Un hijo, cansado de la ancianidad y de los achaques de su padre, tomó la decisión de recluirlo en un asilo.
En silencio, padre e hijo salieron por última vez del hogar. Y caminaron por las calles de la gran ciudad. El primero, resignado. El hijo, tratando de silenciar su conciencia con un sinfín de promesas y falsas atenciones.
Al rato, el anciano se sintió cansado. Y el hijo, solícito, condujo a su padre hasta un banco cercano.
Nada más tomar asiento, el viejo rompió a llorar amargamente.
«¿Qué te sucede?», le preguntó el hijo.
Pero el anciano no respondió. Y su llanto se hizo más intenso.
«¡Por Dios, padre! ¿Por qué lloras?»
Y el hombre exclamó al fin entre sollozos:
«Hace cincuenta años, yo también conduje a mi padre a un asilo. Y ambos nos sentamos igualmente en este mismo banco...».