6


—No te muevas de aquí hasta que yo regrese —ordené a Andrés—. Voy a ver si se han ido los Chicharros. Hace rato que no los oigo. Estaré más tranquilo si sé por dónde andan esos tipos.

—¿Y si llega el bote?

—Pierde cuidado. Volveré a tiempo.

Crucé la cala, trepé por el talud y, agachado, subí por el prado hasta ponerme detrás de unos arbustos desde donde podía distinguir a los Chicharros a la luz del fanal. Había una tercera persona con ellos. Pude oír cómo aquella persona les abroncaba. «¡Pero qué cojones de fosa es esta! Si parece un gua para jugar a las canicas. ¿Qué pretendéis, que los perros desentierren al rojo y anden royendo sus huesos por todo el pueblo? Poneos manos a la obra y cavad un hoyo como Dios manda, si no queréis ir a hacerle compañía al muerto».

Mientras hablaba, el hombre levantaba el fanal en una mano. Con la luz alta, observé el bulto del cadáver, envuelto en la manta, al pie de la tapia del cementerio. Esperé unos minutos por ver si el hombre se marchaba. Pero no parecía tener intención de hacerlo. Protegido por el seto que cerraba el prado me acerqué todavía más. El hombre dejó el fanal al borde de la fosa para ir a sentarse algo más arriba del lugar donde trabajaban los sepultureros. Encendió un cigarro. A la luz de la cerilla, pude reconocer su cara. Era uno de los camisas viejas que habíamos visto en El Gato Negro.

Regresé a la playa. Noté el mar más agitado. Andrés permanecía recostado contra las rocas. Era difícil distinguirlo incluso desde muy cerca. Con la noche tan oscura, se hacía imposible ver una embarcación o apreciar cualquier movimiento en la cala desde el lugar en que se encontraban los Chicharros.

—¿Siguen esos ahí? —preguntó Andrés.

—Sí, y hay un tercer hombre con ellos. Pero podemos estar tranquilos. Desde allá arriba no se distingue nada. Está demasiado oscuro. Además, la luz del fanal los deslumbra.

—El bote no acaba de llegar —se impacientó Andrés.

—El bote no tiene hora fija de arribada. Llega cuando llega. Ten calma, Andrés. En más de una ocasión hemos esperado toda la noche hasta el amanecer. Los del bote han de asegurarse de que no hay moros en la costa. Nosotros con esperar tenemos bastante... ¿Por qué no me sigues contando tu historia? Sería una buena forma de matar el tiempo.

Al cabo de un silencio largo, que yo no sabía cómo interpretar, repentinamente Andrés pareció recordar mi sugerencia:

—Mi historia... —dijo de pronto, y repitió—: mi historia…

Decía que los días que siguieron a la visita del maestro, mi madre se ocupó de lleno en los preparativos de mi marcha. Yo trataba de imaginar la ciudad. Me parecía que la ciudad tendría el aspecto del pueblo el día de la feria de Santa Lucía, claro que a mayor escala. La calle llena de gente que va y viene, los puestos de los vendedores, las caballerías abriéndose paso en medio de la multitud. Solo que en la ciudad, en lugar de caballos serían automóviles. Me imaginaba a señores muy elegantes, con trajes de paño inglés como los que cosía mi padre para el alcalde, y señoritas vestidas a la moda, de talle fino y manos blancas y alargadas, iguales a las que aparecían en las revistas que traía la tía Elena. Pero era incapaz de imaginarme el hospital, y el instituto, y la escuela normal. ¿Qué era eso de la escuela normal? ¿Una escuela donde formaban a los maestros? ¿Y quién formaba a los maestros? ¡Cómo podría yo llegar a saber tanto como don Florián!

Todas aquellas dudas y preguntas sin respuesta me agobiaban, me ofuscaban. Pero no me atrevía a molestar al maestro para que me las resolviera. Y así las preguntas me daban vueltas y vueltas en la cabeza. Me impedían dormir y, despierto, andaba como ido, sin prestar atención a lo que me decía mi madre, los amigos de la escuela o los vecinos, que ya conocían lo de mi marcha: «Hola, Andrés. Así que te vas a Lugo. Ten cuidado, no te fíes de la gente de la ciudad. Estudia mucho, Andrés, y ayuda a tu madre. Me gusta que seas decidido, muchacho, ya ves el futuro que te espera aquí».

