Aunque por motivos diferentes a los de su sobrino, Rodolfo Montoya se ha dado también a la tarea de buscar a Natalia. Aprovecha un rato de buen tiempo y se va sin avisarle a nadie. Al principio sólo da vueltas sobrevolando el pueblo. Luego se va siguiendo la curva del río. Finalmente hace una de esas acrobacias que tanto le divierten cuando está de buen humor y vuela en sentido contrario, hacia las montañas, por donde el río se pierde en un cañón. Desciende lo más que puede, hasta que ve cómo a los lados de la avioneta se levantan rocas altísimas, majestuosas. Abajo de él, un águila pasa volando casi a ras del agua. Atraviesa así un tramo de selva, luego vuelve a cobrar altura y finalmente ubica, casi perdida entre los árboles, una pequeña pista de aterrizaje. Antes de bajar, ve con cierta preocupación que sólo le quedan nueve galones en el tanque: casi nada.
Deja el aparato en un extremo del claro y, aunque calcula estar sólo un par de horas, baja el machete y corta varias hojas de plátano para echarlas encima de la avioneta. Una nube de insectos azules llega a ver qué está haciendo y se queda ahí a acompañarlo mientras trabaja. Luego sigue a pie, tirando machetazos a las ramas que le estorban el camino.
Llega a una construcción de muros blancos que parece fortificada y protegida con toda clase de alarmas, detectores, cámaras… Un letrero no muy visible dice: Comisión Regional para la Emergencia Sanitaria.
Seguramente lo han visto acercarse: el portón se abre, dando paso a un viejo de aspecto campesino que se adelanta a recibirlo y lo saluda como durante siglos sus ancestros han saludado: se inclina y extiende la mano derecha, no para estrechar la suya, sino con la palma hacia arriba para rozar apenas sus dedos, como recordando la costumbre de besar la mano de los amos.
—¿Está el doctor Ortiz?
—Sí, señor. Pase usted.
Rodolfo camina detrás de él hacia el portón que otra vez está cerrado. En la entrada, un hombre le pide su machete y lo hace pasar por un detector de metales. Él sigue solo, sabiendo que de todos modos lo observan por un circuito cerrado. Conoce el camino a través de fuentes y jardines. Pasando una estructura de vidrio como un enorme invernadero con clima artificial, llega a una terraza con equipales. Ve que en uno de ellos se encuentra sentado un hombre. Lleva camisa blanca de lino, pantalón caqui y unos huaraches finos de piel de venado.
—Buenas tardes, doctor.
—Buenas tardes, capitán —el hombre se da vuelta y lo mira fijamente, ordenándole con los ojos que vaya al grano.
—Estoy buscando a una persona que ha desaparecido.
—Aquí no desaparecemos personas.
—Es una chamaquita. Se llama Natalia Matías.
El hombre se queda pensativo unos instantes.
—No me suena. ¿Cuándo desapareció?
—Hace ya seis semanas.
—¿Era de por aquí?
—Vivía en el pueblo. Sus padres agarraron la carcoma…
—Sssht. Esa palabra está prohibida, ¿no lo sabe usted? De acuerdo con la Ley de Emergencia, pueden llevárselo a la cárcel si la pronuncia.
—¿Cómo hay que llamar a los carcomidos?
—Pacientes.
—¡Pacientes! —repite Montoya, escandalizado—. Eso suena como a que van a curarse.
—En ninguna época de la historia se han curado todos los pacientes.
—Aquí ninguno tiene esperanzas y usted lo sabe. Todos lo sabemos. No se haga cómplice de esas mentiras, doctor.
Ortiz cierra los ojos y se reclina hacia atrás en su asiento.
—Usted teme que esa chica haya contraído la infección, ¿no? Por eso ha venido.
Montoya se siente demasiado indignado como para responder, así que el doctor continúa:
—Ya que quiere que sea honesto, lo voy a ser. No vamos a poder detener esto, capitán. Aunque digan los políticos que está bajo control, no es así. Las cifras oficiales no corresponden con la realidad. No sabemos exactamente cuántos se han infectado, pero son muchos más de los que dicen.
