarmó y me hizo dudar de que un hombre pudiera anteponer su carrera a una mujer como ella.

—Bueno, ¿vas a contarme lo que pasó ayer o no? —preguntó.

—No gran cosa, ya te lo he dicho. Localizamos a un sospechoso que se resistió a que lo detuviésemos. Me limité a cumplir mi trabajo.

—¿Crees que mató a MacAuley?

Vacilé, y acabé negando con la cabeza.

—No puedo decir más, Annie. Ya me gustaría.

Sonrió y me rozó la mano.

—Lo siento, no ha estado bien por mi parte.

Sus palabras coincidieron con cierto alboroto en la entrada de la sala. El murmullo de las conversaciones se redujo, y las miradas se volvieron hacia la puerta. Acababan de entrar cuatro personas, encabezadas por el vicegobernador, que iba impecable, con corbata negra y camisa blanca de cuello almidonado. Los otros integrantes de la comitiva eran un hombre corpulento con uniforme militar, general, a juzgar por sus solapas, y dos mujeres de cierta edad. El maître se apresuró a ir a su encuentro, e hizo una reverencia tan profunda y prolongada que temí que fuera incapaz de enderezarse de nuevo. Cuando por fin se irguió, se dirigió animadamente al vicegobernador. Desde la distancia no pude oír lo que decía, pero sus sonrisas zalameras y sus gestos aparatosos parecían indicar que no estaba protestando precisamente contra las políticas del gobierno.

El maître guió al grupo entre las mesas hacia donde estábamos nosotros, más en concreto hacia una que estaba vacía en un rincón y que al quedar apartada del resto brindaba cierta intimidad. Fue un avance intermitente, debido a que el vicegobernador iba parándose en las mesas, y los comensales se levantaban para saludarlo: unas breves palabras aquí, un apretón de manos más allá... Al ver a Annie, la reconoció enseguida y se acercó. Nos levantamos para saludarlo, como habían hecho todas las mesas anteriores.

—Señorita Grant —dijo él con su tono nasal de corredor de bolsa de Edimburgo.

—Señoría.

—Sólo quería decirle que me quedé horrorizado al enterarme de lo que le pasó al pobre MacAuley. Tenga la seguridad de que los culpables se enfrentarán muy pronto a la justicia.

—Gracias, señoría —contestó ella, bajando la mirada—. Me tranquiliza mucho oír eso.

—¿Y qué, cómo lo lleva?

Sonrió sin fuerzas.

—Bien, gracias, aunque debo reconocer que la impresión me ha durado bastante.

—Así me gusta, querida. Ya sabe usted, el temple ante todo.

Annie se volvió para presentarme.

—Éste es el capitán Sam Wyndham, señoría. Hace poco que...

—¡No, querida, si ya he tenido el gusto! —la interrumpió él, tendiéndome la mano—. Es usted el héroe del momento, mi querido muchacho. Tengo entendido que es a usted a quien hay que agradecerle la captura de nuestro viejo amigo Benoy Sen.

—No me estaría bien atribuirme el mérito, señor —respondí—. Fue una operación muy amplia.

—Sí, ya me lo han dicho. ¿Ha logrado que confiese?

—Todavía no.

Arrugó la nariz.

—Bueno, no puedo decir que me sorprenda. Tendrá que entregárselo a la inteligencia militar; allí tienen experiencia en tratar con individuos como Sen.

Asentí, y le dije que transferiríamos a Sen por la mañana.

Puso cara de satisfacción.

—Pues ya no los molesto más. Señorita Grant, capitán Wyndham...

Tras dedicarnos un gesto de despedida a cada uno, reemprendió el camino hacia su mesa. Yo me senté, bebí un poco de vino y me volví hacia Annie.

—No me habías dicho que eras tan amiga del vicegobernador —dije—. ¿Qué opinión le merece a Aziz, el barman?

—De amigos nada, Sam. He coincidido con él un par de veces cuando acompañaba a MacAuley a Government House. Pero, bueno, hablemos de lo importante: ¿es verdad que has detenido a Benoy Sen?

Sonreí sin decir nada. Cuando a una mujer la impresiona algo que cree que has hecho, muchas veces es mejor dejar que piense lo que quiera y no estropearlo con datos.

—¡Menudo golpe! —se entusiasmó—. Llevaba años huido.

—Ya sabes que no puedo hablar de la investigación —dije yo.

