Mientras ellos pegaban volantes en el centro de la ciudad y eran sitiados por los carcomidos en la Escuela de Artes, Esteban ha pasado la tarde en la casa, solo. Llegó a mediodía, porque Cristina le pidió que le ayudara a tapar unas goteras. La idea era que lo harían juntos, pero en eso llegó Arturo tratando de cambiar el plan: que mejor fueran primero a pegar los volantes que ya tenían hechos y dejaran las reparaciones para el regreso.
—¿Y si empieza a llover? —observó Esteban.
—Pues por eso: si llueve, no podremos pegar nada —respondió Arturo.
—Si llueve, yo tampoco voy a poder trabajar. ¿Qué tal si se van ustedes dos y yo me quedo aquí a hacer lo necesario?
Parecía una idea sensata. Así lo hicieron.
A Esteban le llevó sólo un rato tapar las goteras. Pensó que los otros dos llegarían pronto: no habían podido imprimir más de veinte hojas.
Pero han pasado ya muchas horas y no llegan y él no quiere preocuparse. Ya con una tiene. Tal vez fueron a comer con la doctora y Marianito, piensa.
Va a la cocina a buscar algo para comer. Huele asqueroso, a basura que no se ha tirado en muchos días. Esteban abre el refrigerador y mira lo que hay: varias botellas de agua mineral, una ya abierta; una jarra con agua de jamaica, una salsa para tostadas, un envoltorio de carne, algunos huevos, una sartén con frijoles refritos, una barra de mantequilla, queso, medio aguacate ennegrecido…
Saca el agua de jamaica y los frijoles y empieza a comérselos directamente de la sartén sin calentarlos, con un pedazo de pan. Se sirve agua y la bebe toda sin despegar el vaso de sus labios, distraído, ausente. No le importa el sabor de la comida; si no lo necesitara su cuerpo, no comería nada. Cuando termina, vuelve a guardar las cosas. Enseguida junta las moronas y un poco de pan que ha dejado y los echa por la ventana al patio, donde se los comerán los pájaros. Luego junta la basura en una bolsa y la saca.
Mientras espera a Cristina y a Arturo, se le ocurre que puede lavar la ropa sucia de todos. Bueno, la de Cristina y la suya propia, porque Arturo casi nunca deja nada ahí. Además está la ropa de cama, los trapos de cocina, las toallas…
En el cuarto de lavado, que es en realidad una subdivisión del baño, Esteban sintoniza la radio en la estación del puerto, la única que todavía se oye, y acomoda sobre una lavadora inservible dos cestos llenos de ropa. Levanta la tapa de otra lavadora, que sí funciona, y abre una llave de agua. El sonido del chorro llenando la máquina se superpone a la canción que en ese momento tocan. Esteban se siente alegre por un momento. Con o sin Natalia, hay continuidad. La vida sigue, desbordada, capaz de arrasar con sus pequeñas exigencias cotidianas cualquier depresión. Al separar las prendas sucias reconoce en ellas el pulso que anima la casa. Pone a remojar en una cubeta todos los jeans, juntos. Clasifica lo demás por color, dejando aparte la ropa interior, y organiza las cargas que irá poniendo en la lavadora. En un momento la habitación se satura de olores a cloro, a detergente, a suavizante. Afuera, el día es luminoso, el sol resplandece: la ropa se secará pronto y quedará llena de luz.
Se le ocurre que Natalia debe de haber dejado ropa sucia. Sería bonito que cuando llegue la encuentre lavada, planchada y puesta en su lugar. Así que va a su recámara, que nadie ha abierto desde que desapareció. Abre la puerta como un ladrón. Busca el olor de ella y cree encontrarlo. Cree que está en todos esos muebles blancos: la cama, los burós, el tocador lleno de botellas y frascos, en la luz de la tarde que mece las cortinas aunque la ventana esté cerrada… sí, Esteban puede sentir a Natalia ahí. La siente con tanta fuerza que le da miedo. Y con todo y miedo, desea sentirla más y, obedeciendo un impulso, tratando de no hacer ruido aunque sabe que no hay nadie en la casa, se acerca al clóset y lo abre como si destapara algo a la vez precioso y aterrador: un cofre lleno de monedas de oro, joyas, alacranes y serpientes venenosas. Lo primero que atrapa su mirada es una fila de pares de zapatos: negros, rojos, blancos, la mayoría abiertos pero algunos cerrados. Destacan con una luz satinada, pequeños, casi nuevos todos, casi habitados por los pies para los cuales llegaron un día a la casa. Se queda largos instantes mirándolos, tratando de escuchar el sonido de los tacones. Luego levanta la vista. Sus manos comienzan a moverse sobre la tela de los vestidos palpando los pliegues, las costuras, los broches. Se acerca aún más y hunde la cara entre ellos, aspira ávidamente el perfume que todavía guardan. Incapaz ya de detenerse, abre un cajón: el más íntimo, el más angustiante, el más insoportable…
Esteban ha querido soñar los sueños de Natalia, abrir los ojos en la oscuridad de su misterio y caminar dentro aunque no pueda ver. Habla con ella, inventa diálogos, inventa escenas que nunca tuvieron lugar. Cuando la extraña demasiado, cierra los ojos y busca el sueño. Sabe que si está dormido, la nostalgia se suspende. Piensa: si logro dormir, ya no sufriré por ella. Y cuando despierte no me acordaré de nada. Pero es la voz de Natalia en sus sueños la que lo despierta cada mañana.
Se aleja del clóset y va a curiosear en el tocador con la misma actitud, con la misma culpabilidad de profanador de tumbas con que irrumpió en el santuario de los vestidos. Encuentra un lápiz labial de color fuerte: rojo como el fruto del café, brillante y húmedo. Lo destapa, lo lleva a su nariz y lo huele. Siente rabia, odio hacia esa boca que nunca quiso ser suya. Aprieta la barra en el puño hasta deshacerla. ¿Pensará Natalia en volver? Y si vuelve, ¿será la misma de antes? No ha pasado mucho tiempo, pero tal vez sea suficiente para que haya cambiado. Tendrá el cabello más largo y estará un poco más delgada o un poco más gorda, dependiendo de cómo haya vivido estos meses. Llegará con otra ropa y seguramente otros zapatos, unos zapatos pequeños y delicados como esos que dejó en el clóset…
Esteban sobrevive inventándose cosas así. Así logra no romperse.
Se lleva a los labios la mano húmeda de sudor rojo, pintada con la boca de Natalia. El tubo de plástico donde venía la barrita cae al suelo con un sonido seco, apenas audible, y queda ahí, tirado sobre una mancha de sol que entra por la ventana.