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A Esteban le gustaba el pueblo. Le gustaba en ese entonces, a pesar de todo: de los zancudos y del calor, porque el aire comenzaba a sudar desde las nueve de la mañana y los pisos de ladrillo vaporizaban entre siseos al recibir la primera cubetada de agua.

El pueblo era una avenida larga, flanqueada por pequeños comercios y viviendas de madera hacinadas en calles sin pavimentar. Sólo en el centro había construcciones de ladrillo: la iglesia, el hotel, los bancos, el pequeño supermercado, las casas de las familias viejas, el palacio municipal.

La gente mantenía abiertas puertas y ventanas aun en la noche, por el calor, y desde la calle se veían las habitaciones húmedas pintadas de rosa mexicano, mamey, azul o pistache, con grandes ventiladores encendidos. Todos andaban ligeros de ropa, las mujeres con vestidos que se les pegaban al cuerpo y se agitaban con la brisa del río. Algunos hombres sin camisa, descalzos, comenzaban a tomar cerveza desde el medio día y las hamacas estaban siempre ocupadas, meciendo monótonamente pesados cuerpos dormidos. Eran como péndulos que marcaran el paso de un tiempo lento y perezoso. Daba la impresión de que nadie hacía nada, pero lo cierto era que pescaban en el río o se iban hasta la costa durante la noche y regresaban al amanecer.

Después de la lluvia, la noche era un vapor sofocante, pegajoso. Las casas seguían con puertas y ventanas abiertas y desde afuera podía mirarse la vida cotidiana de las personas. Un hombre descalzo y en camiseta estaba atravesado bocabajo en su cama, con la cabeza y los brazos colgando, leyendo el periódico extendido sobre el suelo de loseta roja. En otra casa, a través de las rejas y las plantas que adornaban un balcón de hierro, podía verse a una mujer cepillando el cabello de otra. En una vivienda más pobre, varios jóvenes de ambos sexos veían la televisión sentados en los dos niveles de dos literas que apenas cabían en el cuarto. Los pies de las muchachas se balanceaban, morenos, curtidos, y en el regazo de una de ellas estaba echado un gato amarillo. Hasta afuera llegaban las voces impostadas de un programa cómico.

Ahora, Esteban recuerda con alucinante precisión esas imágenes porque fueron las últimas de aquel mundo, el mundo de antes de la carcoma, el “antes antes” que ya se encuentra muy lejos, en un espacio de irrealidad. Sí, todo eso se acabó. Todo lo destruyó la enfermedad.

La madre de Esteban terminó de cortar su lazo con el mundo. Rompió la puerta de su casa, intentó atacar a unos vecinos y finalmente se fue a la selva siguiendo la orilla del río. En el camino le aventaron piedras y alguien quiso rematarla, pero sólo alcanzaron a cortarle un brazo. Vacía de mirada, vacía de sufrimiento, se fue al encuentro de su día soleado como esos pollos que aleteaban sin cabeza.

Después de ella siguieron muchas otras personas del pueblo, incluyendo a los señores Matías. Vino el pánico. El éxodo. Los tíos de Esteban decidieron marcharse también, con sus hijos. Intentaron llevárselo. “Es lo que le habría gustado a tu mamá”, le dijeron. Esteban no aceptó. No le caían bien ni sus tíos ni sus primos. Rechazaron a su madre cuando quedó embarazada y jamás le brindaron ningún apoyo. ¿Por qué iba él a facilitarles las negociaciones con su conciencia?