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Antes de subir a la avioneta, Rodolfo Montoya tiene el presentimiento de que algo malo está pasando. No lo relaciona con nadie ni con nada; es sólo un vacío súbito en el estómago. Siente que un golpe de brisa le seca el sudor del cuello y del pecho. A su alrededor, las montañas se levantan formando un cerco de vegetación. Todo es verde: los platanares, los huertos de mango, la hierba que ha sido cortada para improvisar la pista. Una libélula pasa cerca de sus oídos con un zumbido metálico, hace algunos giros de una pericia envidiable y va a posarse en la puerta abierta del aparato. Montoya se queda contemplando las alas finísimas y tornasoladas y en un momento olvida la sensación ominosa de antes.

Por primera vez se ha animado a dejarle a su sobrino el control de la avioneta. Lleva ya varios meses enseñándole a pilotear. Cierto que, a sus catorce años, Arturo está muy chico para eso y se ve todavía más chico porque es bajito y liviano. Pero aquello es una cuestión de supervivencia. El gobierno ya ordenó desconectar de la red celular a todas las poblaciones de la selva para que no puedan informar al resto del país de lo que está pasando. Y también por eso han empezado a dejar la carretera sin mantenimiento: cada vez hay más baches y tramos bloqueados por el lodo o las rocas que vienen de los deslaves. Los están aislando. La avioneta es ya prácticamente el único medio de comunicación con el exterior, la única manera de traer medicamentos y víveres.

—¿Crees que ya puedas tú solo?

—Sí —le responde el muchacho, seguro.

—A ver.

Bajo la supervisión de su tío, Arturo dispone en orden numérico las cartas de navegación y abre la llave del tanque. Empuja hasta el fondo la perilla de mezcla del combustible y mueve hacia adelante la palanca de aceleración. Cuidadosamente, gira el yugo hacia la dirección del viento. El ruido, tan fuerte, tan familiar, lo hace sentirse aún más confiado en que podrá hacerlo. Observa una vez más el dial de la presión del aceite y ve que la aguja sube como debe ser. Los indicadores marcan correctamente y los flaps tienen el ángulo adecuado.

—Acelera —le dice su tío.

Arturo acelera a fondo y, cuando siente que las ruedas del aparato abandonan la pista, el mundo de fuera desaparece: los recuerdos, la tristeza que aún siente por sus padres, el miedo ante aquella epidemia que nadie comprende… todo eso se desploma. Cuando el entorno verde se ve sustituido por un espacio azul, Arturo vuelve a colocar los flaps y el tren de aterrizaje en posición neutral, sintiéndose seguro y orgulloso de sí mismo. La sonrisa de su tío tiene el significado de una felicitación. Las curvas irregulares de los cerros, la maraña de la selva y, a lo lejos, las montañas perpetuamente verdes que separan de la costa toda esa región, quedan abajo. ¿Quién diría que toda esa belleza oculta una pesadilla? Ya no suda y en cambio siente frío.

Rodolfo Montoya tiene fama de ser un excelente piloto. Ninguno, ni siquiera los del ejército, es capaz como él de aterrizar en cualquier claro de la selva; ninguno conoce como él las rutas de los carcomidos, sus escondrijos, sus torpes estratagemas. Por eso decidió quedarse cuando tantos otros se van muertos de miedo: por los viejos y los huérfanos que no tienen opción. Ayuda transportando víveres, medicamentos, a veces personas… además, los pocos finqueros que quedan en la región siguen contratándolo para que fumigue insecticidas y plaguicidas.

Después de varios minutos de vuelo, Arturo distingue a lo lejos —azul verde entre el verde brillante de la vegetación— la ancha curva del río. Parece inmóvil, como un espejo de esos que se ponen sobre el musgo de los nacimientos navideños para simular agua. Algunas casas se amontonan en torno a los muelles de tablones. De una de ellas sale humo.

—Esa casa se está quemando —comenta el chico con un dejo de interrogación, como si esperara que su tío le dijera si hay que hacer algo al respecto.

—Le prendieron fuego a propósito. Ya lo han hecho antes.

—¿A propósito?

—Sí. Para quemar a algún carcomido. Les gusta matarlos así: los atraen a alguna casa abandonada, los encierran y los queman.

Arturo no pregunta nada más, concentrado en los números que marcan los distintos diales del tablero. El paisaje ondula, baja y sube como el agua del río cuando la riza el viento.

—Suficiente —dice Rodolfo después de unos minutos—. Ya vi que sí sabes. Vámonos de regreso.

—¿Me vas a dejar aterrizar?

—Claro que no. Eso es lo más difícil.

El chico no protesta. Él nunca protesta. No habla mucho. Ya nadie habla mucho en el pueblo.

