27
En la explanada delante del cuartel de San Fernando, jóvenes armados trataban de ordenar en fila a un grupo de hombres. En uno de aquellos jóvenes reconocí a mi antiguo compañero de estudios, Rodrigo Vázquez, que, al verme, me hizo una seña para que me acercara.
—Hola, Andrés, ¿vienes a ofrecerte a la autoridad militar? —me preguntó complacido.
—Solo voy de paso. He de hacer unos encargos para el hospital. ¿Por qué vas armado?
—Hemos entrado en guerra, ¿no has leído el bando? Está por todas partes. Hasta lo vociferan por las calles.
—Lo sé. Pero tú no eres soldado.
—En la guerra todos somos soldados.
—¿Qué busca aquí esa gente?
—Son voluntarios. Vienen a alistarse.
—¿Alistarse?
—Quieren defender la patria. También tú harías mejor alistándote.
Mi amigo hablaba con arrogancia, encrestado como un gallo. Me exasperaba su superioridad, pero en el fondo sentía hacia él algo parecido a la compasión. Me despedí enseguida y apuré el paso para cruzar la plaza.
De regreso al hospital, observé gente armada en las calles y en las plazas de Santo Domingo y del Campo; soldados, carabineros, guardias civiles y jóvenes falangistas que se distinguían por el color de la camisa y por las enseñas de Falange, bordadas en las boinas y en las bocamangas. Llevaban fusiles y carabinas, y algunos una pistola al cinto.
Por primera vez me sentí inquieto. Aquel ambiente extraño y los sucesos acaecidos en los últimos días habían hecho mella en mi estado de ánimo, aun sin ser enteramente consciente de la gravedad de la situación.
Los hechos ocurridos en la larga semana del 20 al 26 de julio de 1936 quedaron grabados en mi memoria. Desde entonces, ya no sería capaz de pensar, sin sobresaltarme, en aquella ciudad amable donde había tejido sueños e ilusiones, felizmente arrullado por los consejos y el buen saber de José del Peso Sevillano y de la hermana Teresa. El lugar donde había crecido y madurado, compaginando los estudios y el trabajo en el hospital, donde por primera vez había saboreado el amor, conocido la felicidad, y también la inmensa tristeza que me causó la muerte inesperada de mis seres más queridos, mi madre y mi tía Elena.
Ya no podía reconocer la ciudad en la que había vivido los últimos años. La que encontré dormida, al sereno, bajo la nieve, cuando regresaba de enterrar a mi madre. La ciudad inalterable, indiferente a los afanes y padecimientos de los hombres, ajena a la guerra, que en la noche de invierno descansaba mansa y silenciosa, arropada por la blanca capa resplandeciente. La ciudad nevada, que había obrado como un bálsamo en mi alma dolorida, nunca, desde aquellos días de finales de julio del treinta y seis, he vuelto a pensar en ella sin estremecerme.
Desde el rincón de la sala donde Lázaro y yo nos encontrábamos, podíamos oír lo que decía sor Carmen Ballester. La superiora había reunido a las hermanas del hospital para darles cuenta de la situación y hacerles algunas recomendaciones. Una buena parte de las tropas había salido a sofocar los disturbios ocurridos en distintos pueblos de la provincia. Habían dejado desguarnecida la ciudad, lo que aprovecharon dirigentes y activistas del Frente Popular, escondidos en los alrededores desde la declaración del estado de guerra, para entrar en ella. Pretendían revertir la situación con un golpe de audacia.
Las hermanas —recomendaba sor Carmen Ballester— debían extremar las precauciones en sus idas y venidas al convento, estar disponibles para atender a los heridos, si se producían enfrentamientos armados, cerrar las puertas al personal extraño al servicio del hospital y mantenerse alerta en prevención de cualquier incidente.
Los enfrentamientos se produjeron la tarde del jueves, 23 de julio, y se prolongaron toda la noche. En la plaza de Santo Domingo, voluntarios del Frente Popular intercambiaron disparos con falangistas y miembros de la Guardia Civil. Ese mismo día, tres secciones de artillería, procedentes de Ferrol, entraron en la ciudad para reforzar la guarnición. Nada más llegar, los artilleros se emplearon a fondo en abortar la revuelta y reducir a los insumisos a disparo limpio. Toda la noche se oyó el tableteo de las ametralladoras, gritos, disparos y explosiones. Comenzaron a llegar al hospital los primeros heridos. Todos éramos pocos para ayudar. Pasamos la noche en blanco.
Por la mañana conocimos una noticia sorprendente. Primero era una información confusa y contradictoria. Después, la información se confirmó. El director del hospital, Rafael de Vega, había sido detenido, y con él las principales autoridades de la ciudad, alcalde y gobernador civil, dirigentes de Unión Republicana, algunos periodistas, representantes sindicales y un buen número de ciudadanos a los que el comandante militar les acusaba de alterar el orden.
Estábamos todos en el comedor cuando Pedro entró sobresaltado, preguntando por sor Carmen.
—Me marcho —se despidió de la hermana—. Busque usted otro chofer. Ya nadie está seguro aquí. —Le entregó las llaves de la ambulancia, y salió.
Me guiñó un ojo al pasar, al mismo tiempo que le daba a Lázaro un cariñoso pescozón.
A partir de aquel día, entraron en el hospital hombres armados. Patrullaban los pasillos, se colaban en el pabellón de las hermanas y se sentaban a fumar en la pequeña sala de estudio. Un día observé a dos camisas azules fisgando en la biblioteca. Se llevaron algunos libros y quemaron otros, utilizando un tiesto vacío como pebetero; las Memorias de la Revolución de 1848, de Alexis de Tocqueville, y la República, de Platón. Sospecho que no conocían ni el contenido de aquellos textos ni la identidad de los autores, pero debieron de encontrar subversivos los títulos.