—Venga, Sam... Si hasta el vicegobernador ha hecho saltar la liebre. Ahora tienes que contármelo.

Me lo pensé. El alcohol siempre me debilitaba la voluntad, y ya llevaba unas cuantas copas encima. ¿Qué tenía de malo explicárselo? Lo más probable era que al cabo de pocas horas saliese en primera plana del Statesman. Por otra parte, mi lado más infantil quería impresionarla, así que levanté una mano en señal de rendición.

—Vale —dije—. ¿Qué quieres saber?

—¡Todo! —exclamó ella—. Cómo lo encontraste, cómo lo capturaste, cómo es... ¡Todo!

—Tampoco es tan interesante, la verdad.

—Pues claro que sí —protestó con voz musical—. El valeroso capitán Wyndham, que lleva menos de quince días en Calcuta, captura a uno de los hombres más buscados del país.

—Ya le he dicho a tu amigo el vicegobernador que no lo hice solo. Participó mucha gente.

—Ya, pero él ha dicho que el héroe eres tú.

Negué con la cabeza.

—Soy el que lo detuvo.

—Y de paso te hirieron.

—¿Esto? —dije, señalando el cabestrillo—. Ya te he dicho que fue al caerme de un elefante.

Saqué la pitillera y le ofrecí un cigarrillo, que ella agradeció. Encendí los dos.

—¿Y por qué mató a MacAuley? —preguntó Annie.

—Ahí está la cuestión —contesté—, que no estoy seguro de que fuera él.

—Anda, pues eso sí que es una sorpresa —dijo con los ojos muy abiertos—. ¿Y no se te ha ocurrido comentárselo al vicegobernador?

Negué con la cabeza de nuevo.

—No cambiaría nada. Lo ahorcarían igualmente. Sen sólo es un peón en una partida que lo sobrepasa.

Podría haber añadido que sospechaba que yo también lo era.

Había esperado que Annie se indignara, que le extrañara que yo permitiera ejecutar a un hombre por algo que no había hecho. En cierto modo quería ver cómo se enfadaba, cómo se escandalizaba por mi consentimiento. Tenía ganas de que me pidiera cuentas, y que de ese modo desempeñara el papel al que mi conciencia había renunciado, y me sorprendió que no dijera nada. No sólo me sorprendió, sino que me decepcionó un poco.

—No tengas mala conciencia, Sam —dijo, leyéndome el pensamiento—. Por lo que he oído, es un monstruo y se merece todo lo que le hagan, al margen de que matara o no a MacAuley.

—Ojalá fuera tan sencillo —contesté.

Se quedó un momento en silencio.

—Si no crees que lo matara Sen, ¿quién pudo ser?

—Es lo que voy a averiguar.

—Pero si el vicegobernador te manda que acuses a Sen, ¿no querrá decir que el caso está cerrado?

—Da igual. Yo haré mi trabajo, que es seguir investigando. No he venido a Calcuta para ser el perro faldero de nadie.

—Entonces ¿para qué has venido, Sam?

—Para conocerte, por supuesto.

Sonrió, haciéndome sentir como un colegial enamorado.

—¿Has venido a rescatarme de este sitio dejado de la mano de Dios? —preguntó—. Porque en tal caso, tengo que advertirte que no necesito que nadie me rescate. —Se inclinó y dio una calada—. ¿No habrás venido porque es a ti a quien hay que rescatar?

Salimos hacia las once, la hora en que los juerguistas abandonaban las entrañas del Great Eastern y se quedaban en la acera, formando corrillos de hombres ebrios y gritones y mujeres de risita fácil. Las señoras de la flota pesquera parecían haber hecho una buena pesca.

El policía blanco seguía en su sitio, intentando pasar desapercibido con una expresión en la que se leía: «Dios, por favor, que estos imbéciles no monten una escena en mi turno.» Era la misma cara que ponían sus compañeros los sábados por la noche en Mayfair y Chelsea, a medio mundo de distancia. ¿Cómo las maneja un pobre poli de ascendencia obrera con una masa borracha compuesta por sus superiores en el escalafón social?

