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De cualquier manera, no iba a tener oportunidad de sufrir demasiado.

Empezaron a oírse rumores de una enfermedad extraña que había infectado a varias personas río arriba, casi todas trabajadores de las minas. Luego se dieron varios casos en el pueblo, que tal vez por ser los primeros evolucionaron de otra manera: más despacio, dando a las víctimas alguna oportunidad de luchar. O tal vez se trataba de diferencias individuales: unos tenían más defensas que otros. También decían que sólo cuando la enfermedad se contraía por contagio evolucionaba rápido: la metamorfosis tardaba lo que tarda un golpe en hacerse moretón; en cambio, cuando venía de los venenos vertidos al medio ambiente, requería tiempo para alcanzar el nivel de concentración necesario en el flujo sanguíneo.

Un día, Esteban notó que algo había cambiado en la expresión de su madre, algo que ni él ni los vecinos ni los pocos parientes que tenían podían definir. Y sin embargo, todos lo notaron. Esteban tardó aún varios días en llegar a una conclusión: eran los ojos. Esa mujer ya no tenía los ojos de su madre. Nunca se quejó, nunca dijo que se sentía mal, ni siquiera dejó de llevar a cabo su quehacer de todos los días, por lo menos al principio. Pero ya no era su madre, aunque hablara como ella y actuara como ella. Su madre se había ido de ese cuerpo, porque uno está donde están sus ojos. Y, como no había ojos, tampoco había emoción en esa cara. Eso era lo más terrible para él: que intuía, sentía el secreto sufrimiento de su madre, pero ese rostro amado no expresaba dolor. No expresaba nada: ni dolor ni miedo ni tristeza ni angustia… era quizás una falta de comunicación entre el cuerpo y la mente: el cuerpo había muerto, pero la mente no lo sabía. O peor aún: la mente era la que había muerto, y el cuerpo no estaba enterado y trataba de actuar con autonomía, de creer que tenía vida propia. Algo así había visto Esteban con las gallinas que mataba ella en el corral de la casa: la cabeza había caído a un lado del machete, mas el cuerpo no lo sabía y continuaba aleteando; ya no tenía cerebro para pensar, para decirle que estaba en un error: no corría por un prado verde al encuentro con el día soleado.

Casi al mismo tiempo que la mirada, comenzó a cambiarle el habla. A medida que su lengua se disolvía en esa cocción que la consumía desde dentro, las palabras perdían la fuerza que necesitaban para tomar forma; se volvían lentas, arrastradas, ebrias… un día ya no salió de esa garganta más que un gruñido ininteligible. Por supuesto, era así porque también el cerebro había comenzado a ahogarse en el pantano de esa muerte en vida. La realidad percibida, la información acumulada, los recuerdos de lo vivido, los sueños, los deseos, todo eso caía en el agua negra del olvido con el triste sonido con que cae una piedra en una tumba recién abierta.

Luego vino el ataque al sistema nervioso, la pérdida de la motricidad normal. La madre de Esteban empezó a caminar como enferma: con pasos cortos e inseguros, tambaleantes. Podía ser incluso rápida, pero ya no había armonía en sus movimientos, ni en los de sus piernas ni en los de sus brazos ni en los de su cabeza.

La señora jugaba con sus dedos: a ver si podía moverlos, a ver si aún le obedecían, si sentían algo, si seguían siendo sus dedos.

Por último, aparecieron los terribles sarcomas: esas manchas como de quemadura que le salieron primero en la espalda y en los músculos grandes y al poco tiempo se extendieron al resto del cuerpo: una lumbre que la hacía arder por dentro. Y de verdad era así: su sangre hervía, escapaba por su piel en burbujas de un hedor insoportable, negra. Hasta que toda su piel se quebró y se desprendió como una cáscara reseca, dejando ver una materia que ya no podía llamarse músculo; era como una brea no totalmente sólida, insensible. Muerta.

Ya no reconocía responsabilidades ni con su hijo ni con nadie. Ni preocupaciones ni rencores porque ya no tenía pensamientos ni recuerdos ni vida. Ya no se tenía a sí misma y se fue corriendo a la selva, al encuentro con el día soleado en el que ella y su mente en blanco disfrutarían un día de campo entre flores mecidas dulcemente por la brisa.

Nunca intentó atacar a Esteban. Su mente ya no estaba ahí, pero su cuerpo parecía reconocer al huésped que había albergado alguna vez, durante nueve brevísimos meses.