De cuando el padre eterno se distrajo

 

 

Algo había sucedido...

Aquel mundo, antaño pacífico, próspero y cargado de esperanza, se debatía ahora en un huracán de violencia. Casi de la noche a la mañana, sus habitantes perdieron el sentido de la prudencia y, sin que nadie lograra comprender el porqué, las calles de las grandes y de las pequeñas ciudades se tiñeron de sangre.

Estallaron los más pobres contra los poderosos y éstos, en una borrachera de locura, llenaron sus arsenales de ingenios capaces de borrar mil veces de la faz de la Tierra a toda la Humanidad.

Las guerras fueron multiplicándose, cargando de horror y muerte a millares de inocentes.

Nadie sabe cómo, pero el odio terminó por anidar en muchos corazones...

Y el Planeta, contaminado, dolorido y ensangrentado, perdió su viejo color azul, volviéndose rojo.

En aquel último momento, al filo ya de la «Gran Batalla», algunos hombres de buena voluntad descolgaron el «teléfono rojo de Dios».

Pero Dios no contestaba...

Los humanos, angustiados, marcaron nuevamente el número de los cielos.

—Sí, diga...

Los hombres de buena voluntad respiraron con alivio. Dios, al fin, se había puesto.

Y le explicaron la gravísima situación de la Humanidad...

—No logramos explicarnos qué ha podido ocurrir, Señor —comentaron los hombres con profundo desaliento.

—Yo sí que lo sé... —musitó Dios.

—¿Cómo dice...?

—Decía que yo sí conozco la causa de este desaguisado.

Se hizo el silencio y, al fin, el Padre Eterno, casi excusándose, anunció:

—... Verán, es que me quedé dormido.

 

Al doctor Bautista, director de la Estación Espacial de Madrid, que cree firmemente en las «distracciones» de Dios