—¿Cuántos son?
—Que yo haya visto con mis propios ojos, cientos… quizá miles.
—¡Miles!
—Cálmese, Rodolfo. ¿Le ofrezco un whisky?
—Lo acepto —Montoya toma asiento mientras un secretario le sirve.
—Hay quienes se están dedicando a cazarlos, doctor.
—Lo sé. Se hacen llamar “limpiadores”, ¿no? Pero eso no va a solucionar nada.
—Después de todo, siguen siendo personas —concluye Rodolfo dándole un trago a su vaso.
—¿Los pacientes? No, capitán. Nuestros pacientes no son personas. Son la maldición de la madre tierra, que se hartó de nosotros. Alguna vez fueron humanos o lo parecían. Pero ya no lo recuerdan. No saben quiénes fueron ni qué hicieron ni qué les hicieron a ellos. No saben ni qué idioma hablaban, cuando hablaban. La infección les pudre todo por fuera y por dentro: los recuerdos, los pensamientos, los sentimientos.
—¿De verdad empezó todo en la mina?
—Allá se registraron los primeros casos. Ésa es una de las cosas que el gobierno quiere ocultar. Todos los que trabajaban ahí desaparecieron un día. Ya se les daba por muertos. Y en realidad lo estaban. Se les volvió a ver meses después, vagando por la selva como monos drogados.
Rodolfo se queda callado. Se está bien en ese lugar. Parece una casa de descanso y no un laboratorio secreto. El sitio donde se encuentran tiene una cantina bien surtida. Enfrente de ellos, en un jardín lleno de plantas a la orilla de un estanque, agitan las alas tres flamingos. Rodolfo mira al cielo.
—Va a llover —dice, y se pone de pie. Piensa que ya no tiene caso seguir ahí, pero el doctor lo detiene:
—¿Quiere ver si es una de las que tenemos aquí?
—¿Perdón? No le oí.
—La chamaca que anda usted buscando. ¿Quiere ver si está aquí?
—Si es posible, doctor…
Los tienen en un patio como los que hay en las prisiones para que los internos hagan ejercicio: una plancha de cemento sin árboles ni plantas de ninguna clase, asegurada con bardas de seis metros de alto y medio metro de grueso, coronadas con alambre de púas.
Hay una banca redonda de cemento en el centro del patio, donde no podría usarse para intentar escalar hacia afuera. Ahí, Montoya cuenta seis carcomidos, machos y hembras, que parecen estar descansando acurrucados unos en otros. Unos a otros se observan vacíos de mirada, se arrancan los gusanos que crecen en sus llagas y se los comen, se tocan en un remedo de caricia, con un remedo de ternura. Y gimen: ese espantoso lamento de los carcomidos sólo que bajito, quedo, como un zureo de palomas enfermas.
Otros diez o doce dan vueltas en círculo cerca de éstos. En el suelo gris, ardiente de sol, sus sombras no se parecen a ellos: son más largas y se antojan casi normales, casi humanas.
No se han dado cuenta de que el doctor Ortiz y el capitán Montoya los observan desde un balcón protegido con rejas. Es que los carcomidos nunca levantan la cabeza; para ellos no existe lo alto. Hasta allá sube la pestilencia de su carne putrefacta. El doctor parece estar acostumbrado, pero Montoya, a falta de pañuelo, necesita meter la nariz en su camisa para no oler. Tarda unos minutos en sobreponerse, en poder contestar lo que le preguntan:
—¿No es ninguna de ésas?
“Cómo carajos voy a saber”, piensa el capitán, pero antes de dar una respuesta tan impulsiva hace un inútil intento por reconocer a alguien entre esos tristes monstruos que dan vueltas como la basura de la calle al viento del atardecer. A duras penas puede reconocer el sexo, menos aún la edad.
El doctor se da cuenta de su desconcierto y sonríe:
—¿Qué edad tiene su amiga?
—Dieciséis años.
