VEINTIUNO

Sábado, 12 de abril de 1919

Me despertó el canto de los pájaros, por usar un eufemismo, porque mejor sería decir que era un barullo de mil demonios, y que por nueve partes de chirridos había una de canto. En Inglaterra, el coro de trinos del alba es dulce y melodioso, e inspira a los poetas expansiones líricas sobre gorriones y alondras voladoras. También tiene la virtud de durar poco. Desmoralizados por el frío y la humedad, los pobres entonan algún que otro acorde como para probar que siguen vivos, y luego se dejan de historias y siguen con sus cosas. En Calcuta es distinto. No hay alondras, sólo cuervos gordos y lustrosos que empiezan a graznar al despuntar el alba y continúan durante horas sin parar. A nadie se le ocurriría escribir un poema sobre ellos.

Me dolía todo el cuerpo. Al menor movimiento, el dolor aumentaba. Cuando fui a coger la botella de whisky, lo único que conseguí fue que se cayera y rodara debajo de la cama. Me tumbé otra vez al tiempo que soltaba una maldición, y suspiré cuando cerré los ojos, esperando aplacar a quien estaba usando mi cráneo para hacer prácticas de bateo. Me planteé muy seriamente quedarme todo el día en la cama sin moverme. No habría sido mala idea si los cuervos hubieran cerrado el pico.

Pero no, no podía olvidarme de Sen, encarcelado en Lal Bazar. Me incorporé con gran esfuerzo y me tiré agua tibia por la cabeza. Después observé al vagabundo que me miraba desde el espejo del lavabo, con la cara hecha un poema.

Después de lavarme, me apliqué el ungüento en la herida y me la vendé lo mejor que pude. Los restos de mi uniforme seguían amontonados en el suelo. No tenía otro. Comprarme uno nuevo no sería barato, aunque me habían comentado que en Park Street había un sastre que hacía descuentos a la policía. Mientras tanto usaría ropa de civil, como buen integrante del cid: pantalones y una camisa que podría haber lavado. Me peleé un poco con el cabestrillo hasta que logré ajustármelo para que el brazo me doliera lo menos posible.

Abajo, la criada ya se había levantado y se afanaba en prepararlo todo antes de que apareciese la señora.

—Buenos días —dije.

Soltó un grito sorprendida. Quizá no me había oído entrar, aunque lo más probable es que fuera mi aspecto lo que la había impactado.

—Por favor, señor —dijo—, el desayuno no se sirve hasta las seis y media.

Yo debía de tener un aspecto especialmente deplorable, porque puso cara de pensárselo mientras miraba el reloj de la repisa y después la puerta a mi espalda.

—Pase. ¿Le preparo unas tostadas y un poco de té?

—¿Ya se ha despertado la señora Tebbit? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—La memsahib aún tardará una media hora en bajar, señor.

—Pues entonces le agradezco mucho las tostadas y el té.

Me zampé la tostada, porque tenía mucha hambre pero también muchas ganas de salir antes de que hiciera su aparición la señora Tebbit, y la cuestión es que lo conseguí: salí a la calle justo cuando oía sus pisadas en el rellano del piso superior. En la plaza estaba Salman, fumándose un cigarrillo con algunos colegas. Lo llamé. Él asintió y, después de dar una última calada al bidi, se acercó tranquilamente con el rickshaw. Cuando se fijó en que llevaba el brazo en cabestrillo, hizo amago de decir algo, pero al final se lo pensó mejor y bajó el rickshaw para ayudarme a subir.

—¿A la comisaría, sahib?

Aún había poca gente en la calle, y casi ningún europeo. A esas horas predominaban los trabajadores más humildes del ayuntamiento de Calcuta, los que limpiaban las alcantarillas y las aceras. Circulamos en silencio. Los wallahs no suelen dar mucha conversación, y es comprensible: no es fácil hablar cuando arrastras el doble de tu peso.

Al llegar a Lal Bazar, bajé directamente al calabozo y me sorprendió ver a Surrender-not roncando en un banco del pasillo. Llevaba una camiseta fina de algodón y unos pantalones cortos; había enrollado la camisa y se la había puesto debajo de la cabeza a modo de almohada. Un cordel fino de algodón le rodeaba el cuerpo, el «hilo sagrado» que simboliza la casta de los brahmanes. Me dio la impresión de que no se había movido de allí en toda la noche. Pensé en despertarlo, aunque sólo fuera para observar su reacción al verse descubierto en paños menores por un oficial sahib, pero tuve miedo de que se muriera del susto, así que hice caso a los ángeles buenos, que me aconsejaron dejarlo dormir un poco más, y seguí mi camino en dirección a las celdas.

Medían cuatro metros y medio por tres, y las puertas con barrotes daban a ambos lados de un pasillo largo. No eran precisamente habitaciones del Ritz, aunque sí podían presumir de tener baño, concretado en un cubo que descansaba en un rincón. Sen estaba echado en un camastro de una de las celdas del fondo, tapado hasta la barbilla con una manta de la policía. El médico asignado a su vigilancia dormitaba fuera en una silla, no muy lejos de la mesa sobre la que dormía el agente que estaba de guardia, un indio que tenía los brazos gruesos cruzados sobre su enorme abdomen y la cabeza descansando sobre el pecho. Me acerqué y di unos golpes fuertes en la mesa para despertarlos a ambos. El agente se levantó azorado y, desplazando su mole con agilidad, alzó un brazo rechoncho, se limpió la baba del mentón e hizo un saludo. Me parecieron movimientos sorprendentemente gráciles para alguien tan gordo.

Me acerqué a la celda y le hice señas al agente, que se apresuró a acercarse con una anilla llena de unas llaves grandes de hierro. La puerta hizo un ruido metálico cuando giró sobre sus goznes. Sen se volvió hacia mí y esbozó una sonrisa. Luego trató de incorporarse, pero le requería demasiado esfuerzo y se le notó en la cara. El médico, que había entrado detrás de mí, lo obligó a echarse otra vez.