La detención de Rafael de Vega me dejó conmocionado. Todos teníamos gran respeto y admiración por aquel hombre bueno y justo. Desde entonces me tomé la guerra en serio. Recordé de pronto lo que me había dicho Rodrigo: «En la guerra todos somos soldados». No sabía cómo ahuyentar el sentimiento de rabia que me concomía el alma.
Procuré estar enterado de los acontecimientos. Varias veces al día me acercaba al pabellón de medicina general para saber cómo iban las cosas. Tenía cierta confianza con el médico Antonio Grandío, amigo de la hermana Teresa. Él me ponía al tanto de las noticias.
—¿Se sabe algo de don Rafael?
—Solo sabemos que sigue detenido.
—¿De qué le acusan?
—De alojar a los mineros en el hospital.
—Pero él no tomó la decisión. Ni siquiera estaba de acuerdo.
—¡Qué importa eso! Lo hubieran acusado de cualquier otra cosa. La Junta de Defensa Nacional, compuesta por militares sublevados, asumió los poderes del Estado. Acaban de declarar la situación de guerra en todo el territorio nacional. Eso significa que se impone la justicia de las armas. Ya nadie está seguro, Andrés.
¡Qué razón tenía el doctor Grandío! Al día siguiente conocimos la destitución del cirujano Rafael de Vega como director del hospital de Santa María. En su lugar nombraron al falangista José María Fenollera. Desde entonces, un retén de soldados guardaba las puertas del hospital y falangistas armados patrullaban los pabellones.
Me enteré de que habían reclutado a buena parte de mis compañeros de Magisterio. Quizá también a mí me hubiera llegado al pueblo la orden de reclutamiento. Pero no tenía constancia alguna ni prisa por enterarme. Quería creer que la guerra no iba conmigo.
Era incómodo moverse por los pabellones del hospital, vigilado día y noche por los camisas azules. Me sentía prisionero. No podía sospechar lo mucho que llegaría a agravarse aquella sensación.
La tarde del 30 de julio, ordenaron al personal de servicios que se reuniera en el vestíbulo. Estábamos todos: el administrador, las hermanas, las lavanderas, las cocineras, el personal de mantenimiento, los porteros, los camilleros... El que parecía ser el jefe de los falangistas nos ordenó formar en fila. A un lado las mujeres y a otro los hombres. Colocaron a las hermanas en primera línea. Por ese mismo orden, y de uno en uno, empezando por las mujeres, nos hicieron pasar al comedor, donde, sentado frente a una mesa, en medio de dos camisas azules, un tipo de gafas, de aspecto melifluo, iba tomando nota de los interrogatorios que hacía un cuarto hombre, trajeado, que no dejaba de pasearse de un lado a otro, por delante del improvisado tribunal.
Dejaron marchar a las religiosas después de preguntarles el nombre, la edad, el lugar de nacimiento y el tiempo que llevaban en la Compañía. Con los demás se emplearon más a fondo. Lázaro y yo quedamos para el final.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó a Lázaro el hombre trajeado.
—Trece, señor. Casi catorce.
—¿Qué haces aquí?
—Mi madre me abandonó en la puerta del hospital. Las hermanas me recogieron y me criaron.
A Lázaro lo dejaron ir y me tocó el turno. Me preguntaron quién era, de dónde procedía, cómo y por mediación de quién había venido allí. Cuál era mi función en el hospital, qué estudiaba y dónde, cuál era mi relación con el director destituido, a quién conocía en la ciudad…
—Tú eres amigo de ese maestro masón, ¿cómo se llama?... Sevillano. ¿No es cierto?
—Sí, señor.
—Entonces sabrás dónde podemos encontrarlo.
—No, señor. Don José del Peso Sevillano no está en la ciudad.
—¿Ah, no? ¿Dónde se supone que está?
—Se ha ido de vacaciones, pero ignoro a qué lugar.
—¡Vaya! Las ratas abandonan el barco. ¿También tú eres masón?
—No, no lo soy.
—A ti te vieron por el santuario de esos masones. ¿Qué hacías allí entonces? También sé que atendiste a los revoltosos que se alojaron la semana pasada en el hospital. ¿Quién te ordenó repartirles víveres? ¿El doctor Vega?
—Don Rafael no quería aquí a esos hombres.
—¿Cómo sabes tú eso? —Se volvió al que estaba en la mesa tomando notas—. No escribas este último comentario.
El hombre que me interrogaba pasó por detrás de la mesa para leer lo que había escrito. Dio algunas instrucciones al escribiente. Él mismo, de su puño y letra, enmendó el texto. Hubo un interminable silencio hasta que el hombre volvió a pasear frente a mí.
—Dices que eres asturiano. No sé por qué todos los asturianos tenéis instinto bolchevique… No salgas del hospital hasta nuevo aviso. Quiero tenerte localizado.
Aquella noche no pegué ojo. Me daban miedo aquellos hombres. De madrugada se oyeron algunos disparos. Venían de la ronda de La Muralla. Lázaro dormía profundamente. Pensé en la hermana Teresa, en el maestro Sevillano, en don Florián. Los tres estaban lejos. Recordé a mi madre, y a mi tía Elena, y a Basilio. Todos estaban muertos. A ellos ya nada podía sucederles. Me sentí muy solo en el inmenso dormitorio.