Quizá el secreto de la felicidad esté en la capacidad de renuncia.
Mi buen amigo Castillo es uno de los pocos hombres felices del Planeta.
Castillo es pescador. Y cada jornada, enfundado en un simple deseo de vivir, se hace a la mar.
Su barquilla —azul y blanca— ni siquiera tiene nombre. Castillo asegura que el mar se lo llevó poco a poco, en prenda de amistad.
Así debió ser, puesto que mi amigo no sabe mentir.
Y alejándose hacia el Estrecho, tanto como pueda dar de sí el deseo de su corazón, Castillo pesca. Yo diría que se hace mar y brisa susurrante que termina enamorada del tableteo de su motor. Yo diría que se hace potera de plata, camino de las arenas profundas.
Castillo no aspira a más.
Con la barra del timón entre los tobillos, regresa con el crepúsculo o con la luna.
Su figura firme sobre cubierta es la firma y hasta la rúbrica de un océano sereno, todavía al margen de la locura de la gran ciudad.
Castillo conoce esa locura. Y, lejos de amordazar los deseos de su corazón, un día decidió soltarlos. Y dejarlos libres como el viento de levante. Y, siguiendo la estela de aquel impulso, mi amigo descubrió que sólo en la parquedad y en el reposo los minutos eran más largos.
Y se hizo pescador.
Y amó la mar porque sólo en ella siguen reflejándose los pensamientos. Sólo en ella sigue vivo el silencio. Sólo en la mar cuenta el hombre y sólo el hombre.
Y renunció a todo lo demás.
No importaba ya la rueda del dinero, con sus filas de dientes, mortales como fauces de «tintoreras».
¿Para qué morir cada mañana y cada noche bajo el peso de los compromisos y de los convencionalismos?
¿Para qué la fiebre del consumo?
¿Por qué ahogar el diálogo con los hijos en el humo asfixiante del pluriempleo?
¿Por qué ambicionar? Y, sobre todo, ¿para qué?
Y Castillo se hizo pescador.
Y escapó hacia sí mismo.
Y ya sólo contó su barquilla sin nombre. Y la empuñadura de su timón. Y las noches peinadas de estrellas. Y su hogar...
Y yo sé que Castillo no podría ya vivir lejos de la mar...