Cuando pasamos Annie y yo, se volvió más de una cabeza, cosa que no me sorprendió. Al fin y al cabo era una mujer muy guapa. Los hombres se la comían con los ojos, pero no me molestó. Nunca he sido celoso. Los celos son una simple muestra de inseguridad, y a un hombre seguro de sí mismo no le afectan. Al contrario: toda la escena me procuró una satisfacción insólita. Uno de los placeres de la vida son las miradas de envidia masculinas que recibe la chica que va prendida de tu brazo. Las mujeres, mientras tanto, miraban de soslayo, con malevolencia y expresión amargada. ¿Qué estarían pensando? ¿Se escandalizaban de ver a un hombre blanco con una mestiza? ¿Estaban enfadadas con los hombres, por quedarse mirando a aquella chee-chee? ¿O sólo eran celos? Supuse, sonriendo para mis adentros, que era una mezcla de todo. Pues que se quedaran ellos a sus rosas inglesas de pura cepa. Yo estaba muy contento en compañía de Annie.

Esa noche refrescaba. Del río llegaba una brisa agradable, y una luna amarilla flotaba sobre el horizonte. Annie se me colgó del brazo. Dejamos atrás la fila de taxis y echamos a caminar sin rumbo fijo hacia el Maidan, el gran espacio abierto que se extiende entre Fort William y Chowringhee. Pasamos al lado de la entrada de Government House, con su león erguido sobre el arco. Era una fiera un poco rara, algo gorda y pesada, con tres de sus rechonchas patas firmemente apoyadas en el pedestal. Parecía un poco cansada, como si después de tantos años de pie tuviera ganas de sentarse. Detrás, en algunas ventanas del palacio aún había luz, no supe si sería la de los señores del Raj, que trabajaban hasta tarde, o la de los criados.

Las farolas encendidas parecían ristras de perlas sobre el secarral del Maidan. El aroma almizclado de las caléndulas flotaba en el aire. A lo lejos se veía la mole blanca del Victoria Memorial, poderosamente iluminado por una docena de arcos voltaicos, como una tarta de bodas monstruosa que nadie se atrevía a probar.

—Me gusta Calcuta a estas horas —dijo Annie—. Casi es bonita.

—La Ciudad de los Palacios. Es como la llaman, ¿no?

Se rió.

—Sólo quienes no viven aquí. O los que sí que viven en palacios, como Buchan, y el vicegobernador. Ojo, ¿eh?, que a veces pienso que sería incapaz de irme de Calcuta. ¿Por qué iba a marcharme? —Sonrió—. Aquí está toda la vida humana.

—Confieso que me empieza a gustar —contesté—, aunque puede que sea por la compañía.

—¿No será por haber bebido tanto?

—Lo veo difícil. En Londres bebía mucho, y el alcohol nunca me hizo ver la ciudad con buenos ojos.

Se detuvo y se volvió para mirarme como si buscara algo.

—Qué hombre tan curioso eres, Sam. Con todo lo que te ha pasado y no has perdido la inocencia, ¿verdad? No, si al final tendré razón en lo de que has venido a Calcuta a que te salven. Me...

A media frase la tomé en mis brazos para darle un beso: el primero, desconocido y exquisito, como las primeras gotas de una lluvia de otoño. El olor de su pelo. El sabor de su boca.

Quizá el alcohol no me hiciera ver Calcuta de otro modo, pero sí que me había ayudado, y en más de un sentido. A veces, los ingleses, para liberarse de sí mismos, necesitan un poco de arrojo etílico. Miré a Annie como si hasta entonces no la hubiera visto. Ella me puso una mano en cada lado de la cara y me devolvió el beso. El suyo transmitía fuerza, urgencia. Respiré más despacio. El segundo beso fue distinto, más importante que el primero. Pareció liberarnos a los dos.

Paré un taxi.

—¿Adónde, sahib?

Miré a Annie, y por un momento pensé en pedirle al conductor que nos llevara a Marcus Square, pero mi conciencia se rebeló enseguida. Además, dudaba que la señorita Grant, por muy cosmopolita que fuera su conversación, hubiese estado de acuerdo.

—A Bow Barracks —indiqué mientras la ayudaba a subir.

Annie se quedó callada, sin soltarme la mano, con la cabeza apoyada en mi hombro ileso. Cerré los ojos, aspirando su fragancia. El taxi se detuvo en la entrada de su casa, un apartamento en un sórdido edificio de dos plantas. La ayudé a bajar. Annie me miró, me dio un beso en la mejilla y se fue sin decir nada. Yo estaba demasiado cansado para buscarle algún sentido a lo que acababa de ocurrir. Subí de nuevo al taxi y di la dirección de la casa de huéspedes.