—¿Cómo está? —pregunté.

La respuesta del doctor fue mordaz.

—Todo lo bien que cabe esperar en alguien que ha pasado la noche en una celda pocas horas después de una operación.

—Necesito que conteste a unas preguntas.

Me miró horrorizado.

—Anoche, este hombre estuvo a punto de morir. No está en condiciones de ser interrogado.

Sen levantó una mano para indicarnos que nos acercásemos. El médico y yo interrumpimos nuestra conversación.

—¿Puedo beber un poco de agua?

Lo dijo con un hilo de voz. Yo le hice una señal con la cabeza al vigilante, que salió de la celda y volvió con una jarra y una taza esmaltada con abolladuras. Después de ayudar a Sen a que se incorporase, el médico cogió la taza de manos del vigilante y la acercó con suavidad a los labios del preso, que bebió a pequeños sorbos e hizo un gesto de agradecimiento.

—Por favor —susurró—, ¿pueden decirme dónde estoy?

—En el calabozo de Lal Bazar —dije.

—Entonces ¿esto no es Fort William? Qué lástima. Siempre había querido verlo por dentro.

Al reír le dio un ataque de tos, y el médico corrió a ayudarlo.

—Tranquilo —contesté—, seguro que no tardará mucho en verlo.

El médico se volvió hacia mí, enfadado.

—Es obvio que este hombre no está en condiciones de responder preguntas. Márchese, por favor.

Por muy admirable que me pareciera su determinación, la persona a quien estaba protegiendo era un terrorista, indio, por añadidura, y a punto de ser condenado por el asesinato de un inglés. Daba risa la idea de que su médico pudiese evitar el interrogatorio. Aun así, preferí esperar a que Digby y Surrender-not estuviesen presentes, y pensé que no tenía sentido indisponerse sin necesidad con el médico.

—Le doy unas horas de descanso, doctor —dije—, pero lo interrogaré durante la mañana.

Abandoné las celdas y regresé al pasillo. Banerjee ya no estaba en el banco, pero volvió enseguida con la cara y el pelo mojados. Seguía sin llevar nada más que la camiseta y los pantalones cortos.

—¿Hoy no va de uniforme, Surrender-not? —le pregunté.

Lo mismo podría haberme preguntado él a mí. Sin embargo, él se quedó muy quieto mientras las gotas de agua le caían desde la cabeza hasta la camiseta.

—Perdón, señor —balbuceó—. Es que me estaba lavando la cara.

—¿Ha pasado aquí la noche?

—Sí, señor. Me ha parecido preferible, por si el estado de Sen empeoraba.

—Ah... ¿Así que ahora es médico?

—No, señor, lo que quiero decir es que me pareció mejor quedarme cerca por si surgía alguna urgencia. Usted mismo subrayó lo importante que era interrogarlo cuanto antes.

—Me alegro —contesté—, porque sólo me falta ver que usted también se preocupa por ese hombre. Entre la actitud del médico que está con él en la celda y la del personal sanitario de anoche, empiezo a pensar que en vez de a un terrorista hemos detenido al Dalai Lama. Espero no tener que recordarle que es muy probable que ese hombre haya asesinado a un funcionario británico, por no hablar de los otros delitos que ha cometido.

Puso cara larga.

—No, señor.

Le había hablado con dureza, y me di cuenta enseguida de que también había sido injusto con él. No era mi intención echarle la bronca al sargento, pero es que estaba reventado. Desde la noche que había visitado el fumadero de opio apenas había conciliado el sueño, y mi estado de ánimo empezaba a resentirse. Y haber recibido un disparo tampoco mejoraba la situación.

Eso hizo que me acordara de algo.

—Sargento —pregunté—, ¿recuerda que cuando estaba subiendo por detrás de la casa, uno de los cómplices de Sen estuvo a punto de pegarme un tiro desde la ventana?

—Sí, señor.

—¿Quién disparó, usted o Digby?

Surrender-not se toqueteó el cordel de algodón que le colgaba del hombro.

—Fui yo, señor, que era quien llevaba el rifle. Seguro que el subinspector habría hecho lo mismo, pero sólo tenía su pistola, y no habría podido disparar con tanta precisión.

—Pues nada —dije bruscamente—, me alegro de que siguiera las prácticas de tiro con atención. Bueno, váyase a dormir, que aún nos quedan unas horas antes de interrogar a Sen.

Me sentí avergonzado. Pese a estar en deuda con Banerjee, por alguna razón me costaba darle las gracias. Era lo que tenía la India. A un inglés le resultaba difícil mostrarle agradecimiento a un indio. Cuando hacían tareas subalternas, como traerte algo de beber o limpiarte las botas, era fácil agradecérselo, claro, pero en situaciones más importantes, como que te salvaran la vida, la cosa cambiaba. Caer en eso me dejó un regusto amargo.

Apenas me quedaba energía para subir hasta el despacho y cuando entré me dejé caer en la silla. Cada vez me dolía más el brazo. Saqué el frasco de pastillas y, tras ponerlo encima del escritorio, me encontré en un dilema. El dolor era insoportable, pero necesitaba estar lúcido. Aunque Lal Bazar no fuese Scotland Yard, incluso aquí debía de estar mal visto interrogar a un sospechoso bajo los efectos de la morfina. A regañadientes, me guardé el frasco en el bolsillo y llamé por teléfono a Daniels para concertar una cita con el comisario. Contestó al segundo tono, y se desvivió tanto por ayudarme que llegué a pensar que me había equivocado de número.

—Está previsto que lord Taggart llegue a las ocho, capitán Wyndham. Lo he incorporado a usted en su agenda, y lo llamaré en cuanto el comisario esté preparado para recibirlo.

