22
Soy joven. He vivido poco. Debería de tener frescos los recuerdos y, sin embargo, ciertos episodios de mi vida me parecen extraordinariamente lejanos. Se me figura que haya sido otro quien ha vivido por mí, mientras yo me comportaba como un simple espectador distraído de mí mismo. En tiempos tan confusos ¡cómo no voy a sentirme desconcertado! No puedo entender nada de lo que pasa, ni esta guerra ni a la gente que interviene en ella. Nada parece real. Es como un mal sueño.
Ahora que ha pasado el tiempo, recuerdo la mañana del 6 de julio de 1934 como uno de los momentos más dichosos. La noticia me llegó en una carta que me entregó sor Teresa a la puerta del refectorio. Su expresión me hubiera evitado abrir el sobre, para saber que había superado la prueba de ingreso en la escuela normal. La carta contenía el fallo que con tanto afán y recelo había esperado, y compensaba todo el esfuerzo de los últimos meses. Acompañaba a la comunicación oficial una escueta nota manuscrita: «Enhorabuena, Andrés. Lo has conseguido». Firmaba José del Peso Sevillano.
Ya no entré en el refectorio. Me olvide de comer. Inquieto, sin poder controlarme, comencé a deambular por todo el edificio riendo y dando saltos como un poseso. Cuando recobré la cordura, mi primer impulso fue correr al encuentro de Vicenta, compartir con ella la gran satisfacción que sentía. No lo pensé dos veces.
Llegué a la calle de la Reina con el corazón en un puño. Era la hora en que Vicenta solía llevar a los niños al parque. Me concomía la impaciencia mientras esperaba al otro lado de la calle, frente al portal, unos minutos que se hicieron horas. Por fin la vi salir, los dos niños de la mano. Haciendo un esfuerzo por contener la euforia para que la sorpresa fuera mayor, corrí a su encuentro. Noté en su expresión que algo iba mal. Vicenta caminaba cabizbaja y tenía los ojos enrojecidos. Me miró y se soltó a llorar.
—¿Qué ocurre? —pregunté, alarmado.
—Los señores se marchan de la ciudad. Se van a Castilla a pasar el verano. La señora está enferma de asma y el médico le ha recomendado cambiar de aires. Las monjas les han autorizado a que les acompañe.
—¿Y si te niegas a ir?
—De nada serviría. Soy una menor y estoy bajo la tutela de las monjas.
—Ellas no pueden obligarte.
—Claro que pueden. ¿Te olvidas de que soy una asilada?
—¿Cuándo os vais?
—En un par de días.
—¿Por mucho tiempo?
—No lo sé. La señora se encuentra cada vez peor, la humedad la mata. El clima de Lugo no es bueno para nadie, basta ver que hemos pasado todo el invierno cubiertos de niebla. Ella se va convencida de que es por un par de meses, hasta el final del verano, pero he escuchado lo que el médico le decía al señor: «Mi recomendación profesional es que la paciente permanezca en Castilla una larga temporada. No hay nada como los aires del Guadarrama para limpiar el pulmón». El médico es amigo de la familia. Le sugirió al señor que, una vez nos encontremos fuera, convenza a su mujer de que alargue su estancia en Segovia, porque es Segovia a donde vamos. Dicen que aquella tierra es un sanatorio para los asmáticos. La señora sufre ataques de asma cada vez con más frecuencia. Otro invierno aquí, dijo el médico, podría agravar su estado de modo irreversible.
El anuncio de Vicenta me dejó tan aturdido que olvidé darle mi buena noticia. Toda mi euforia, a duras penas contenida, se había diluido como un primer copo de nieve que cae en un charco.
Apuré con avidez delirante el tiempo de estar con Vicenta. En los dos días, que pasaron como una exhalación, no nos importaba ya que las monjas nos descubrieran juntos ni los señores de la casa ni todos cuantos alimentaban los cotilleos de la ciudad, y en aquellas pocas horas que compartimos intentamos decirnos todo lo que no nos habíamos dicho, aireamos nuestro amor escondido y nos prometimos un futuro del que, ¡pobres ilusos!, nos creíamos dueños. Hoy se me figura que todo aquello lo hubiese vivido en la piel de otro.
