Los árabes dicen que añadir sal a la comida es como aplicarle una lupa al sabor, pero que añadirle especias es como colorear el cristal. La sal, así como el glutamato y la salsa de soja, son en realidad saborizantes. Usados en su justa medida aumentan el sabor de lo que tocan. Las especias, en cambio, lo modifican, le añaden matices. No aumentan el volumen de la música sino que le agregan instrumentos.
Las especias han permitido amasar fortunas, construir templos y palacios, fletar barcos para el comercio pero también armar ejércitos que han sembrado muerte y destrucción, como siempre ocurre cuando algo excita la codicia humana. El cargamento de pimienta medio estropeada que llevaba en sus bodegas la nave con la que Juan Sebastián Elcano terminó su vuelta al mundo sirvió para pagar la expedición entera y generó ganancias. En los momentos más álgidos del comercio de la nuez moscada, cuando portugueses y holandeses se mataban sin piedad y se llevaban por delante poblaciones enteras de indígenas en el Pacífico, el precio de este producto se multiplicaba por 30.000 desde su punto de origen hasta su venta en una tienda europea.
Durante siglos las especias llegaban después de larguísimos viajes envueltas en un halo de magia y misterio, provenientes de mundos casi míticos y eran adoradas, ya que se las consideraba una panacea milagrosa además de un lujo gastronómico al alcance solo de los más ricos. Pero ahora se han hecho cotidianas y familiares, han perdido su halo de misterio al ser accesibles y abundantes.
Tienda de especias en Palestina
Una estantería de supermercado llena de botecitos con especias no llama la atención, pero hubiera dejado sin respiración a un europeo de hace 500 años. Y, como casi siempre ocurre, la cotidianidad nos lleva al menosprecio y lo maravilloso, a base de familiaridad, se convierte en vulgar y falto de interés. Deberíamos esforzarnos en recuperar la fascinación por las especias y, ya que las tenemos a disposición con variedad y abundancia, permitirnos el lujo de dejar de ser timoratos con ellas y usarlas acercándonos al abuso.
Los genetistas saben que donde más variabilidad presenta una característica es en la zona donde se originó. Y esta regla que vale también para las especias explica el pródigo uso que se hace de ellas en Oriente Medio, que fue durante siglos el centro de comercialización de estas riquezas que llegaban desde lejanos territorios asiáticos o de remotas islas del Pacífico y se concentraban en los zocos y bazares. Aún hoy, el bazar de las especias de Estambul o las callejuelas donde se acumulan los vendedores de café y especias en los zocos de Damasco, Alepo y El Cairo son espectáculos con una variedad cromática y aromática insuperable. Cada una de las tiendas de especias de los bazares y zocos orientales, con su paleta de colores brillantes y sus embriagantes aromas entremezclados, es un verdadero monumento y a la vez una enciclopedia que compendia siglos y siglos de cultura y comercio. A su lado, las estanterías de los supermercados occidentales con sus ristras de botecitos que esconden colores y sabores son muestras de una cultura timorata, adocenada y que parece rehuir la exhuberancia.
En su interesante libro titulado Cumin, Camels and Caravans, Gary P. Nabhan hace un recorrido por la historia y la geografía de las especias y relata su desolación al visitar los actuales mercados del sur de España en busca de puestos de especias. Se da cuenta de que el antiguo esplendor ha desaparecido y parece no quedar nada de las viejas tradiciones culinarias, esfumadas con las expulsiones de árabes, bereberes y judíos.
Variedad de especias para la cocina
Actualmente, en el Mediterráneo son los turcos y árabes los que se permiten aún el lujo de usar las especias con prodigalidad, mezclándolas para obtener combinaciones casi mágicas. Los exhuberantes curris asiáticos llegan a ser mezclas de hasta una docena de especias, y en Medio Oriente encontramos en casi todas las mesas una mezcla básica que se llama “baharat” (literalmente, especias), que consiste en una combinación de diferentes variedades, siendo la más común la que contiene una mezcla de canela, clavo, nuez moscada y pimienta. También es común otra mixtura llamada “daqqa”, que suele contener canela, pimienta, nuez moscada y jengibre. Ambas preparaciones suelen hallarse en la mesa de los pequeños restaurantes junto con la sal y se añaden pródigamente a sopas y platos de carne. Otra mezcla muy extendida es el “zaatar”, un polvo verdoso que suele contener ajedrea (Satureja spp), tomillo (Thymus spp), sésamo (Sesamum indicum) y coriandro (Coriandrum sativum) tostados y zumaque (Rhus coriaria) en proporciones variables y que se usa para espolvorear sobre el pan tostado y regado con aceite.
Otra mezcla muy popular es el “ras el hanout” (literalmente, la cabeza del tendero), que no es más que una forma genérica de designar la mezcla de la casa, la que cada vendedor de especias hace según su criterio y gusto. En Medio Oriente se desvanecen esas normas timoratas que nosotros aplicamos y que nos restringen a usar las especias de una en una, separando claramente las que se añaden a platos salados (pimienta) de las que van a parar a dulces (canela, nuez moscada, cardamomo). Allí las reglas saltan por los aires y la imaginación se adueña de la cocina.