Le di las gracias y colgué. Mi reputación seguía en aumento. El secretario debía de haberse enterado de la detención de la noche anterior. Esbocé una sonrisa irónica. Con suerte, le sacaríamos a Sen una confesión, y así podría cerrar el caso; y aunque el muy capullo no confesara, el testimonio del informador de Digby y la tentativa de fuga de Sen bastarían para encausarlo. A un jurado inglés quizá le pareciera todo demasiado endeble para establecer un caso, pero según las leyes Rowlett no era imprescindible que lo hubiera. El objetivo era que los terroristas como Sen sintieran todo el peso de la justicia británica, y la búsqueda de pruebas concluyentes sólo servía para complicar las cosas.

Una vez que se formularan las acusaciones contra Sen, el caso ya no estaría en mis manos, ni sería de mi incumbencia el desenlace. Lo más probable era que Taggart se lo pasara a la Sección H, que le sonsacaría cualquier otro dato como quien exprime un limón. Luego se celebraría un juicio sin jurado, y una ejecución sumaria. En resumen, un proceso de gran eficacia.

Me apoyé en el respaldo y cerré los ojos. Debí de sucumbir a la falta de sueño, porque de repente noté que Digby me zarandeaba para despertarme.

—Venga, compañero, que hay que ponerse en marcha. Nos está esperando Taggart.

—¿Qué hora es? —pregunté, medio dormido.

—Poco más de las ocho y media.

—¿No tenía que llamarme Daniels por teléfono? —dije mientras sacudía la cabeza para despejarme.

—Lo ha intentado, pero como usted no contestaba me ha llamado a mí. Por cierto, compañero, ¿es consciente de que va de paisano?

—Es que sólo tenía un uniforme —contesté—, y está para el arrastre. Aún no he tenido tiempo de encargar otro.

—Pues mejor le presto uno. Ahora le traigo una chaqueta de mi despacho. Ah, por cierto, en Park Street hay un sastre muy bueno que le hará descuento.

Lo seguí al pasillo. Digby entró en su despacho y reapareció con su chaqueta de repuesto, que me ayudó a ponerme por encima del cabestrillo.

Daniels esperaba a la entrada de su antedespacho. Cuando nos acercamos me saludó con la cabeza.

—Los está esperando el comisario —dijo, haciéndonos pasar al despacho de Taggart.

El comisario, de espaldas a nosotros, miraba fijamente por el ventanal, pero al volverse a saludarnos sonreía de oreja a oreja. Me invitó a sentarme en un Chesterfield.

—¿Qué tal el brazo, Sam? —preguntó.

—No demasiado mal, señor.

—Me alegro, muchacho. Ayer por la noche estuviste de suerte. ¡Espero que no se te ocurra repetir esas heroicidades muy a menudo!

—No, señor.

—Ojalá sea así, lo digo por tu bien. No estamos en Inglaterra, Sam. Aquí hay muchas más armas de fuego. Las tiene todo el mundo: nosotros, el ejército, los terroristas... Las proezas como la que hiciste ayer suelen acabar en la tumba. Si no te matan los terroristas, es muy posible que lo hagan nuestros amigos de la Sección H. Yo diría que ahora mismo no eres su policía favorito.

—Me andaré con cuidado, señor.

—Que no se te olvide. No te he traído de tan lejos para que te maten en cuestión de quince días. Muerto no me sirves para nada.

—Sí, señor. Sentiría en el alma ocasionarle alguna molestia, señor.

Me miró un momento y dejó pasar el comentario.

—Bueno, empecemos —continuó—. Enhorabuena a los dos por lo de ayer. —Se volvió hacia Digby—. No se me ha olvidado que fue su informador quien nos puso sobre la pista de Sen.

—Gracias, señor —dijo Digby, acompañando su respuesta con un gesto de la cabeza.

—También fue un acierto hacer seguir al coronel Dawson —añadió Taggart.

—Cuestión de suerte —contesté.

—Nunca subestimes el valor de la suerte, Sam. Prefiero un policía con suerte que uno con talento. Los primeros tienden a vivir más. En todo caso, no creo que nos convenga ir pregonando por ahí que hicimos seguir a un alto mando de la Sección H. Podría ser que el vicegobernador lo viera con malos ojos. Se te tendrá que ocurrir una explicación más aceptable para la rapidez con que llegaste al lugar.

—Podríamos decirles que nos enteramos del paradero de Sen gracias al chivatazo de uno de nuestros soplones —dije—. De hecho, debe de ser así como lo encontró la Sección H. Si hay suerte, mejorará el concepto que tienen de nuestra red de informadores.

Taggart se sacó un pañuelo del bolsillo y se tomó su tiempo en limpiarse las gafas.

—Me parece bien —dijo—. De todos modos, la próxima vez que se te ocurra seguir a un alto mando del ejército, avísame antes, por favor.

Asentí con la cabeza.

—¿Y qué sabemos de Sen? —prosiguió.

—Lo llevaron al hospital universitario —respondió Digby—, y esa misma noche lo curaron.

—¿Cuándo podremos trasladarlo?

—Ya está aquí —contesté.

Se me quedaron mirando los dos con cara de sorpresa.

—Abajo, en las celdas. Lo trasladamos ayer por la noche.

—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Taggart—. Yo pensaba que si alguien intentaba encerrar a un paciente en una celda justo después de una operación los médicos se pondrían como fieras.

—Apelé a su sentido común.

—Pues es un alivio —dijo—. Sólo nos hubiera faltado tener que enfrentarnos con la Sección H en el hospital. Ahora, si quieren a Sen tendrán que pasar por el vicegobernador.

—¿De cuánto tiempo le parece que disponemos, señor? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—No sabría decirte. Me imagino que Dawson habló anoche con sus superiores, y que lo primero que habrán hecho esta mañana es telefonear al vicegobernador, que seguramente se lo habrá planteado a sus asesores. Si concluyen que deberíamos entregar a Sen, lo más probable es que en algún momento de la tarde recibamos una orden. Quizá podamos ganar algo de tiempo. Le diré a Daniels que no estaré localizable en lo que queda de día, pero mañana por la mañana, como muy tarde, tendremos que entregar a Sen. Partan de la premisa de que disponen a lo sumo de veinticuatro horas.

—Mi intención es interrogarlo en cuanto acabemos esta reunión —dije.

