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—¿Está volviéndose autista o qué le pasa?

—Siempre ha sido un poco así —responde Cristina—. Al menos desde que yo lo conozco. Pero ahora con lo de Natalia…

—Está como operado.

Arturo toma uno de los volantes que lleva Cristina, le pone un poco de goma y lo pega en un poste de electricidad. No pudieron hacer más de veinte. Se ha vuelto difícil conseguir papel ahora que han cerrado todas las tiendas grandes, donde se surtían las pequeñas. Tampoco hay locales de impresión y copias, como había tantos antes.

—Bueno, déjalo, ¿no? —Cristina defiende a Esteban—. Cada quien tiene su manera de sobrevivir a esto.

Van por las calles del centro, tan tristes ahora. Las tiendas están cerradas y junto a las cortinas metálicas hay bolsas de basura abandonadas. Varios perros que ya no tienen dueño las han roto y riegan el contenido en busca de comida. De ellos es ya el pueblo, ese pueblo que alguna vez estuvo lleno de vida. El viento que juega con la basura en la plaza trae un olor a muerto.

—¿Para qué hacemos esto, Cristina? ¿Quién crees que va a leer estos anuncios? Pronto ya no quedará nadie aquí.

—No tienes que hacerlo si no quieres. Yo puedo sola.

Arturo no contesta, pero sigue caminando, buscando un espacio adecuado donde pegar el siguiente volante. Son hojas tamaño media carta, con una foto de Natalia, información de cómo iba vestida y de dónde la vieron por última vez y la dirección de la casa adonde pueden ir a avisar si la ven. Casi no hay espacios donde pegarlos porque mucha gente ha tenido la misma idea. El pueblo está lleno de volantes con fotos de desaparecidos.

En las plantas altas de los edificios, las ventanas se encuentran cerradas. Cada día es más raro ver señales de vida por ahí. Los que vivían en el centro, que eran quienes tenían más dinero, se han marchado. Si vivos y coleando, se fueron al puerto o más lejos; si carcomidos, andan por el monte. Sólo en las orillas del pueblo se mantiene alguna forma de vida, de normalidad.

—Yo sé que no le ves sentido a pegar volantes —dice Cristina, tratando de entender a Arturo—, pero es una manera de seguir haciendo algo. No es por mi hermana, ¿te das cuenta? Es por nosotros. Si nos quedamos cruzados de brazos, vamos a morir.

—Supongo que por eso Esteban sigue convirtiendo tu casa en una fortaleza.

—¿Te molesta? ¿También eso te parece inútil?

—Es que… ¿para qué va a servir? A largo plazo, ¿para qué va a servir?

—Para…

—Para seguir haciendo algo, ya sé. Pues ya ves: sigo ayudando, ¿o no?

—Eso sí —sonríe Cristina—. A regañadientes, pero ayudas —camina otro poco, en silencio, dudando de dar el paso, y luego pregunta—: ¿dónde pegamos éste?

—¿Qué tal en la Escuela de Artes? Todavía hay clases.

—De música ya no, Arturo.

—Pero de pintura sí. Quedan dos alumnos: Malavé y El Chino. ¿Los conoces?

—De vista nada más.

—Y luego están los del taller literario. Dicen que ya empezaron a escribir una memoria de todo lo que ha pasado aquí. El último que quede vivo le pondrá punto final antes de morir.

—Qué dramáticos. Siquiera escribieran bien. Bueno, vamos.

También en esa dirección, las calles se ven tristes y sucias. En un local que fue panadería, un grupo de niños trata de abrir la puerta por la fuerza. Están sanos, pero ya no parecen niños; tienen esa mirada de los huérfanos callejeros: llena de resentimiento, defensiva y a punto de tornarse ofensiva. Adelante, de las ventanas de una casa sale un llanto de mujer. Lo ahoga el sonido del motor de un coche viejo que pasa repleto de pasajeros, con un altero de maletas amarradas sobre el toldo.

Finalmente llegan a la Escuela de Artes. Esa calle, antes llena de estudiantes que iban y venían cargando instrumentos en estuches negros, caballetes, faldas largas de danza folclórica, ahora se encuentra hundida en el silencio.

Cristina está separando un volante para dárselo a Arturo cuando algo la sobresalta: ha oído el torpe y siniestro arrastrar de pasos de los carcomidos. Todo ocurre en un instante: cuando voltea, distingue primero la figura que se acerca hacia ella como si quisiera abrazarla, como si estuviera feliz de verla. Enseguida ve cómo Arturo, con un movimiento rapidísimo, saca de su mochila una varilla con la punta afilada, echa a correr hacia el carcomido y le clava en el pecho la improvisada arma. La extrae rápidamente y la vuelve a clavar, ahora en la garganta.

Dispersando al aire un olor de carne echada a perder, la figura se desploma abajo de la banqueta y queda ahí hecha ovillo, amorfa como un gran trozo de hígado de cerdo. Todavía gime un poco antes de quedar totalmente inmóvil.

Arturo recupera su arma, la sacude con un gesto de asco y va a levantar una hoja de periódico de las que ruedan por las calles para limpiarla. Enseguida, con una sonrisa de triunfo, vuelve al lado de su compañera. Pero ella no comparte su emoción. Está vomitando en la puerta de lo que fuera su escuela, doblada sobre sí misma con las manos en el estómago. Cuando Arturo llega junto a ella, trata de no toser más, levanta la cabeza y lo mira. Está llorando y él piensa que es por el esfuerzo de vomitar. Pero no.

—No puedo creer que te hayas vuelto así —dice con trabajo.

—¿Cómo?

—Así: capaz de clavarle eso a alguien que fue un ser humano como si pisaras una cucaracha.

—Eso son, Cris.

—¿Te das cuenta de lo que dices, Arturo? ¿Te pasa por la mente que podría tratarse de tu madre o tu padre o…?

—Haría lo mismo si lo fueran.

—¿Así nada más?

—Así nada más. Y estoy seguro de que en alguna parte de su mente me lo agradecerían.

Cristina no sabe qué decir. Va a echar a andar otra vez cuando ve algo que Arturo no ha visto.

—¡Allá vienen otros!