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Seis semanas habían transcurrido desde que llegara a la casa. En todo ese tiempo no había abandonado mi reclusión. La buhardilla y el desván, al que accedía a través de una trampilla camuflada en el techo y oculta por un armario ropero, eran los únicos espacios por los que habitualmente me movía. El desván era amplio, solo ocupado por algunos trastos viejos: un velador con las patas quebradas, la caja apolillada de un fonógrafo, una jamuga, latas vacías del pimentón y algunas cajas que contenían cascos vacíos de sifón y de gaseosa. Para trepar a la trampilla, debía apartar el armario ropero, que la ocultaba, y utilizar una escalera de mano que se guardaba debajo del camastro. Por los dos pequeños tragaluces, que daban claridad al desván, observaba, sin ser visto, la plaza, la iglesia, la mayor parte del valle y la carretera que entraba en el pueblo. Sentado en un cajón, bajo el tragaluz, pasaba el más del tiempo escribiendo en el cuaderno que me había regalado la tabernera. En el desván comencé a escribir estas memorias.

Carmina subía a la buhardilla varias veces al día. Me traía comida, agua para asearme, ropa limpia, y me contaba historias y comentarios que oía en la taberna. Me trataba como al hijo que hubiera querido tener.

El tabernero venía a verme a diario, pero rara vez se detenía a conversar. Raimundo asomaba la cabeza por la puerta entreabierta, furtivo, huidizo; se interesaba por mi estado de ánimo y enseguida se marchaba. Siempre andaba con prisas. «¿Estás bien?», preguntaba. Su visita era de comprobación, como la ronda rutinaria de un centinela. Muchas tardes, a última hora, subía a la buhardilla el doctor Dimas. Sabía que era él por sus pasos lentos y pesados en la escalera. Se sentaba en el arcón. Conversábamos durante un buen rato. El médico me informaba de las noticias que llegaban de los frentes. Los alemanes se habían aliado con Franco, a pesar de la airada protesta del Gobierno español ante la Corte Internacional de Justicia. Aquellos mismos días, frente a las costas de Málaga, la armada alemana había hundido el submarino C-3, todo un símbolo de la fuerza naval republicana. Milicianos fascistas italianos, los llamados camisas negras, habían arribado a la Península para luchar al lado de las tropas rebeldes. Las noticias no eran nada halagüeñas para el Gobierno de la nación.

En Asturias la situación era aún peor. Tropas franquistas gallegas, me informó el doctor Dimas, habían entrado en Oviedo para auxiliar al coronel Aranda. Al estallar la rebelión, el coronel había navegado entre dos aguas, para después inclinarse por los rebeldes, traicionando al Gobierno republicano. Al mando de la guarnición acuartelada, Aranda se había hecho fuerte en la ciudad frente a las milicias republicanas, integradas en su mayor parte por mineros de las Cuencas, que lo cercaron y acosaron durante tres largos meses, hasta la llegada de las tropas gallegas. Los gallegos, en su avance, habían abierto un corredor desde Galicia a la capital asturiana, que hacía muy difícil cualquier movimiento de las milicias en la mitad occidental de la provincia. Los franquistas controlaban militarmente las carreteras y poblaciones principales de toda la zona, mientras, en las vías secundarias, en los caminos, en las villas y aldeas, los falangistas y la Guardia Civil hacían el trabajo de vigilancia y limpieza de militantes y simpatizantes de la izquierda, peinando los montes en busca de los huidos. Dimas mantenía la esperanza de que las tropas fieles al Gobierno de la República acabaran por sofocar la rebelión.

—En Oviedo todavía se combate por el control de la ciudad —comentó el médico—. Hay centenares de muertos. Los milicianos, apostados en los alrededores, siguen peleando.

—Dios sabe la suerte que habrá corrido mi hermano Manuel —dije, alarmado—. Debo ir cuanto antes a su encuentro. Manuel es la única familia que me queda.

—¿No dices que es seminarista? Los curas sabrán protegerle. Ya llegará el momento de que puedas marchar. Ir ahora sería muy arriesgado. Hay que ser prudentes y saber esperar. Algún día las aguas volverán a su cauce.

El mes de febrero comenzó soleado y seco. El desván era frío, pero en los días de sol había allí dentro una temperatura muy agradable, que descendía rápidamente en cuanto atardecía, circunstancia que aprovechaba para volver al cuarto. Por las tardes, Carmina me subía un brasero con el que caldear la habitación. Lo retiraba después de que me trajera la cena. «Los braseros son muy traicioneros —justificaba la mujer sus precauciones—. Cuántos no han muerto por las emanaciones de un brasero».

Las partidas de cartas, en las que participaba el sargento Cerrato, se celebraban inalterablemente los viernes y sábados. A veces se concertaba una partida extra algún día entre semana, cuando el sargento no tuviera patrulla. En esos casos, volvía tarde y cansado e iba directamente a casa sin pasar por la taberna. Los jugadores eran siempre los mismos: el sargento Cerrato, el doctor Dimas, Arcadio, el secretario del Ayuntamiento, y Raimundo, el tabernero.

Los más enviciados en el juego de cartas eran el sargento y Arcadio. El médico jugaba menos por afición que por guardar las apariencias y sondear a Cerrato para sacarle información. El papel del tabernero en la timba era un mero comodín para igualar los bandos.

Dimas acostumbraba a pasar por la taberna todas las noches, se convocara o no partida. Subía a la buhardilla, a verme. Pero, a veces, cuando estaban él y el tabernero a solas, me mandaba llamar por Carmina para que bajara a la trastienda. «Te hace bien salir de ese agujero y despejarte un poco», decía. Hablábamos del curso de la guerra, de las pocas noticias que llegaban, nada tranquilizadoras para mí y para los que, como él o el tabernero, defendían la República y la legalidad vigente. Hablábamos en voz baja, con las puertas cerradas, a la luz mortecina de un candil de gas. Un poco antes de las diez, hora en que comenzaba el toque de queda, había que apagar las luces y la gente se encerraba en sus casas.

Una noche de principios de marzo, estaba a punto de dormirme cuando me despertaron algunos ruidos, inhabituales a esas horas. Noté una cierta agitación en la casa. Un portazo, susurros, unos pasos en la escalera. Llamaron suavemente a la puerta del cuarto. Carmina asomó la cabeza y me comunicó que una persona recién llegada deseaba verme.

Muy extrañado por aquel anuncio, bajé a la trastienda y a duras penas reconocí a Pedro, el conductor de la ambulancia del hospital. Estaba muy delgado, tenía la barba crecida, vestía desarrapado. Llevaba una chaqueta sucia, hecha jirones. Se abalanzó hacia mí y me apretó en un largo abrazo. El médico le había informado de mi estancia en la casa.

Pedro estaba afiliado a ugt y andaba huido desde que abandonara el hospital de Santa María. Era uno de los que buscaba la Guardia Civil, me confesó. Le pregunté por mis amigos y conocidos de Lugo: el maestro Sevillano, Rafael de Vega, mi compañero de cuarto, el expósito... De todos ellos, solo dijo saber noticias de Rafael de Vega.

—Lo que hicieron con don Rafael fue una ignominia que avergüenza a la ciudad de Lugo y a todos los gallegos —dijo Pedro, muy irritado.

—¿Qué pasó con él? —pregunté.

—Lo fusilaron. El 21 de octubre, los fascistas lo ajusticiaron frente a las tapias del cementerio municipal, después de haber estado tres meses en prisión. Con el doctor ejecutaron a otras personas relevantes de la ciudad, entre ellas al gobernador civil.