—Muy bien. Que esta noche se entere de los delitos que se le imputan. Intenta que coopere, si es posible. Dile que si no, lo entregaremos directamente a la Sección H. Tarde o temprano nos lo quitarán, por supuesto, pero eso no hace falta que lo sepa. ¿Algo más, señores?

—Señor, ¿a la prensa qué le decimos? —preguntó Digby—. A estas alturas ya se habrán enterado de los fuegos artificiales de anoche, y querrán que hagamos algún comentario.

—Si preguntan, díganles que la investigación sigue adelante y que pronto podremos hacer una declaración más completa. No quiero que se divulgue nada hasta que hayamos encausado a Sen. Bueno, señores —dijo, levantándose de la silla—, si no hay nada más, tengo que prepararme para «desaparecer» durante el resto del día. Si tienen algo urgente que decirme, avisen a Daniels. Si no, contactaré con ustedes a las seis en punto de la tarde para que me informen.

—El interrogatorio empieza el doce de abril de mil novecientos diecinueve a las diez horas.

En una habitación pequeña, sin ventilación, con diez grados más de la cuenta. Nos apretujábamos cinco en un espacio para dos, y se notaba el olor agrio del sudor. Sen miraba fijamente el suelo, con su médico al lado. Junto a mí estaba Digby, y de por medio una mesa abollada de metal. A un lado se encontraba Banerjee, con una libreta amarilla y una pluma estilográfica.

Se procedió a anotar los nombres: «Entrevista dirigida por el capitán Samuel Wyndham, inspector de policía, en presencia del subinspector John Digby y el sargento S. Banerjee.»

La falta de sueño y la herida en el brazo distaban mucho de ser las mejores condiciones para dirigir un interrogatorio. Mi único consuelo era que Sen presentaba un aspecto aún peor. Llevaba el uniforme de preso: pantalones anchos con cordón en la cintura y una camisa. Caqui, con marcas negras. Tenía las manos esposadas encima del regazo.

—Por favor, diga su nombre para que así conste en acta.

—Sen —contestó—, Benoy Sen.

Tenía voz de cansado.

—¿Sabe por qué ha sido detenido?

—¿Necesitan una razón?

—Ha sido detenido como sospechoso de asesinato.

Ni se inmutó.

—¿Cuándo volvió a Calcuta?

Silencio.

—¿Puede explicar sus movimientos durante la noche del pasado ocho de abril?

Silencio de nuevo.

Yo no tenía tiempo ni ganas de seguirle la corriente.

—Mire, Sen —le dije—, no sé si se da cuenta de lo afortunado que es. Ha tenido la suerte de ser detenido por la policía, no por el ejército, y gracias a eso está siendo interrogado en este lugar tan agradable, con un médico a su lado, y se está dejando constancia de todo por escrito. Si no colabora un poco con nosotros, lo pondré en manos de nuestros amigos de Fort William, que no son tan aficionados a cumplir las normas como nosotros.

Sen levantó la mirada del suelo y resopló con desdén.

—Ya que tanto habla de normas, capitán, dígame una cosa: ¿por qué no valen para ellos?

—Aquí las preguntas no las hace usted, Sen.

Sonrió.

—Se lo vuelvo a preguntar: ¿cuándo volvió a Calcuta?

Se me quedó mirando como si me estudiase, antes de levantar las manos y apoyarlas en la mesa, que emitió un leve chirrido al rozar con el metal de las esposas.

—Llegué el lunes pasado.

Asentí con la cabeza.

—¿Y por qué ha vuelto?

—Soy bengalí, nacido y criado en Calcuta. Es mi casa. ¿Acaso me hace falta una razón para volver?

No me interesaba entrar en polémicas.

—Dígame por qué ha vuelto y punto. ¿Por qué justo ahora?

—Porque me habían invitado.

—¿Quién? ¿Y para qué?

—Lo siento, capitán, pero no pienso divulgar los nombres de otros patriotas.

—Sabemos que pronunció un discurso en casa de un tal Amarnath Dutta.

Esta vez reaccionó.

—Felicite a sus espías —contestó—. Lo reconozco, pronuncié un discurso. Hablé sobre la necesidad de la independencia ante un grupo de progresistas.

—¿Y es consciente de que las reuniones de ese tipo son ilegales? —pregunté.

—Soy consciente de que, según sus leyes, las reuniones de ese tipo son ilegales, y de que esa clase de discursos se consideran sediciosos. Son las mismas leyes que prohíben a los indios reunirse en sus propias casas para hablar de su anhelo de libertad en su propio país. Las aprobaron los ingleses sin el consentimiento de los indios, a quienes se aplican. ¿No le parece una ley injusta? ¿O considera que un indio no tiene derecho a determinar su propio destino, a diferencia de los europeos?

—No estamos debatiendo sobre política —dije—. Limítese a contestar.

Sen se rió, aporreando la mesa por debajo.

—¡Sí que lo hacemos, capitán! ¿Cómo no vamos a hacerlo? Usted es policía, y yo indio. Usted defiende un sistema que tiene a mi pueblo subyugado, y yo busco la libertad. El único debate que podemos tener es político.

Por Dios, yo aborrecía a los políticos... A mí que me den a un psicópata o a un asesino en masa. En comparación con un político, interrogarlos es de una sencillez la mar de agradable. En general se mueren de ganas de confesar sus crímenes. En cambio, los políticos casi siempre tienen la necesidad de complicar las cosas, justificar sus actos y convencerte de que ellos están por la justicia y el bien común, y de que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos.

—Lo bueno o lo malo del sistema político no es asunto mío, Sen. Mi trabajo es investigar un crimen, y es lo único que me interesa. ¿De qué trataba su discurso en casa del señor Dutta?

Reflexionó un momento antes de contestar.

—Subrayé lo necesario que es estar unidos y dar un giro de timón.

—¿Y en qué consiste ese «giro de timón»?

—¿Seguro que quiere que se lo explique, capitán? Podría parecerle que trato de embarcarlo en un debate político.

