Su nombre ya nos indica que tiene un origen exótico, pues la palabra no presenta resonancias griegas, ni latinas ni árabes. El yogur fue descubierto, inevitablemente, en las estepas asiáticas, en tierras de pastores que consumían leche y lácteos en grandes cantidades. Parece ser que la palabra que usamos ahora deriva del término original “jaghurat”, palabra que proviene de la región de Sogdiana, donde se hablaba una lengua relacionada con el persa. Fueron los turcos, también pastores nómadas, los que en su progresión hacia el oeste introdujeron el producto en Europa durante el siglo XVI (inicio del apoteósico Imperio otomano que llegó a las puertas de Viena), y convirtieron la palabra en algo que se pronuncia como “yoourt” y que ha dado lugar al yogur de los latinos y al “giaourti” griego. Los árabes lo llaman “labán” o “labné” y los armenios, “matsun”.
El yogur nace de la necesidad de conservar la leche, cosa que se hace estropeándola de una forma controlada. En concreto, contaminándola con lactobacilos que convierten la lactosa en ácido láctico y se adueñan de tal forma de la leche que impiden la entrada y crecimiento de cualquier otra bacteria. Además, al disminuir el contenido de lactosa drásticamente convierten la leche en algo mucho más digerible y sano. Debemos recordar que en general, los mamíferos pierden la capacidad de digerir lactosa al destetarse y lo mismo ocurre con la mayoría de los humanos, excepto en el caso de los descendientes de tribus de pastores (indoeuropeos, árabes y algunas poblaciones de raza negra en África) que desarrollaron la capacidad de seguir digiriendo la lactosa a lo largo de toda la vida.
Yogur con aceitunas y albahaca
Para mucha gente, el yogur es un postre, algo que se come con el añadido de miel, azúcar o fruta, fresca o en conserva. Pero este producto es mucho más que eso. Se trata de un ingrediente con una gran versatilidad en la cocina. Como no podía ser de otra manera, a medida que nos acercamos a su lugar de origen sus usos aumentan y es en Turquía y en Medio Oriente donde se hace ubicuo en la cocina. Vale la pena que aprendamos de ellos, de quienes lo inventaron.
Estos últimos años han aparecido en las tiendas algo etiquetado como yogur griego, mucho más cremoso y sabroso que el yogur al que estamos acostumbrados. Solo hace falta echar un vistazo a la etiqueta para ver que esta cremosidad se ha conseguido a base de añadir una buena cantidad de nata, o sea de grasa. Incluso se venden yogures desnatados con un grado de cremosidad sospechosamente alto conseguido a base de agregarle lo que en la etiqueta llaman “gelatina de buey”. Estas manipulaciones pretenden sustituir la forma tradicional de convertir el yogur en algo más cremoso y que consiste, simplemente, en escurrirlo, en eliminar una parte del líquido que contiene. Pero parece ser que lo simple no vende y, de hecho, solo hay que enfrentarse a una estantería repleta de innumerables tipos de yogures en un gran supermercado para sentirse apabullado y llegar a la conclusión de que estamos enfermos de abundancia.
De entre las innumerables recetas de yogur que encontramos en el levante mediterráneo seleccionaremos unas pocas por su sorprendente resultado. Digamos, para el que quiera experimentar con el producto, que si se usa el yogur como ingrediente en un plato cocinado debemos antes estabilizarlo para evitar que se corte al calentarlo. Antiguamente se utilizaba yogur de cabra salado para cocinar y ello no era necesario. Pero si usamos yogur natural de vaca, oveja o cabra debemos prepararlo. Estabilizarlo consiste en batirlo hasta dejarlo muy líquido y entonces añadirle clara de huevo batido (una por cada dos yogures), una cucharada de harina de maíz diluida en leche y sal al gusto. Se calienta en una cazuela removiendo con una cuchara de madera siempre en la misma dirección hasta que entra en ebullición, se reduce el fuego al mínimo y se continúa calentando sin remover unos 5-10 minutos, hasta que ha adquirido una consistencia espesa. Se deja enfriar sin cubrir (no es bueno que le caiga agua de condensación desde la tapadera) y ya está listo para ser usado como ingrediente en cualquier plato cocinado.
“Ayrán”, refrescante bebida de yogur
En Estambul uno se topa a menudo con pequeños locales de comida que tienen unas pocas mesas siempre abarrotadas y en los que se sirven sopas o platos locales de carnes y legumbres. En el mostrador, indefectiblemente se halla un recipiente transparente en el que un artilugio mantiene permanentemente agitado un líquido blanco, espumoso y algo espeso, la bebida estrella de estos modestos restaurantes que se usa para acompañar cualquier comida. Es “ayrán”, una mezcla de yogur natural y agua (mineral normal o carbonatada) a partes casi iguales, a la que se añade una pizca de sal y se bate enérgicamente. Es refrescante, sienta de maravilla y se acopla sorprendentemente bien a platos especiados y salados.
En el Líbano es difícil sentarse en una mesa para comer algo sin que haga aparición de alguna forma el “labné”, que es el nombre que dan los árabes al yogur escurrido. Para hacerlo solo hace falta poner yogur natural en un colador de malla fina o bien sobre un paño de lino o algodón y dejarlo reposar unas horas para que vaya perdiendo el líquido. En tres o cuatro horas ya se ha convertido en algo más espeso y sabroso. En un día adquiere la consistencia de un queso fresco y en un par de días se espesa aún más, a gusto del consumidor. Incluso un insípido yogur desnatado se convierte en algo sorprendentemente sabroso por el solo hecho de escurrir el líquido que contiene.
La forma más común de comer el “labné” consiste en dejarlo escurrir un día y luego añadirle ajo picado, sal, menta o hierbabuena cortada muy fina y aceite de oliva. Se bate la mezcla y se come sobre trocitos de pan. También es delicioso si se añade así preparado como aliño a una ensalada verde, a un plato de habas cocidas al vapor, a cualquier verdura hervida o como guarnición para carne o pescado a la brasa. Una variante muy sabrosa del “labné” consiste en aliñarlo con ajo, sal, aceite y pimentón dulce, cosa que lo convierte en una pasta cremosa con un atractivo color rojizo y un sabor muy estimulante. Mezclado con cúrcuma adquiere un color amarillo intenso y es también muy sabroso.
El “labné” es un delicioso aperitivo
En Líbano también lo consumen de otra forma. Lo dejan escurrir dos o tres días hasta espesarlo al máximo y luego hacen con la pasta pequeñas bolitas que rebozan con una mezcla de pimienta, orégano, tomillo y menta para sumergirlas luego en aceite. De esta forma el “labné” se conserva muchos días y se convierte en un aperitivo delicioso.
Para los amantes del dulce, el “labné” puede comerse como postre con el añadido de algún componente dulce. Recordemos la sugerencia de mezclarlo con miel, corteza de naranja amarga finamente cortada y menta. O bien con jarabe de algarrobas. Con jengibre, ya sea fresco o en polvo, es refrescante. En definitiva, es un ingrediente que incita a abrir el armario de las especias y experimentar.