La marcha de Vicenta me dejó en un estado de abatimiento como hasta entonces nunca había sentido. Me esforzaba en sobreponerme a la melancolía tratando de traer a la mente pensamientos positivos y felices. Pero no los encontraba. Ni siquiera pensar que estaba admitido en la escuela de Magisterio, lo que tanto había soñado y otros habían soñado conmigo, conseguía levantarme el ánimo. La ciudad me caía encima como una losa. Algunas tardes recorría los mismos lugares que frecuentaba con Vicenta imaginando que ella paseaba a mi lado. Aquellos recorridos evocadores, lejos de calmar la nostalgia, me atormentaban y me dejaban más abatido aún. Un gusano me roía las entrañas y me causaba tal vértigo que temía perder la consciencia. Después de caminar como un sonámbulo, rumiando aquella ausencia como una fiebre que me enfermaba, regresaba al hospital tembloroso y desencajado. Hundido.
La hermana Teresa enseguida hubiera notado mi padecimiento y sin duda hubiera sabido expresarme alguna palabra de consuelo, pero se había tomado unos días de descanso en la casa familiar, lejos de la ciudad. La hermana Perpetua era incapaz de leer en el alma del prójimo, pero sin proponérselo hizo algo que en buena medida me sirvió de terapia. Me asignó nuevas tareas.
Desde la enfermedad de Basilio, el jardín había quedado abandonado. Entre la hierba, sin segar durante meses, afloraban las zarzas. Colonias de ortigas y cardos habían invadido los parterres. El invierno había pasado sin que se hubieran podado los tilos y las ramas rozaban la fachada, golpeando peligrosamente las ventanas cuando soplaba el viento. Entre las losas del patio crecía toda clase de hierbajos. La hiedra cubría una pared de la leñera y trepaba por los contrafuertes de la capilla. Era necesario doblegar aquella naturaleza desmadrada y volverla a la regla del recinto. Alguien habría de dedicarse a ello, y no había otra mano de obra donde elegir. Los únicos disponibles éramos Lázaro y yo.
Don Florián me escribió felicitándome por mis éxitos académicos y para ofrecerme la posibilidad de regresar al pueblo por unos días. Me anunciaba un próximo viaje del Pispante a la ciudad, que yo podría aprovechar sin desembolsar un céntimo. El Pispante estaba ya avisado y vendría a buscarme. Tardé más de lo debido en contestar a mi maestro. Le agradecí su felicitación y sus desvelos, y aludí a mis nuevas ocupaciones en el hospital como pretexto para quedarme. Continuaba enfermo de amor y de tristeza. Sabía que las hermanas no iban a poner impedimento alguno si me animaba a tomar unas vacaciones, ni mucho menos don Rafael, pero en ese momento deseaba más estar ocupado y pendiente de las cartas de Vicenta. Pensaba que quedarme en Lugo era el mejor modo de guardarle la ausencia. Además, la conciencia me decía que debía compensar los días de trabajo perdidos, del que tan generosamente me habían liberado las hermanas para que pudiera dedicarme a preparar los exámenes finales. Por aquellas fechas recibí cartas de felicitación de la tía Elena, de mi hermano Manuel y de mi madre. Cartas que obraron como bálsamos en mi corazón dolorido.
Hacía días que notaba preocupado al maestro Sevillano. Sabía que a diario acudía a reuniones en el salón de la logia. Oí comentar que desde las elecciones de noviembre las cosas no marchaban bien para la República. De buena gana me hubiera alistado en una de las Misiones Pedagógicas, como me había prometido Sevillano el verano anterior, pero el maestro no volvió a mentar su ofrecimiento, y yo no me atreví a recordárselo. Parecía que todo su entusiasmo por aquellas iniciativas educativas hubiera desaparecido de repente, que incluso estuviera arrepentido de haber apoyado el modo genuino y farandulero de llevar la cultura a quienes no tenían ninguna otra oportunidad de acceder ella, y por eso ya no mencionaba su compromiso conmigo. Pero no era entusiasmo lo que le faltaba a mi maestro, ni mucho menos sentía arrepentimiento del afán derrochado en las campañas anteriores. A Sevillano le perturbaba el ver cómo se amilanaba la República ante la presión de los que habían ganado las elecciones. El nuevo Gobierno no mostraba interés alguno por las Misiones. Escatimaba las ayudas y ponía toda clase de trabas.
La confederación de derechas había ganado las elecciones del mes de noviembre pasado. Presionaba al Partido Radical, que continuaba en el Gobierno con Alejandro Lerroux en la presidencia, para que paralizase o rectificase las reformas políticas emprendidas en el bienio anterior por el entonces presidente Manuel Azaña. Se anunciaba ya la suspensión, rectificaciones o recortes en algunas leyes aprobadas que afectaban a las reformas agraria, militar y educativa, y la prensa hacía conjeturas con las intenciones del gabinete republicano si pretendía o no replantear su relación con la Iglesia católica, adoptando una postura más conciliadora. Intenciones en las que muchos interpretaban un acto de capitulación.