—¡Cuidado, Sen! —terció Digby—. ¡No nos interesa oír sermones de un maldito babu!

Sen siguió mirándome a los ojos sin hacerle caso.

—Continúe —dije.

—Me imagino, inspector, que sabrá que antes de volver a Calcuta he estado varios años llamando la atención lo menos posible. Durante ese paréntesis he tenido mucho tiempo para pensar, y he llegado a la clara conclusión de que en más de veinticinco años de lucha por la libertad de todos los indios no hemos avanzado casi nada. También he empezado a analizar las razones de ese fracaso.

»Hay explicaciones que caen por su propio peso, claro: que los campesinos, a fuerza de deslomarse y pensar cada día en cómo sobrevivir, no tengan ningún tipo de conciencia política; que entre nosotros haya tantas facciones, y se peleen tanto entre ellas, factor del que se aprovechan despiadadamente ustedes y sus lacayos; que sus espías logren infiltrarse en nuestras organizaciones y desbaraten nuestros planes. Pero yo siempre vuelvo a la cuestión fundamental: si nuestra causa es justa, ¿por qué la gente no la apoya? ¿Por qué no se dan cuenta sus espías de que luchamos por sus intereses, además de por los nuestros? Ésa es la pregunta que me ha quitado el sueño y a la que he estado dando vueltas muchas horas al día.

»Cuando estás escondido, si algo tienes es tiempo. He leído mucho, todo lo que he podido: libros, recortes de prensa... Todo lo que he encontrado sobre la lucha por la libertad a lo largo y ancho del mundo: la abolición de la esclavitud en América, la defensa de los derechos de los indios en Sudáfrica... He leído con especial atención los escritos de M. K. Gandhi, que se plantea otra pregunta. “Si nuestra causa es justa —dice él—, ¿por qué nuestros opresores no se dan cuenta de ello?” Y su respuesta es que a partir del momento en que, en su fuero interno, el opresor reconozca que está equivocado, perderá las ganas de seguir oprimiendo.

»Yo al principio me reía. Según la lógica de Gandhi, bastaría con llamarles a ustedes la atención sobre lo mal que está lo que hacen. Entonces, sobrecogidos por sus propios actos, se arrepentirían y volverían a su tierra. Para mi mirada escéptica, Gandhi era un ingenuo sin remedio que se hacía falsas ilusiones. ¡Si apelásemos a sus buenos sentimientos, se darían cuenta ustedes mismos de su error! —Se rió por lo absurdo de la idea. Luego continuó—. Para empezar, yo no creía ni que ustedes tuvieran buenos sentimientos.

»Después de haber visto cómo sus tropas masacraban a amigos míos, a mis ojos no eran sino demonios sin alma, pero el tiempo y la soledad te hacen entrar en razón, y cuanto más tiempo llevaba escondido, menos rabia sentía, y más pensaba en lo que propugnaban Gandhi y otros como él. Un día lo entendí de golpe. Aún me acuerdo del momento. Estaba sacando agua de un pozo, un trabajo muy monótono, y empecé a divagar. Entonces me di cuenta de que estaba cometiendo el mismo error que les recriminaba a los ingleses. Si los acusaba a ustedes de tratar a los indios como seres inferiores, por lógica no podía considerar que los indios eran superiores a los ingleses. Teníamos que ser iguales, y esa igualdad me obligaba a atribuirles a ustedes la misma dignidad que a los indios. Si creo que los indios tienen conciencia y juicio moral, y que somos esencialmente «buenos», debo aceptar que la mayoría de los ingleses también lo son. Una vez aceptada esta última premisa, se deduce que como mínimo habrá unos cuantos ingleses abiertos a reconocer lo erróneo de sus actos, siempre y cuando se les haga ver que lo son.

»En ese momento me di cuenta de que nuestras acciones, las de Jugantor y otros grupos, sólo servían para justificar la represión. Cada vez que explota una bomba, o se dispara una bala, ustedes tienen una excusa para endurecer el control. Llegué a la conclusión de que la única manera de poner fin al dominio británico en la India era eliminando esas excusas y haciéndoles ver a ustedes mismos la auténtica naturaleza de su ocupación de mi país. He vuelto para transmitir ese mensaje: que la unidad de todos los indios, y la apelación a los mejores sentimientos de nuestros opresores a través de la resistencia pacífica, es nuestra única esperanza para conseguir la libertad.

Digby se apoyó en el respaldo y resopló por la nariz.

—Muy bien expresado, Sen. Si de algo anda sobrado este país es de bengalíes con discursos. Palabras nunca os faltan, ¿eh? Siempre tan encantados de argumentar que lo negro es blanco, y el día es la noche... —Se volvió hacia mí—. Capitán, aquí hay un dicho que reza: «¡Que Dios nos proteja de la furia del afgano y la retórica del bengalí!»

Sen no le hizo caso y volvió a dirigirse a mí.

—Capitán, ¿podría usted decirme a cuál de los dos considera peor el subinspector?

Digby se puso rojo. Al hablar sólo conmigo, Sen lo estaba provocando con mucha habilidad.

—¡Esto no es ningún debate, Sen! —dijo Digby, enfadado—. Pero ya que lo preguntas, ¡es mucho peor el pedante del bengalí!

Sen sonrió.

—Sé por experiencia, capitán, que muchos de sus compatriotas sienten una antipatía especial por los bengalíes, más que por el resto de los indios, aunque confieso que no sé muy bien por qué. Quizá pueda aclarármelo el subinspector...

—¿No será porque habláis como cotorras? —replicó Digby.

—En tal caso —dijo Sen—, está claro que tenemos un problema. Hace más de un siglo que a los bengalíes nos recuerdan lo afortunados que somos porque los británicos nos hayan obsequiado con el maravilloso idioma inglés y su tan cacareada educación occidental, aquí más que en cualquier otro lugar de la India; pero después de tantos años aprendiendo bajo su tutela, cuando hacemos uso de ese don se nos acusa de pensar y hablar demasiado. ¿Será que, a fin de cuentas, no era tan buena idea esa educación occidental? ¿Nos habrá dado ínfulas a «los pedantes de los bengalíes»? Al parecer, el subinspector cree que los únicos indios «buenos» son los que conocen su lugar.

