Capítulo 15

–¿Sabes a quién ha encontrado tu hermano en el tren, Kostia? –preguntó Dolly, después de repartir a los niños pepinos y miel–. A Vronsky. Va a Servia.

–Y lleva un escuadrón a sus expensas –añadió Katavasov.

–Es una cosa digna de él –dijo Levin–. Pero, ¿es que todavía marchan voluntarios? –preguntó, mirando a su hermano.

Sergio Ivanovich, ocupado en sacar del trozo de panal que tenía en su plato una abeja viva, pegada a la miel, con la punta de un cuchillo, no le contestó.

-¡Cómo no! ¡Si viera usted los que había ayer en la estación! -repuso Katavasov mordiendo ruidosamente su pepino.

-Pero, ¿cómo es eso? Explíquemelo, Sergio Ivanovich. ¿A qué van esos voluntarios y contra quién han de guerrear? -preguntó el viejo Príncipe, continuando una conversación iniciada, al parecer, en ausencia de Levin.

-Contra los turcos -contestó Kosnichev, sonriente y tranquilo.

Había logrado librar a la abeja aún viva y ennegrecida de miel que agitaba las pequeñas patas, y con cuidado la pasó de la punta del cuchillo sobre una hoja de olmo.

-¿Y quién ha declarado la guerra a los turcos? ¿Iván Ivanovich Ragozov, la condesa Lidia Ivanovna y la señora Stal?

-Nadie ha declarado la guerra; pero la gente se compadece de sus hermanos de raza y quiere ayudarles -dijo Sergio Ivanovich.

-El Príncipe no dice que no se les ayude -intervino Levin-, defendiendo a su suegro-. Se refiere a la guerra. El Príncipe sostiene que los particulares no pueden intervenir en la guerra sin autorización del Gobierno.

-Mira, Kostia. Una abeja volando. ¡Nos va a picar! -exclamó Dolly defendiéndose del insecto.

-No es una abeja, sino una avispa -aclaró Levin.

-Veamos, explíquenos su teoría -dijo Katavasov, sonriente, a Levin, a %n de provocar una discusión-

¿Por qué los particulares no han de poder ir a la guerra?

-Mi contestación es la siguiente: la guerra es una cosa tan brutal, feroz y terrible, que no digo ya un cristiano, sino ningún hombre puede tomar sobre sí personalmente la responsabilidad de empezarla. Sólo el Gobierno puede ocuparse de eso y ser por necesidad arrastrado a la guerra. Además, según la costumbre y el sentido común, cuando se trata de asuntos de gobierno, y sobre todo de guerras, todos los ciudadanos deben abdicar de su voluntad personal.

Sergio Ivanovich y Katavasov hablaron a la vez, exponiendo sus objeciones, que ya tenían preparadas.

-Hay casos en que el Gobierno no cumple la voluntad de los ciudadanos, y entonces el pueblo declara espontáneamente su voluntad —dijo Katavasov.

Pero Kosnichev no parecía apoyar el criterio de Katavasov. Frunció las cejas y dijo:

-No debe usted plantear así la cuestión. Aquí no hay declaración de guerra, sino la expresión de un sentimiento humanitario, cristiano. Están matando a nuestros hermanos, a gente de nuestra raza y fe. Y no ya a nuestros hermanos y correligionarios, sino simplemente a mujeres, ancianos y niños. El sentimiento grita y los rusos corren a ayudar a terminar con esos horrores. Figúrate que vas por la calle y ves unos borrachos golpeando a una mujer o a un niño. No creo que lo detuvieras a preguntar si se ha declarado la guerra a ese hombre o no, sino que lo lanzarías en defensa del ofendido.

-Pero no mataría al otro -atajó Levin.

-Sí le matarías.

-No lo sé. De ver un caso así, me entregaría al sentimiento del momento. No puedo decirlo de antemano.

Pero semejante sentimiento no existe ni puede existir respecto a la opresión de los eslavos.

-Quizá no exista para ti, pero existe para los demás -contestó, frunciendo el entrecejo involuntariamente, Segio Ivanovich-. Aún viven en el pueblo las leyendas de los buenos cristianos que gimen bajo el yugo del «infiel agareno». El pueblo ha oído hablar de los sufrimientos de sus hermanos y ha levantado la voz.

-Puede ser -dijo Levin evasivamente-. Pero no lo veo. Yo pertenezco al pueblo y no siento eso.

