Esteban recordará siempre su último año de secundaria. No fue la época más feliz de su vida, porque no hubo en ella sólo felicidad, pero sí fue la más intensa. Estaba en esa edad de contrastes en que uno es demasiado auténtico para la falsedad del mundo, demasiado grande para la pequeñez de la sociedad, demasiado valiente para la cobardía de los que ya no luchan; esa edad en la que hay de todo y con locura, de modo que Esteban, en un solo día, pasaba de cantarle a la vida a desear el suicidio, de amar a su madre a querer huir de ella… Adolescencia: días de sol y oscuridad, de fiesta y encierro, de esperanza y pesimismo, días agridulces, amargodulces, dulcesalados… días montaña rusa.
Formar la banda de rock fue un acontecimiento enorme para él: cambió su vida. Porque hasta entonces la vida de Esteban se había limitado a trabajar y estudiar. Su madre tenía sus esperanzas cifradas en él; vivía para acompañarlo en su camino, para darle lo necesario, para ver que realizara sus sueños… “Vas a llegar muy lejos, mi hijo —le decía—. Tienes que llegar muy lejos para que valga la pena todo lo que hemos padecido”. Y él estudiaba y trabajaba para no defraudarla. Pero esos sueños eran los de ella, no los de él. Él no tuvo ninguno hasta que se formó la banda. Cristina, Leandro el baterista, Miguel el bajista… ellos llegaron a ser su familia. Ensayaban los viernes, sábados y domingos, cuatro horas cada vez, lo cual hacía doce horas a la semana, y Esteban jamás había pasado tanto tiempo con alguien que no fuera su madre. Logró hacerlo sin descuidar sus obligaciones.
Y aún faltaba algo más grande. Pero ya venía en camino y traía una falda blanca.
Llegó aquella tarde en que habían estado ensayando en la Escuela de Artes con su maestro de música, quien les ayudó a definir los últimos toques de un arreglo. Terminaron de hacerlo y se fueron en distintas direcciones. Esteban pasó al baño. Los otros dos muchachos fueron a entregar un metrónomo que habían tomado prestado. Cristina se adelantó a la calle. Esteban pensó que ya no la vería ese día. Por eso le sorprendió encontrarla fuera del edificio, recargada en la pared con su guitarra.
—¿Estás esperando a Miguel? —le preguntó.
Caía la tarde y el sol les daba de frente, obligando a la chica a entrecerrar los ojos. Su pelo largo brillaba como si fuera de seda. Y el muro contra el cual se hallaba recargada parecía dorado cuando era blanco. La calle olía a tarde.
Esteban también traía su guitarra.
—¿Estás esperando a Miguel? —repitió, al darse cuenta de que ella no lo había oído.
Es que Miguel, el bajista, se había enamorado de ella, y Esteban se daba cuenta de que ella no lo veía con malos ojos. Con una ilusión un poco paternal y un mucho sentimental, se moría de ganas de que esos dos se hicieran novios. “Así serían todavía más una familia”, pensaba. Además, historias así contribuían a forjar las leyendas de las bandas.
—No. Estoy esperando a mi hermana.
—¿Va a venir por ti?
—Sí, pero nunca es puntual —le respondió Cristina, haciéndose sombra en los ojos con la mano—. Me choca.
Esteban sonrió. No llevaba prisa, así que se quedó a platicar un poco más.
—No sabía que tuvieras una hermana. ¿Mayor o menor?
—Mayor. Dos años nada más, pero actúa como si me llevara diez.
—¿Y por qué viene por ti? ¿Trae coche?
—No. Mis papás no se lo dejan. Viene a pie. Es que quedé de acompañarla a comprarse un vestido. Aunque no sé para qué me quiere, si tenemos gustos muy diferentes y nunca me hace caso.
—A la mejor para que le ayudes a cargar —bromeó Esteban.
—No lo dudes, ¿eh?
En eso, salieron del edificio los otros dos integrantes de la banda y se detuvieron un momento para unirse a la plática. Esteban creyó que Miguel aprovecharía la oportunidad para acercarse a Cristina, y un poco así fue. En la calle atardecida se oían sus voces y sus risas de complicidad llenándolos del sentimiento de que juntos lo podían todo.
Entonces llegó. Atrapó la mirada de Esteban desde antes de que él entendiera que era a ella a quien esperaban. Y no sólo atrapó su mirada, atrapó su corazón, sus pensamientos, el correr de la sangre bajo su piel. Ninguno de los demás, ni siquiera Cristina, advirtieron que Natalia estaba en la esquina esperando cruzar la calle: una llama blanca y oscura en el incendio del crepúsculo.
—Les presento a mi hermana, chicos.
Natalia no se dignó saludar a nadie. Apenas y los miró como haciéndoles el favor de reconocer su existencia. No se parecía a su hermana: era más bajita y más morena, caminaba erguida y tenía el pelo oscuro y ondulado, no lacio y color tabaco como el de Cristina. Y una expresión diferente: helada y voluptuosa al mismo tiempo, altanera, burlona.
—Ya nos vamos, ¿verdad? —le dijo a su hermana. Una orden. Su voz, pensaría Esteban después, al recordarla, era como el áspero maullido de un gato salvaje.
—Sí —obedeció Cristina—. Nos vemos mañana, chicos.
Los tres muchachos se quedaron mirándolas mientras se alejaban, Miguel con cara de triste. Esteban no necesitó voltear a verlo para saber que sus ojos suspiraban por Cristina. Leandro, el bajista, sólo quería amistad; tenía su novia. Era el único de la banda que tenía una relación. Esteban, por su parte, se quedó con los ojos totalmente llenos de aquella figura de falda blanca que se alejaba dejando como estela un perfume de cabello recién lavado.