Intervine antes de que Digby tuviera tiempo de formular una respuesta coherente. Se nos acababa el tiempo, y necesitaba respuestas de Sen.

—Si ha venido a predicar el evangelio de la no violencia —pregunté—, ¿por qué anoche, cuando ya era evidente que estaba rodeado, no se limitó a rendirse?

—Me lo planteé, y hasta traté de convencer a mis compañeros, pero estaba en minoría.

—Pero si es el líder, Sen. ¿Me está diciendo que no le hicieron caso? Con lo convincente que es usted... ¿Nos está diciendo que ha vuelto para convencer a la gente de que tome el camino de la no violencia, y espera que me crea que ni siquiera logró persuadir a sus propios hombres?

—Dígame, capitán, ¿ha presenciado usted alguna otra incursión a cargo de sus compañeros de la inteligencia militar? —preguntó—. En tal caso, es posible que ya conociera su fama de hombres de gatillo fácil. En la oscuridad pasan cosas. Han matado a tiros a muchos hombres cuando intentaban entregarse. Mis compañeros decidieron que era mejor morir como hombres que como perros.

—¿Espera que me lo crea?

Sen se echó hacia atrás al tiempo que soltaba un suspiro, y me miró a los ojos.

—No tengo ninguna manera de convencerlo, capitán.

—Yo creo que miente —dije—. Creo que su «giro de timón» consistía en instigar una campaña de terror que empezaba con el asesinato de un alto funcionario británico.

—¿Por qué sigue con esta farsa, capitán? Es evidente que en la reunión hubo espías infiltrados, y supongo que le habrán confirmado lo que acabo de decirle.

—Nuestros informadores nos notificaron la reunión —dijo Digby—, pero no hicieron ninguna referencia a tu milagrosa conversión en el camino de Daca.

—¿A qué hora acabó la reunión en casa de Dutta? —pregunté.

—Poco después de medianoche.

—¿Y qué hizo entonces?

—Hablar una media hora con el señor Dutta. Después me fui a la casa franca de Kona.

—¿Lo acompañó alguien?

—Un amigo. Anoche lo mataron sus tropas.

—¿Fue allí directamente?

—Sí.

Di un puñetazo en la mesa. Fue una estupidez, porque me provocó un pinchazo de dolor que me recorrió todo el brazo herido.

—¡¿Me toma por imbécil?! —exclamé—. Sé que salió de la casa de Dutta con un cómplice. Sé que se encontró a MacAuley deambulando por la calle. Sé que lo mató y le metió un mensaje en la boca. Lo que quiero saber es si ya tenía pensado matarlo a él o sólo fue el primer blanco que tuvo la mala suerte de cruzarse en su camino.

El médico de Sen se había levantado.

—¡Capitán, no se lo consiento! Este hombre se está recuperando de una operación, y su salud es delicada. ¡Detenga ahora mismo el interrogatorio, por favor!

Sen le hizo señas para que se sentase.

—Gracias, doctor, pero quiero seguir con la conversación. —Se volvió hacia mí y me sonrió—. Me parece que he sido un poco ingenuo. A usted no le interesa la verdad, sino poder decir que ha capturado a un terrorista que mató a un cargo del gobierno, y que las calles vuelven a ser seguras para los buenos ciudadanos de Calcuta, al menos para los blancos. Le da completamente igual encontrar al asesino de verdad. Sólo quiere un chivo expiatorio, ¿y quién mejor que un combatiente por la libertad? Así tiene una excusa para proseguir con la represión.

Me volví hacia Banerjee.

—Sargento, por favor, deme la prueba A.

De un archivador beis que tenía en el suelo, a su lado, Banerjee sacó el mensaje ensangrentado que habían encontrado en la boca de MacAuley, lo alisó y me lo entregó.

La tinta se había corrido un poco, y las manchas se habían vuelto de un marrón rojizo, pero aún se podía leer con claridad. Alisé el mensaje en la mesa, delante de Sen.

—¿Lo reconoce? Lo encontramos en la boca del difunto.

Sen lo miró y se rió con amargura.

—¿Ésta es la prueba que tiene, capitán? ¿Este papel? —Señaló a Banerjee con la cabeza—. ¿Lo ha leído su lacayo?

Caí en la cuenta de que no se lo había enseñado a Surrender-not. Había sido estúpido por mi parte, pero cuando lo encontramos aún no conocía al sargento y, con todo lo que había pasado, se me había olvidado enseñárselo.

Sen lo adivinó por mi expresión.

—¿No? Ya me lo parecía. ¿Y si se lo enseñara? Así le diría que esta nota no puedo haberla escrito yo, a menos que sea un cobarde de los pies a la cabeza, claro...

A mis espaldas, Banerjee contuvo el aliento. Yo levanté una mano antes de que pudiera morder el anzuelo. No pensaba dejar que Sen dictase los términos del interrogatorio y menos reconocer que Banerjee no había visto el mensaje.

—¿Por qué escribió esta nota, Sen? —pregunté.

—Seguro que sabe que no fui yo. Dudo mucho que la haya escrito un bengalí. Es evidente que la escribieron los suyos, en un intento de prepararme una encerrona.

—Le aseguro que no es así. La encontré yo mismo.

Sen suspiró.

—Pues entonces tenemos un problema, capitán. Usted asegura que no me cree cuando le digo que la nota no la escribí yo, y yo no puedo creerle cuando dice que no la escribieron sus hombres para incriminar a un indio inocente. Hemos vuelto al problema de base, que es la desconfianza. Tanto usted como yo creemos que el otro miente. Es posible que lo haga alguno de los dos, pero también es posible que ambos estemos diciendo la verdad. Uno de los dos tendrá que creer en la buena intención del otro.