-Tampoco yo -añadió el Príncipe-. He vivido en el extranjero, he leído la prensa y confieso que ni siquiera antes, cuando los horrores búlgaros, entendí la causa de que los rusos, de repente, comenzaran a amar a sus hermanos eslavos mientras yo no sentía por ellos amor alguno. Me entristecí mucho, pensando ser un monstruo o atribuyéndolo a la influencia de Carlsbad… Pero al llegar aquí me tranquilicé viendo que hay mucha gente que sólo se preocupa de Rusia y no de sus hermanos eslavos. También Constantino Dmitrievich piensa así ––dijo señalándole.

–En este caso, las opiniones personales no significan nada –respondió Kosnichev–; las opiniones personales no tienen ningún valor ante la voluntad de toda Rusia expresada con unanimidad.

–Perdone, pero no lo veo. El pueblo es ajeno a todo eso –repuso el Príncipe.

–No papá. Acuérdate del domingo en la iglesia –dijo Dolly, que escuchaba la conversación–. Dame la servilleta, haz el favor ––dijo al anciano, que contemplaba, sonriendo, a los niños–. Es imposible que todos…

–¿Qué pasó el domingo en la iglesia? –preguntó el Príncipe–. Al cura le ordenaron leer y leyó. Los campesinos no comprendieron nada. Suspiraban como cuando oyen un sermón. Luego se les dijo que se iba a hacer una colecta en pro de una buena obra de la Iglesia y cada uno sacó un cópec, sin saber ellos mismos para qué.

–El pueblo no puede ignorarlo. El pueblo tiene siempre conciencia de su destino y en momentos como los de ahora ve las cosas con claridad –declaró Sergio Ivanovich categóricamente, mirando al viejo encargado del colmenar, como interrogándole.

El viejo, arrogante, de negra barba canosa y espesos cabellos de plata, permanecía inmóvil sosteniendo el pote de miel y mirando dulcemente a los señores desde la elevación de su estatura sin entender ni querer entender lo que trataban, según se evidenciaba en todo su aspecto.

–Sí, señor –afirmó el viejo, moviendo la cabeza, como contestando a las palabras de Sergio Ivanovich.

–Pregúntenle y verán que no sabe ni entiende nada de eso –dijo Levin. Y añadió, dirigiéndose al viejo–: ¿Has oído hablar de la guerra, Mijailich? ¿No oíste lo que decían en la iglesia? ¿Qué te parece? ¿Piensas que debemos hacer la guerra en defensa de los cristianos?

–¿Por qué hemos de pensar en eso? Alejandro Nicolaevich, el Emperador, piensa por nosotros en este asunto y pensará por nosotros en todos los demás que se presenten… Él sabe mejor… ¿Traigo más pan? ¿Hay que dar más a los chiquillos? –se dirigió a Daria Alejandrovna, indicando a Gricha que terminaba su corteza de pan.

–No necesito preguntar –dijo Sergio Ivanovich–. Vemos centenares y millares de hombres que lo dejan todo para ayudar a esa obra justa. Llegan de todas las partes de Rusia y expresan claramente su pensamiento y su deseo. Traen sus pobres groches y van por sí mismos a la guerra y dicen rectamente por qué lo hacen. ¿Qué significa esto?

–Eso significa, a mi juicio ––dijo Levin que comenzaba a irritarse otra vez–, que en un pueblo de ochenta millones se encuentran, no ya centenares, sino decenas de miles de hombres que han perdido su posición social, gente atrevida, pronta a todo, que siempre está dispuesta a enrolarse en las bandas de Pugachev o cualquier otra de su especie, y que lo mismo va a Servia que a la China…

–Te digo que no se trata de centenares ni de gente perdida, sino que son los mejores representantes del pueblo ––dijo Sergio Ivanovich con tanta irritación como si estuvieran defendiendo sus últimos bienes–. ¿Y los dineros recogidos? ¡Aquí sí que el pueblo expresa directa y claramente su voluntad!

–Esa palabra «pueblo» es tan indefinida… –dijo Levin–. Sólo los escribientes de las comarcas, los maestros y el uno por mil de los campesinos y obreros saben de qué se trata. Y el resto de los ochenta millones de rusos, como Mijailich, no sólo no expresan su voluntad, sino que no tienen ni idea siquiera de sobre qué cuestión deben expresarla. ¿Qué derecho tenemos, pues, a decir que se expresa la voluntad del pueblo?