En el amanecer del 6 de octubre de 1931, salimos de Villamansa en el Hispano-Suiza de Pepín, el Pispante, el único automóvil de alquiler que había en el concejo. Viajábamos muy despacio. La grava suelta de la carretera golpeaba los bajos del coche. Íbamos dando tumbos, sorteando los baches, que eran muchos. «Hay que armarse de paciencia —comentó el Pispante—, viajar a Lugo en coche es como ir a la Cochinchina en burro. ¡Qué digo! Se tarda mucho menos en llegar a la Cochinchina».

Bien pasado el mediodía, nos detuvimos en una vieja taberna y casa de comidas, en un lugar de la montaña que llaman Paradavella. De la cocina llegaba un olor a guiso que nos desató el apetito. Nos sentamos en una mesa de madera, blanca como manteca de tanto fregarse con lejía. Un tabernero bigotudo, renco, y con pocas ganas de trabajar, nos sirvió una jarra de vino y, renqueando, volvió al mostrador para regresar con tres vasos desparejados, pero limpios, que dejó sobre la mesa. «El muchacho tomará agua», dijo el maestro. El tabernero lo miró de reojo, torció el bigote y se marchó más renco que cuando se había acercado por primera vez.

Nos trajo el agua una mujer dicharachera y dispuesta que apareció por la puerta de donde provenía el apetitoso aroma. Ella fue quien nos sirvió la comida y nos atendió con amabilidad. Supimos después, por lo mucho que hablaba, que era la mujer del tabernero y madre de dos hijos, el menor de mi misma edad, que, desde hacía unos meses, se hallaba en Lugo, en casa de su hermana, casada con un ferretero. Francisco, que así se llamaba el hijo de la tabernera, trabajaba como mozo en la ferretería y, según su madre, estaba muy ilusionado con el empleo, contento de vivir en la ciudad.

Cuando ya nos íbamos, la mujer nos hizo un encargo. Nos entregó un paquete para su hijo Francisco. Debíamos llevárselo a casa de su hermana, en una calle próxima al hospital al que yo iba a trabajar y donde también habría de hospedarme.

Desde un alto divisamos Lugo. La ciudad me pareció muy grande. La población más grande que había visto. Mucho más que Fonsagrada, la villa por la que habíamos pasado aquella mañana, y más que Vegadeo, que había visitado con mi padre en una ocasión. La carretera subía bordeando la estación. Por primera vez, pude ver un tren. Era un tren de mercancías que cruzaba el llamado Puente de la Chanca. Al entrar en la estación silbó, soltó un bufido y se disolvió en una nube de vapor. El Pispante detuvo el coche para que yo pudiera contemplar de cerca el tren que tanto me había impresionado.

El Hispano-Suiza subió por una carretera muy pendiente, flanqueada por algunas casas de reciente construcción, con blancas galerías de cristal, y almacenes, donde observé a muchachos de mi edad que cargaban sacos, empujaban carretillas, barrían o fumaban, sentados sobre cajas de cartón.

Al llegar a lo alto, nos topamos con la muralla romana, contra la que se apoyaban casuchas y galpones. Cruzamos un arco monumental y enfilamos una calle en cuesta hasta desembocar en una gran plaza alargada, que llamaban de Fermín Galán —así rezaba el rótulo que había en una esquina—, aunque la gente la conocía por el nombre de Santo Domingo. El Pispante aparcó unos minutos en la plaza para cumplir algún encargo, y enseguida regresó para llevarnos al hospital de Santa María. El hospital se hallaba fuera del recinto amurallado, del que salimos por otro arco de piedra aún mayor que aquel por el que habíamos entrado.