»Le voy a hacer una pregunta, capitán: si yo escribí la nota como advertencia a los británicos, ¿por qué lo hice en bengalí? —Señaló a Digby—. Para disgusto del subinspector, me he beneficiado de una educación británica. ¿Qué razón tendría para no escribirla en inglés?

—Es evidente, ¿no? —intervino Digby—. Para sembrar dudas sobre tu culpabilidad en caso de que fueras capturado.

Sen negó con la cabeza, como si un niño especialmente obtuso acabara de decepcionarlo, y se volvió hacia mí.

—Francamente, capitán, ¿a usted le parece verosímil que hiciera algo así con la esperanza de suscitar la duda entre mis acusadores si caía en sus manos? ¿De qué me habría servido? ¿A qué iba a apelar, al famoso sentido británico del fair play? ¿Tendría ocasión de defenderme ante un jurado? ¡Por supuesto que no! Lo único que tendré será un simulacro de juicio, seguido por una bala o una soga. Pero no me da miedo la muerte, capitán. Hace tiempo que me resigné a morir como un mártir. Lo único que pido es ser martirizado por mis propios actos, no como chivo expiatorio por los de otros.

Me apoyé en el respaldo. El interrogatorio no estaba llegando a ninguna parte. Había sido un ingenuo al esperar una confesión rápida.

—Hábleme del asalto al correo de Darjeeling —dije—. ¿Qué buscaban exactamente?

Sen se me quedó mirando.

—No sé a qué se refiere.

—¿O sea, que no sabe nada del asalto que sufrió ese tren a primera hora de la mañana del jueves?

—¿Qué quiere, endosarme todos sus delitos no resueltos? —preguntó—. Ya le he dicho que he vuelto para difundir el mensaje de la no violencia. Ni el asesinato del inglés, ni el asalto del tren que acaba de mencionar, tienen nada que ver conmigo o con mis colaboradores.

Miré el reloj. Llevábamos casi una hora. Se imponía un cambio de estrategia. Saqué un paquete de Capstan y le ofrecí uno a Sen. Su mano tembló al cogerlo. Banerjee sacó una caja de cerillas, encendió una y se la acercó. Sen se lo quedó mirando con cara de asco, mientras bajaba el cigarrillo. La llama avanzó hasta el pulgar de Banerjee, que la apagó con una sacudida.

Sen se dirigió a mí.

—Perdone, pero no estoy dispuesto a aceptar nada de alguien a quien considero un traidor a su pueblo.

—¿De mí, en cambio, acepta un cigarrillo?

—Usted y yo estamos en bandos opuestos —respondió—. Aunque tengamos nuestras diferencias, reconozco su derecho a defender sus principios, como debería reconocer usted el mío a defender lo que creo que es justo. En cambio él... —Señaló a Banerjee con un gesto—. Él es un instrumento para la esclavización de su propio pueblo. De él no pienso aceptar nada.

Banerjee dio un respingo. Vi que apretaba los puños, y aunque logró frenar su lengua, en sus ojos brilló la primera chispa de ira.

—Teniendo en cuenta su nuevo mantra de tolerancia y comprensión —dije yo—, no debería condenar al sargento antes de haber sopesado sus razones para ingresar en la policía, ¿no cree? Y, por cierto, que sepa que de no ser por él lo más probable es que anoche hubiéramos muerto usted y yo.

Sen se quedó en suspenso, hasta que cogió el cigarrillo y se lo acercó a Banerjee.

—Perdone, sargento. Cuesta cambiar de costumbres. Ha estado mal condenarlo sin pruebas. Ojalá su capitán siga el mismo principio.

Sen fumó despacio, saboreando cada calada de su cigarrillo. Cuando un hombre ya no tiene gran cosa por lo que vivir, se toma su tiempo con los escasos placeres que le quedan. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Cuando acabó volvimos a empezar, con las mismas preguntas y respuestas. Volvió a negar que supiera algo del asesinato de MacAuley o del asalto al tren. Volvió a declarar su nuevo compromiso con el cambio pacífico, desgranando argumentos con pasión de converso. Su lógica era atractiva, seductora, y me vi obligado en más de una ocasión a recordarme que tenía delante a un terrorista confeso, cuya organización había lisiado o matado por igual a ingleses e indios, militares y civiles. Su supuesta transformación en un hombre de paz era demasiado oportuna.

Estaba seguro de que Sen era capaz de mentir y decirme cualquier cosa con tal de sembrar en mí la incertidumbre. A fin de cuentas, yo era su enemigo, la personificación de todo lo que se había propuesto derrotar desde siempre. Sin embargo, yo empezaba a tener mis dudas. Al margen de lo cierta o falsa que fuera su versión, algunas cosas parecían extrañas, empezando por la nota encontrada en la boca de MacAuley. Era cierto, ¿por qué iba a haberla escrito Sen en bengalí cuando hablaba y escribía inglés tan bien como el que más? ¿Y por qué se empecinaba tanto en que se la mostrase a Banerjee?

Luego estaba el papel en sí. Durante los días posteriores al asesinato no había tenido la oportunidad de examinarlo atentamente, pero ahora que volvía a verlo, me generó una serie de preguntas. Se me había olvidado su calidad: era lujoso, con mucho gramaje y un toque satinado, como los que hay en las habitaciones de los hoteles de cinco estrellas. Por lo que había visto, en Calcuta no era habitual. El que usaban los indios solía ser frágil y basto. Incluso el que usaba la policía era de peor calidad que el de Inglaterra. ¿De dónde iba a sacar un papel así un fugitivo que llevaba cuatro años oculto? ¿Y por qué iba a arrugarlo y meterlo en la boca de su víctima?

Hice un alto en el interrogatorio. Un vigilante se llevó a Sen y su médico de regreso a la celda. Cuando me quedé sólo con Digby y Surrender-not me volví a mirarlos. Digby negaba con la cabeza. Surrender-not se limitaba a poner la cara de alma en pena que ponía siempre que estaba disgustado.

—¿Y bien? —pregunté.

