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A partir de entonces, ya sólo pensaba en la oportunidad de ver a Natalia: platicar con ella, oírla, sentirse en su cercanía y, si nada de eso era posible, por lo menos verla. Verla, aunque fuera de lejos. Por supuesto, no pudo ser discreto. No dejaba de hacerle preguntas a Cristina sobre su hermana: qué cosas le gustaban, qué hacía en su tiempo libre, de qué signo era…

—¡Ya, por favor, por favor, por favor! Me vas a enloquecer con tus preguntas.

Sin embargo, todavía le dijo algo con la intención de quitárselo de encima definitivamente:

—No te recomiendo a mi hermana, Esteban.

—¿Por qué?

—No es como las demás chicas. No está bien.

—¿Qué tiene?

—No está bien, te digo. No se siente bien casi todo el tiempo.

—Pero ¿por qué? ¿Qué tiene?

—¿Me prometes no contarle a nadie lo que te diga?

—Te lo prometo —respondió Esteban muy serio, besando sus dedos en cruz.

Ella todavía dudó, no por él, sino porque estaban en la escuela y cualquier persona podía oír. Miró alrededor: no había nadie cerca, sólo el día soleado calentando los salones de clase. Se tranquilizó.

—Depresión, miedo, manías… Mis padres dicen que es por la edad y que va a pasar, pero no lo creo. Yo nunca he sentido esas cosas que ella siente.

—Eres menor.

—Mi hermana está así desde hace años.

Esteban bajó la mirada, pensativo.

—¿No han ido a ver a un doctor?

—¿Un loquero, quieres decir? Ella jamás aceptaría. No le gustan los doctores de ninguna clase y ésos menos.

—¿Entonces?

—Hace tiempo fue con una yerbera que le dio unos tés y la verdad es que sí le ayudan. Pero no está bien, te digo.

Cristina saludó desde lejos a unas amigas suyas, sin hacer ningún movimiento de acercarse para que así ellas tampoco se acercaran. Enseguida continuó:

—A veces despierta llorando porque tiene pesadillas. Y se agarra unas manías muy raras.

—¿Como qué?

—Tiene miedo de los espacios vacíos, de los agujeros. Creo que es una patología, pero no recuerdo el nombre.

—No sabía que existiera algo así.

—Sí, mira, te voy a dar un ejemplo: cuando mi hermana unta alguna cosa en un pan… mermelada, mantequilla, lo que sea, toda la superficie debe quedar impecablemente cubierta hasta el último rincón de cada orilla.

—Yo también soy así. Un poco.

—Si eso crees es que no me has entendido. A Natalia, un pedacito vacío así de minúsculo le produce angustia; para ella es una zona en blanco, una fractura en el orden del mundo, ¿me entiendes? Un agujero por el cual pueden escapar las cosas buenas y venir las malas.

—¿Nada más con el pan es así?

—Por supuesto que no, eso era sólo un ejemplo. Para mi hermana el mundo está lleno de esos agujeros. Una noche de irse a la cama y no levantarse a revisar todas las llaves es un agujero. El olvido de un dato que normalmente recordaría es otro agujero. Levantarse del lado izquierdo de la cama o soñar que se ve en un espejo es otro agujero. ¿Ves?

—Se ve tan alegre…

—Es una máscara, Esteban. Mi hermana oculta así que sufre mucho.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Tal vez necesita a alguien que la quiera.

Cristina no lo dejó terminar:

—¿Crees que eres el superhéroe, el caballero andante que va a salvarla del dragón? Es más fácil que salgas quemado, créeme.

Esteban no respondió. Se quedó pensando: ¿y qué si salía quemado? ¿No era de eso de lo que se trataba el amor?

Una chica gritó el nombre de Cristina. Ella dio un paso para ir a alcanzarla, pero todavía se tomó un instante para terminar de hablar con Esteban:

—Bueno, ya te dije lo que tenía que decirte. Tú sabrás qué haces con ello. Sólo te pido que no salga de nosotros.

—Ya te lo prometí.

—Y otra cosa: ya no quiero que me hagas preguntas. Lo que te falte saber pregúntaselo a ella, ¿sí?

—¿Cuándo?

Cristina se encogió de hombros por toda respuesta y se fue a alcanzar a su amiga.

¿Cuándo?, se preguntó Esteban a sí mismo. Era difícil ver a Natalia. Él no disponía de tiempo libre. Las pocas horas que lograba escatimarle a la escuela y a sus otras responsabilidades las dedicaba a la música. Y el obstáculo más grande no era ni siquiera eso, era Natalia misma, que no parecía interesada en él.