En la puerta del hospital había un incesante trasiego de gente que entraba y salía. Eran horas de visita a los enfermos. El maestro preguntó al portero por sor Carmen en el mismo momento en que entraba una hermana, que se detuvo al oír nuestra pregunta, y se ofreció a guiarnos, por un largo pasillo, hasta el ala del hospital en la que supuestamente se hallaba la superiora. Entramos en una estancia donde encontramos a un grupo de religiosas. De espaldas, frente a una mesa alargada, de mármol, las hermanas hacían alguna labor. Cortaban gasas, nos dijeron, para procurar vendas.

—Hermana, estos señores preguntan por usted —nos anunció nuestra guía.

Una de aquellas mujeres se volvió hacia la puerta y, sonriente, vino directamente a mí:

—Tú debes de ser Andrés. Soy sor Carmen. Sé bienvenido. Aquí estarás como en tu casa, y aprenderás a ser un magnífico enfermero.

No me hacía ninguna ilusión ser enfermero. Pero la hermana me cayó bien. Respiraba franqueza y había en ella una mezcla de autoridad, distinción y dulzura. Sobre todo, dulzura. Me ganó al momento. Ordenó a una de las religiosas de hábito blanco que me indicara el dormitorio. Ella se quedó hablando con don Florián mientras nosotros nos alejábamos por un pasillo ancho, interminable, que ya no era capaz de saber si era el mismo por donde acabábamos de entrar. Las cosas en aquel lugar eran iguales unas a otras, las puertas, las ventanas, los pasillos, las lámparas. El edificio me parecía inmenso y laberíntico. Y blanco. Manifiestamente blanco.

El dormitorio era una sala enorme, de techo alto y con ventanas a uno y otro lado. Seis camas de hierro, pintadas de blanco, con sus seis mesillas separadas entre sí por grandes espacios, y un par de armarios metálicos, arrimados a uno de los fondos y, en la pared, un pequeño crucifijo. Era todo el mobiliario allí existente. Por las ventanas de uno de los lados entraba un sol blanco como el hábito de mi acompañante, que se proyectaba en las baldosas e irradiaba una claridad gaseosa. La gran sala daba una agradable sensación de vértigo. Las camas, las mesillas, los armarios y otro gran crucifijo sobre la puerta parecían estar suspendidos en el vacío; un vacío infinito, blanco, hecho de ausencia.

—La de la esquina será tu cama —me indicó—. Con la tuya son cuatro las ocupadas. Las otras dos están ahí por si surge un imprevisto.

También me señaló los estantes donde guardar la ropa, en el armario que habría de compartir con Lázaro, nombre del que ocupaba la cama contigua a la mía. Los armarios no eran muy amplios, pero las pocas prendas que yo traía en la maleta bien me cabían en la parte que me asignaban, y aún sobraba espacio. Además de Lázaro, según me informó la hermana, en las camas de la fila de enfrente, dormían Basilio, el joven jardinero, de veintitantos años, «un poco… simple, pero de muy buen corazón», me advirtió la religiosa, y Pedro, el conductor de la ambulancia.

Lázaro tenía nueve años, pero era un niño muy menudo. Aparentaba menos edad. Lo habían criado las hermanas. Lo encontraron abandonado, con tan solo un par de días de vida, en la puerta del hospital, la mañana del domingo de la Pasión, también llamado de Lázaro, domingo anterior al de Ramos. Motivo por el que le bautizaron con ese nombre, que a mí me sonaba a resucitado.

Volvimos a la sala donde habíamos encontrado a las hermanas. Allí nos esperaban el maestro y Carmen Ballester, y con ellos, habiendo dejado allí a mi anterior acompañante, emprendí otra caminata, esta vez por el pasillo que habíamos entrado. Llegamos al vestíbulo principal y subimos unas amplias escaleras hasta el primer piso. Sor Carmen nos rogó que esperásemos. Entró en una puerta y al instante salió un hombre en bata blanca, que se fue directamente a don Florián y lo abrazó con un sonoro palmoteo en la espalda. Era Rafael de Vega Barrera, el hombre del que hablaba la carta, el director del hospital. Al separarse del maestro, se fijó en mí y me restregó la cabeza, con el mismo gesto cariñoso con que algunas personas acostumbran a saludar a un niño. Acto seguido me tendió la mano, quizá para enmendar la inconsideración, después de observar algún signo de contrariedad en mis ojos infantiles. Desde que había muerto mi padre deseaba ser adulto y que me trataran como tal. Desde entonces me sentía mayor.