—Hay que reconocer que imaginación no le falta —dijo Digby, levantándose—. Qué sarta de chorradas sobre la no violencia... ¡Ni que hubiéramos detenido a un santo en vez de a un cerebro terrorista!

—¿Y usted qué dice? —le pregunté a Banerjee.

Salió de su ensimismamiento.

—No sé muy bien qué pensar, señor.

—Pues no debería tener dudas, sargento —dijo Digby—. Yo ya me conozco a los de su calaña. Le aseguro que si tuviera la oportunidad, estaría tan contento de rebanarle el pescuezo como a un blanco.

Banerjee no contestó. Tuvo la prudencia de callar lo que pensaba, fuera lo que fuese. Delante de mí, encima de la mesa, estaba el archivador. Lo abrí para sacar la nota ensangrentada y tendérsela.

—Debería habérsela enseñado antes, sargento. Digby me dijo que es una nota de advertencia para los británicos, para que se vayan de la India. Léala y dígame qué le parece.

Banerjee examinó el mensaje.

—El subinspector Digby está en lo cierto.

—¿Lo ve? —dijo Digby.

—Aunque es bastante raro...

—¿El qué?

—Bueno, es difícil explicárselo a alguien que no habla bengalí... La cuestión es que el idioma bengalí tiene dos modalidades. Está el bengalí hablado y está el bengalí formal, parecido a lo que entendería usted por inglés culto, pero con muchos más formulismos y una cantidad exagerada de reglas de cortesía. Esta nota no está escrita en bengalí estándar, coloquial, sino en bengalí formal.

—¿Y eso es importante? —pregunté.

Banerjee titubeó.

—Pues... sería como escribir una nota en inglés pero usando tratamientos arcaicos. No es que esté mal, aunque es poco frecuente, sobre todo si lo que se busca es amenazar a alguien.

Digby seguía dando vueltas por la habitación.

—Sen es una persona culta. Puede que prefiera el bengalí formal... No veo que tenga ninguna importancia.

—Puede que no me haya explicado bien —dijo Banerjee—. Si la nota pretendía ser una amenaza, es la más educada que podría mandarse. Literalmente dice: «Sintiéndolo mucho, debo decir que no habrá más exhortaciones. La sangre de los de allende el mar correrá por las calles. Tengan la bondad de abandonar la India.» No veo ninguna razón para que Sen lo escribiera así.

Digby me miró para reafirmarse en su opinión.

—Mire, Sen es un terrorista conocido, responsable de innumerables ataques. Reaparece después de cuatro años escondido, y en su primera noche en la ciudad pronuncia un discurso en el que llama a actuar contra los británicos. La misma noche, a menos de diez minutos de donde ha pronunciado el discurso, asesinan a MacAuley. La noche siguiente asaltan un tren que, por lo que ha deducido usted, fue una acción terrorista. ¡No irá a pensar en serio que todo es una coincidencia! Ahora resulta que escribió una nota rara. ¿Y qué? La cuestión es que la nota es una amenaza, una advertencia de que la violencia continuará. Es a lo que ha dedicado Sen toda su vida. Es culpable. Que lo admita o no carece de importancia.

En cierto sentido, tenía razón: que lo admitiera Sen o no carecía de importancia. Sería declarado culpable y ahorcado. De su culpabilidad dependían demasiadas cosas para demasiada gente como para que el veredicto pudiera ser otro. La prensa estaba en pie de guerra. Para ellos, el asesinato era un ataque directo a la autoridad británica en la India, lo cual ponía presión sobre el vicegobernador, que tenía que reaccionar con voluntad de hierro, demostrándoles a los autóctonos que un acto así sería castigado de manera tan brutal como pública. ¿Y qué mejor manera de demostrar el poder británico que la detención inmediata y la ejecución de un terrorista? La Sección H quería muerto a Sen para compensar la vergüenza de haberlo dejado escapar en 1915, cuando liquidó al resto de la cúpula de Jugantor. Incluso en la Policía Imperial teníamos motivos para desear la condena de Sen, por la sencilla razón de que se nos estaba presionando para dar carpetazo cuanto antes al caso y no teníamos más sospechosos.

Sólo había un problema: que no estaba seguro de que hubiera sido él.

Y no era sólo por la nota. Para empezar, seguía sin tener ni idea de lo que había estado haciendo MacAuley a la entrada de un prostíbulo en la Ciudad Negra. Tampoco había nadie que lo supiera, como el vicegobernador o Buchan, el amigo de MacAuley, ni parecía que les importase demasiado. Por otra parte, me estaba dando cuenta de que había tenido esa sensación de incertidumbre desde el principio. Era como si anduviera todo el rato dos pasos por detrás, siguiendo las migas que dejaba otra persona. Por desgracia, Digby tenía razón. ¿Cómo iba a explicarle a Taggart que tenía mis dudas acerca de la culpabilidad de un terrorista prófugo que se encontraba cerca del lugar del crimen la noche del asesinato simplemente porque la nota era bastante excéntrica? Me echaría de su despacho tras reírse en mi cara.

Sin embargo, había otra cosa, un temor que poco a poco iba tomando forma en mi fuero interno. Si Sen no tenía nada que ver con los ataques, los auténticos culpables andaban sueltos, en cuyo caso el peligro de una insurrección terrorista a gran escala seguía en pie, y no quedaba mucho tiempo. Intenté no pensarlo. Sen era culpable. Sólo faltaba demostrarlo.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor? —me preguntó Banerjee.

Le dije que pasara sus notas a máquina. Quería tenerlas listas para poder repasarlas antes de dar el parte al comisario.

—¿Y sobre Sen? —preguntó Digby—. ¿Quiere hacer otro intento?

—¿Le parece que tiene algún sentido? —pregunté.

—Si por mí fuera, lo entregaría hoy mismo a la Sección H, a ver qué le sacan. Cuando quieren pueden ser muy convincentes.

—Ya lo tendrán, y pronto —contesté—, pero hasta entonces pienso retenerlo todo el tiempo que pueda.