A nuestra cocina han llegado algunas de estas aparentes extravagancias que se han anclado en recetas tradicionales. Recuerdo claramente como mi abuela, una excelente cocinera nacida y criada en un pueblo del Pre-pirineo de Girona, echaba siempre un par de trozos de canela en rama a la cazuela en la que asaba el lomo de cerdo en compañía de cebollitas, zanahorias y algún escaso tomate, canela que uno podía chupar con fruición para extraerle la grasa que la impregnaba después de la cocción.
Uno de los platos emblemáticos de la cocina mallorquina, de esas recetas que definen una forma de cocinar y comer, es el “arròs brut”, literalmente, sucio. Es un arroz caldoso que se cocina preferentemente en otoño e invierno y que parte de un sofrito de cebolla y tomate al que se añaden verduras de temporada (alcachofas, guisantes), níscalos (si tenemos la suerte de pillarlos ya sea en el bosque o en el mercado) y carnes troceadas (tordo es una opción excelente, aunque también puede usarse codorniz, pollo o conejo). Se sofríe todo ordenadamente, añadiéndolo más tarde cuanta menos cocción se precisa, y luego se agrega el agua para que hierva todo en la misma cazuela y se cree un caldo sabroso. Cuando ya ha hervido un rato, añadimos el arroz. Preparamos un majado que incluya hígados previamente fritos y lo añadimos a la cazuela, cosa que contribuirá a oscurecer (ensuciar, “embrutir”) el plato. Y cuando ya el arroz está casi listo, se añade el toque árabe que evidencia la herencia cultural de estas islas: un buen pellizco de lo que los mallorquines llaman “ses quatre espicis” (las cuatro especies), una mezcla de pimienta negra, clavo, canela y nuez moscada. Esta preparación es lo que en oriente denominan “baharat” o “daqqa” y emparenta este arroz mallorquín con los yemenitas cargados de cardamomo y clavo.
Esta ensalada marroquí, a la que la escritora Claudia Roden califica como “una intrigante combinación de sabores”, da una clara idea de la versatilidad de las especies que muchos tenemos catalogadas como propias de platos dulces.
Cogemos unas zanahorias frescas y crujientes y las rallamos. Para el aliño, mezclamos aceite de oliva, zumo de limón, miel, canela en polvo, pimienta negra y jengibre rallado. Batimos bien la mezcla, aliñamos la zanahoria, salamos y le añadimos un puñado de pasas y piñones. El resultado no solo es sorprendente, sino también delicioso.
El café nació en el Cuerno de África, de ahí pasó a Arabia y de esa península hizo el salto al Imperio otomano, que lo extendió a medida que sus fronteras se iban alejando de Asia Menor hasta alcanzar Viena y Marruecos, abrazando el Mediterráneo por el norte y por el sur. Actualmente conviven en este mar varias formas de hacer el café, desde el primitivo de puchero que ya parece olvidado hasta el sofisticado expreso de origen italiano, aunque en Oriente siguen elaborando el café a la manera árabe (hervido largamente y muy fuerte, servido a dosis mínimas) o a la turca (molido muy finamente, hervido en cacillo junto con el azúcar y servido con los posos). Y es en Oriente donde usan las especias para aromatizarlo.
Café y cardamomo, una aromática combinación
En la vieja Damasco, en algunas de las callejuelas del zoco que es (si ha sobrevivido a la guerra) uno de los más fascinantes del mundo, se concentran los vendedores de café en sus minúsculas y abarrotadas tiendas de las que emana un aroma mezclado de café recién tostado y cardamomo, un aroma que se expande más allá de los callejones doblando esquinas y anunciando de lejos el producto. Al comprar el café, uno elige el tipo de grano (robusta o arábiga), el grado de tostado y, sobre todo, la cantidad de cardamomo que se le añade al molerlo. Al preguntarle al vendedor por la proporción adecuada, me dejó claro que menos de 100 g de especia por kilo de café sería ridículo, que lo adecuado parecía ser 200 g de cardamomo por kilo de café y que algunos adictos llegaban a pedir la proporción 1:2. Y de hecho, la potencia de esa semilla hace del café sirio y libanés una infusión mixta, y uno no sabe si toma cardamomo con café o viceversa.
Los viejos cafés damascenos huelen al tabaco cargado de melazas de manzana de los narguiles y, sobre todo, a cardamomo y café. Huelen a Oriente.
Y ya que estamos con las especias, recordemos un par de formas más de enriquecer su aroma. También los árabes, al hervirlo, le añaden unas hebras de azafrán, una combinación sorprendentemente adecuada. Y en Túnez, donde aún conservan el café a la turca en recuerdo de su pasado otomano, le agregan un chorrito de agua de azahar. En Grecia, donde insisten en llamar café griego (“ellinikó café”) al café turco (cosas de las disputas regionales, también en Líbano le llaman café libanés), lo enriquecen a veces con almáciga (“mástija”) de Quíos triturada, que confiere al café el aroma de la maquia mediterránea recalentada por el sol inclemente del verano egeo.