—Así que tú eres Andrés, el muchacho aplicado. Asturiano como mi esposa, que es de Tineo. Y vienes de Villamansa…

—Sí, señor, de Villamansa del Río Sacro.

—Has tenido mucha suerte de toparte con don Florián, un maestro excepcional para un pueblo, imagino, no muy grande.

—Mi pueblo es pequeño, señor.

—También yo soy de un pequeño pueblo de la provincia de Burgos, llamado Zazuar. Estoy seguro de que no has oído nunca ese nombre. No creo ni que aparezca en el mapa. Pero no por eso es menos importante para mí. Nunca debemos olvidar nuestros orígenes. Llevar la patria chica en el corazón nos hace leales y nobles. Nos ayuda a mantener los pies sobre la tierra. ¿Tú llevas a tu pueblo en el corazón?

—Creo que sí, señor.

—¿Lo echas de menos?

—Por ahora no he tenido tiempo. Pero me apena sentirme lejos de casa.

—Es normal que así sea. Nos pasa a todos los inmigrados. Piensa que la nostalgia acrecerá el amor por tu pueblo y por los tuyos. Eso que te sirva de consuelo. Eso y el hecho de que haremos lo posible porque aquí te encuentres como en casa.

—Sí, señor.

—Le he dicho a sor Carmen que te asignen tareas que no te ocupen demasiado. Has de tener tiempo suficiente para estudiar. Aquí solo se te exigirán tres cosas: obediencia a sor Carmen, cumplimiento de las normas y rendimiento en los estudios, de los que darás cuenta a una de las hermanas, que estará para ayudarte en aquello que andes más necesitado o no entiendas.

La religiosa se disculpó, para poder volver al trabajo que había suspendido: «Estaré en la sala donde me han encontrado», y bajó la escalera. El director nos hizo pasar a un despacho, en el que apenas se cabía con la cantidad de libros allí almacenados que llenaban las estanterías y se apilaban en los rincones. Me regaló un cuaderno de tapas de cartón duro, entretelado, y una caja de lápices.

—¡Cuánto hace que no nos vemos, amigo Florián! —se dirigió al maestro.

—Mucho tiempo, Rafael. La última vez que estuve en Lugo, de eso hace cinco años, tú andabas de viaje por Madrid. Así que no nos hemos visto, creo recordar, desde el verano del veinticinco.

—¡Seis años! ¡Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo! Esta noche vamos a cenar con Rousseau al Cantábrico.

—¿Rousseau?

—Sí, Rousseau, nuestro amigo Sevillano. Ya te contaré. Tendré que ponerte al día.

Regresamos al cuarto donde estaban las hermanas y allí me dejaron. Al marcharse don Florián, me sentí como un náufrago en medio de un mar desconocido que olía a sopa juliana. Un olor que aún hoy sigo asociando con el hospital. Llegaba de las cocinas, se expandía por los pasillos y entraba de lleno en el cuarto donde las religiosas cortaban las gasas de las vendas y esterilizaban las jeringuillas, hirviéndolas en agua.

El refectorio estaba unido a las cocinas por un torno. Sor Carmen me presentó a mis compañeros de mesa y habitación, Lázaro, el niño expósito, y el jardinero Basilio. Pedro, el conductor de la ambulancia, no estaba. No tenía un horario fijo. Había días en que ni siquiera venía a comer. Muy pocas veces coincidió con nosotros en el comedor. En otra mesa, alejada de la nuestra, se sentaba un grupo de enfermeras y celadores. Basilio me clavaba los ojos como si yo fuera un bicho raro, y se reía. Tenía razón la hermana: era un poco simple. Durante la cena, Lázaro me atosigó a preguntas: ¿cuántos años tienes?, ¿Asturias está muy lejos?, ¿has venido en el tren?, ¿sabes jugar a la billarda?