 
La oportunidad se presentó en una tardeada que organizaron a fin de recabar fondos para su graduación. Natalia ya había salido de la secundaria, así que no tenía por qué estar ahí, pero fue por apoyar a su hermana y porque no se perdía una fiesta. Y llegó con un muchacho de su edad: el tal Genaro. Había cien invitados o más y nadie pudo ignorar la entrada de esa pareja entre el confeti y las luces cambiantes de los estrobos y los reflectores con que habían improvisado una discoteca en el auditorio de la escuela.

Esteban empezó a sufrir desde el primer momento. Había alimentado tantas esperanzas de esa fiesta, había ensayado en su mente tantos diálogos… no quiso bailar con ninguna de sus compañeras ni unirse a los otros muchachos para comentar la fiesta desde un rincón. Se sentó a una mesa solo, amargado, pendiente de lo que hacía la pareja. Natalia se dio cuenta de que la observaba y todavía tuvo el descaro de guiñarle un ojo. Esteban contó las piezas que bailó, contó las veces que se dejó tomar la mano por el tipo ese. Un placer masoquista le impedía apartar la vista de ellos. Vio también cuando empezaron a pelear y se salieron a seguir al patio, donde estaban los fumadores.

Después de unos minutos, Natalia volvió sola. Caminó directamente hacia él:

—Hola, Esteban —su voz sonaba todavía llena de ira, cortante como un pedazo de vidrio, con todo y que el volumen de la música intentaba apagarla.

—Hola.

—¿Puedo sentarme contigo?

Esteban no estaba seguro de haber oído bien y no se permitió emocionarse: aquello era demasiado bueno para ser real.

—¿Qué dices? No te oigo.

—Que si puedo sentarme contigo.

—Ah. Sí… claro —eso fue lo más que atinó a decir. De pronto, en lo único que podía pensar era en que todo el mundo iba con ropa de verano, muy casual, y él era el único idiota que se había puesto saco y corbata.

Natalia se sentó en el otro extremo de la mesa y se puso a observar a las parejas que bailaban, de perfil a Esteban, ignorándolo. Él veía el contorno de su cara inexpresiva recortada contra las luces de colores cambiantes. Sus largos cabellos le caían sobre los hombros con reflejos ya cobrizos, ya azulados, ya sangrientos.

Esperaba que ella dijera una palabra, que volteara a mirarlo. Pero estaba concentrada en una cosa lejana que ni siquiera era el baile. Miraba algo en su mente. Y ese algo debió de ponerla triste porque sus pestañas empezaron a brillar, húmedas, y de pronto como que su cuello perdió la fuerza; dejó caer la cabeza y se quedó así, agachada como un hermoso animal vencido. El camino que trazaban las lágrimas en sus mejillas brilló con un reflejo dorado.

—¿Qué tienes?

No le respondió.

Esteban alzó la voz:

—¿Qué tienes, Natalia?

Como si no lo hubiera oído.

—¿Puedo ayudarte en algo? ¿Quieres hablar?

Ella levantó por fin la cara, despacio, como si fuera a atacarlo, a lanzarse sobre su cuello.

—¿Te cuento una cosa, Esteban? Cuando estaba en la primaria, me daba por lastimar a algunos de mis compañeros. A uno lo agarraba a patadas hasta que lo hacía llorar.

—Si te molestaban, hacías bien en defenderte.

—Nadie me molestaba. Los odiaba porque eran débiles.

A Esteban no se le ocurrió qué decir. Así que ella hizo una pausa y siguió hablando:

—¿Tú crees en el amor? Dime la verdad. Dime tu verdad, Esteban.

—Sí, sí creo.

—Pues entonces eres débil.

Él comprendió con angustia que había caído mal parado. Y sin embargo, aún intentó enderezar las cosas:

—Tal vez lo ves así porque no has encontrado a la persona…

Natalia se puso de pie y le dijo, otra vez sin mirarlo:

—Vete al infierno.

No volvió hablarle ni acercarse a él en toda la noche. Y él fue a pedirle a uno de sus amigos que le convidara de una botella de vodka que había metido al baile a escondidas. Nunca había bebido alcohol. Acabó llorando entre vómitos, añadiendo a la humillación del rechazo la humillación de la vergüenza. Al día siguiente no recordaría que Cristina le ayudó a componerse y se encargó de que alguien lo llevara a su casa. De sus amigos, ninguno quiso hacerlo: todos estaban ocupados con sus novias.

Sólo un chico de cabello negro y rizado y expresión adusta, que ni siquiera le hablaba a Esteban porque iba dos años atrás en la escuela, aceptó: Arturo.