—Ya no está tan chiquita. Pensé que sí.
—¿Entonces es posible que se haya infectado?
—Es raro todavía a esa edad. Pero hay casos.
—¿Por qué a los adolescentes no les da la infección? ¿Es por las hormonas?
—No, capitán. Si fueran las hormonas, los niños pequeños serían tan vulnerables como los adultos. Y no lo son. Además, sería posible suministrar hormonas como vacuna. Y ya se intentó y no dio resultado.
—¿Entonces?
—Las hormonas ayudan, en efecto. Pero lo que hemos visto es que es más importante la resistencia muscular.
—¿Cómo es eso, doctor?
—La actividad física. El ejercicio. Desde hace muchos años se sabe que los niños y las niñas fuertes corren menos riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares y diabetes. ¿Y por qué? Porque el ejercicio ayuda al cuerpo a deshacerse de los elementos tóxicos. “Limpia la sangre”, como dicen por aquí.
—¿Y si un adulto hace ejercicio?
—El metabolismo de los adultos es diferente: no alcanzamos a procesar todo, menos aún si ve usted que muy jóvenes ya hemos acumulado una cantidad impresionante de venenos: comida chatarra, azúcar, alcohol, grasas saturadas… ¿qué más le gusta?
Montoya se rasca un piquete de mosco en el cuello, pensativo.
—Ninguno de éstos fue jamás una jovencita, capitán. Si no estuviera usted tan horrorizado, podría mirarlos con calma y se daría cuenta.
Lo que el doctor no sabe es que Montoya sí los ha mirado con calma. No, no con calma: con angustia. Busca en primer lugar a Natalia, pero también a otra persona de quien sabe con certeza que fue infectada: Irene, la madre de Natalia.
—¿Ellos no nos reconocen, doctor?
—A veces sí. La infección afecta el cerebro de maneras distintas. En términos clínicos, hay una degeneración masiva de la mayor parte de los lóbulos frontal y parietal y casi la totalidad del lóbulo temporal.
Rodolfo siente un impulso de huir de ahí, de echar a correr y borrarse de la memoria todo lo que ha visto. Pero al mismo tiempo está fascinado. Horrendamente fascinado. Ya ni siquiera nota el olor. Ya no oye los gemidos.
—Se ven tan tranquilos aquí.
—Son tranquilos, capitán.
—¿No son peligrosos?
—Actúan como casi todos los seres vivos, excepto el ser humano: atacan para defenderse o para comer.
—Pero entonces…
El doctor no lo deja terminar:
—¿Quiere saber la verdad, amigo? La verdad es que los pacientes no son tan peligrosos como la gente cree. Tienen un aspecto impresionante, sí, pero han perdido la coordinación psicomotriz y eso los hace torpes. El hecho es que para el gobierno representan una gran oportunidad. Un pueblo con miedo es un pueblo fácil de manejar. Y si además tiene a quien odiar, nunca odiará a sus gobernantes.
—Entonces, ¿por qué se empeñan en decir que no existen los carcomidos? ¿Por qué no atizar el miedo en lugar de tratar de reprimirlo con mentiras?
—Tratamos de ofrecer un catálogo de verdades, capitán. Así el que no crea una cosa, creerá otra, pero todos nos creerán.
Montoya guarda silencio. Luego hace un movimiento como para volver al interior del edificio.
—¿Puedo pedirle otro whisky, doctor? Creo que nunca me había hecho tanta falta como ahora.
—Los que guste. Además, quiero hacerle un regalo.
Pasan a la terraza por la botella de whisky. Luego se van por un pasillo interior con muchas puertas a los lados, hasta llegar al despacho del doctor. Para sorpresa de Montoya, no hay ahí aparatos médicos ni cama ni carteles anunciando medicamentos. Hay armas. Cubren la pared más grande. Y en medio de ellas está colgado un retrato del doctor en uniforme militar.
Ortiz sirve las copas y luego saca del cajón de su escritorio una pistola automática.
—Llévesela, capitán. Le hará falta más temprano que tarde.