No era de extrañar la preocupación de José del Peso Sevillano. Sabía que la República misma estaba amenazada.
—Me preocupa la situación a la que hemos llegado —me confesó Sevillano durante el paseo de aquella tarde de domingo—. Contigo ya puedo comentar estas cosas. Creo haberte hablado alguna vez de lo que la República representa como un espacio político, pensado para la libertad, la igualdad, la tolerancia, el conocimiento... Alguna vez hemos hablado de ello, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Más de una vez.
La República era tema recurrente de conversación del maestro Sevillano conmigo y con sus amigos. Hablaba de ella con reverencia y lo hacía como si reflexionara en voz alta.
—Quienes amamos la República nos esforzamos en construir una comunidad civil libre, en la que la lucha de clases se vea superada. Pero somos relativamente pocos los apóstoles de esta idea. Nos llaman visionarios, nos calumnian, nos acusan de que tenemos la cabeza a pájaros... Entre los mismos que nos proclamamos republicanos hay evidentes contradicciones y nos mueven diversas intenciones e intereses, no siempre confesables. Esto hace que tengamos al principal enemigo dentro, ¿sabes por qué?
—¿Porque algunos republicanos no son del todo leales a sus principios?
—También por eso. Pero hay una razón más profunda. No entendemos que la República ha de estar por encima de todo, por encima incluso de la Constitución. Lo acaba de proclamar Azaña, y comparto plenamente sus palabras. Lo malo es que son muchos los republicanos que no han llegado a convencerse de la esencialidad de la República, ni siquiera comprenden esta idea. La mayoría del pueblo tampoco la comprende, lo cual es lógico, no tiene base intelectual para hacerlo. ¡Han sido tantos siglos de monarquía y de ignorancia! La monarquía aplicó siempre una política basada en aquello que decían los versos de Lope de Vega: «… porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto». La República se propuso desterrar de la mente de los gobernantes ese principio infame, a sabiendas de que la ignorancia es el gran enemigo de la libertad. Esa es la razón por la que el Gobierno de Azaña empezó por construir escuelas, formar maestros y cambiar el sistema educativo. Hay que extender la educación a todos y mejorar la calidad de la enseñanza. Los nuevos maestros están siendo instruidos en las nuevas ideas. Los maestros son la base, la piedra angular de la sociedad. Tú, Andrés, serás un maestro de la nueva hornada. En ti y en otros como tú está depositada la esperanza de una sociedad nueva. Me gustaría que tuvieras esto muy claro: solo el conocimiento nos hace libres. Tú contribuirás a construir la nueva sociedad del conocimiento. Si entre todos conseguimos una sociedad informada y culta, lo demás vendrá por añadidura; la libertad, la paz, el bienestar... todo.
—¿Entiendes esto?
—Sí, señor.
—Pero lamentablemente las cosas no marchan como las hemos soñado. ¿Recuerdas, hace solo un año, cuando andábamos por aquellas tierras de Burón? Cada vez que instalábamos el cinematógrafo en una aldea perdida y proyectábamos las imágenes en una sábana colgada de la pared, cuando enseñábamos a leer a los paisanos o interpretábamos un sainete de Ricardo de la Vega, yo estaba convencido de que estábamos colocando las primeras piedras de una sociedad nueva. Hoy sigo convencido de lo mismo. Pero por desgracia cada vez son menos los que comparten mi entusiasmo. Los españoles estamos derivando hacia los extremos ideológicos, nos hemos dividido en dos bandos enfrentados, y entre los dos fuegos queda la República a cuerpo descubierto. Me preocupa lo que pueda pasar, Andrés. Temo que hayamos comenzado a desandar lo andado.
Sin darnos cuenta habíamos llegado al río y cruzado el puente viejo. La ciudad quedaba arriba cerrada en su muralla. Un sol velado por la calima se inflaba en el horizonte en un globo sanguinolento que tintaba las aguas del río. La brisa cálida traía olor a pino y a hierba seca apilada en las medas. El coche de línea, que venía de Orense, pasó a nuestro lado con un estruendo metálico. Nos envolvió una nube de polvo. Dejamos la carretera para continuar por una vereda de pescadores a la orilla del río. Hasta nosotros llegaban los sonidos de la tarde, las voces chillonas de los niños que apuraban los últimos juegos, las risas de las lavanderas que recogían la ropa puesta al clareo sobre las matas de juncos, el canturreo lejano de un carro, notas cansinas arrancadas de una melancólica zanfoña.