Una corriente de aire descendente sacude el aparato por unos instantes. De pronto todo se anima: embarcaciones pequeñas y medianas, abandonadas casi todas, balancean su inutilidad en las orillas del espejo; manchas de petróleo y diésel, que desde lo alto no eran visibles, comienzan a desplazarse como si hubieran despertado. Piloto y copiloto casi pueden oír el zumbido de algún motor fuera de borda y sentir en su nariz el olor del pueblo: un olor a enfermedad y a muerte, que antes era a fruta madura, a pescado fresco, a redes y a aceite de barcos, a pantano, a café recién tostado…

Sí, alguna vez fue distinto. Había vida en el pueblo. Las tiendas se abrían y la gente entraba a comprar. En las calles circulaban coches y peatones. Los días eran ajetreados y en las tardes los jóvenes salían a tomar el fresco al malecón del río. Y el río no traía venenos. Pero un día llegó a la montaña la compañía minera, y el agua empezó a arrastrar una espuma parda que olía a huevos podridos. Los primeros infectados fueron los trabajadores de la mina. Rápidamente se propagó aquello. La mina se convirtió en un lugar fantasma y eso fue lo único bueno: abandonaron todo porque no hubo manera de traer más empleados. En el pueblo, la gente pensó que aquello iba a quedarse por allá, en la selva, río arriba. Sólo cuando vieron bajar la horda de mineros carcomidos, todavía con sus cascos de lámpara pero con la carne del cuerpo desprendiéndose en pedazos, y cuando una señora del pueblo dijo que la había atacado uno de ellos y al poco tiempo mostró los primeros síntomas, los primeros sarcomas, sólo entonces la gente del pueblo comprendió lo que le esperaba. Aun así creían que las autoridades sanitarias resolverían el problema. Se desengañaron y entonces comenzó el éxodo. Y sigue. Familias enteras abandonan sus cosas, empacan en sus vehículos todo lo que pueden y se van. Por algún motivo que los científicos no han explicado, los niños y los adolescentes son más resistentes que los adultos. Así que muchos se han quedado sin padres.

¿Por qué no se han ido todos? Los viejos, porque ya les parece más complicado empezar de nuevo en otra parte que quedarse a esperar la muerte en el lugar que aman. Y los huérfanos, porque no tienen medios para irse ni saben adónde ir. O porque a esa edad todavía es manejable el miedo. Otros se han quedado por motivos distintos: para ayudar o porque tienen confianza en que aquello pasará o, simplemente, para apropiarse de los despojos. El gobierno ni siquiera intenta evacuarlos. Temen que la enfermedad salga de ahí y se extienda a otras regiones.

Cuando Rodolfo y Arturo empiezan a efectuar su patrón de aterrizaje, dos niños que los han visto acercarse echan a correr hacia la pista para mirarlos de cerca. Siempre hay por lo menos uno esperando la avioneta. Son los huérfanos de la carcoma: niños que conservan su casa, de algún modo, pero ya no tienen padres que los cuiden. No van a la escuela porque ya no hay escuelas. Quién sabe qué comen. Cuando Rodolfo está de buen humor, antes de descender hace alguna acrobacia o por lo menos un par de loops para divertirlos. Ellos se esconden detrás de las palmeras y, en cuanto el aparato toca tierra, comienzan a correr tras él. Ahí están ahora, esperando; sus torsos desnudos brillan al sol.

Rodolfo y Arturo bajan cuatro cajas con medicamentos y material médico, abandonan el aparato en la pista y se van caminando en dirección al pueblo.

—¿Vienen de muy lejos? —pregunta uno de los niños. Su voz se oye rara: como si no fuera de ahí. Es que muchos de esos chicos que se vuelven ferales ya no hablan. No quieren hablar. Es una de sus maneras de rechazar lo que pasa.

Otro de ellos saca una honda de cuero y se agacha por una piedra para tirarle a la iguana que los observa desde la orilla del camino.

—Del puerto —contesta Arturo.

—¿Del mar?

—Sí. Del mar.

—¿Traen comida?

—Ahora no. Traemos medicinas.

El chico se le queda viendo a los ojos, no retándolo ni nada así. Lo observa solamente. Arturo siente por ellos la misma curiosidad. Los niños ferales son un tipo de seres humanos que no existía antes; por lo menos no en el pueblo. Son diferentes a los otros niños: más fuertes, más instintivos, y se mueven con más rapidez, más silenciosamente. Incluso en su aspecto son diferentes: tienen los ojos como de gato, mirada de gato, tal vez porque se han acostumbrado a ver en la oscuridad. Muy flacos. Entre ellos no hay gordos y eso se entiende, porque tienen que buscar su comida cada día y a veces no encuentran mucho. No sonríen. Los niños ferales nunca sonríen.