Ha llovido todo el día. Escampó un rato, hacia las diez de la mañana, y poco después de las once volvió a llover. No son aguaceros como los que caen otras veces en esta temporada; es una lluvia flaca, terca, gris.
Esteban trabaja en el refugio, ajustando con cintas de acero los segmentos de una cerca de malla. Lo hace cuidadosa, maniáticamente, como si eso le sirviera para no pensar. Cuando termina, empieza a raspar los restos de mezcla de cemento que dejó al hacer el aplanado de una parte de la barda. Es hábil para hacer ese trabajo; por eso, ahora que la gente del pueblo vive con miedo, lo contratan para poner protecciones en las casas o reforzar las ya existentes.
Se ha propuesto convertir la casa de las chicas en una fortaleza; “refugio”, lo llaman ellos. Espera terminar para el cumpleaños de Natalia, pero ya faltan pocos meses, y las lluvias que caen todos los días, a todas horas, no lo dejan avanzar mucho. El material no se seca, las paredes se reblandecen y botan el aplanado. Arturo insiste en que no es necesario hacer aplanados. “Se trata de fortificar, no de embellecer.” Pero Esteban no quiere dejar fea esa casa que era tan bonita.
Otros habitantes del pueblo —los que no han querido o no han podido huir— también están fortificando sus casas. Empezaron a hacerlo hace más de un año, cuando se propagó el rumor de que los carcomidos podían unirse en grandes manadas y atacar el pueblo. Las historias más terroríficas se han extendido como un incendio; unas son inventadas, otras tienen algo de verdad que se exagera y se distorsiona. Como sucede en épocas de miedo y de odio, la gente cree todo y no verifica nada. Por eso empezaron a hacer refugios, a levantar bardas y a poner alambre de púas; también construyeron torres de vigilancia y hay calles cerradas con rejas. Como mucha gente se ha ido del pueblo o se ha vuelto carcomida, es fácil conseguir los materiales: ni siquiera hay que comprarlos, los toman simplemente de otros inmuebles ya sin dueño. También por eso se ve feo el pueblo: las autoridades no han podido impedir que arranquen puertas, ventanas, azulejos, madera, balconería, tubería… hasta las cortinas se roban. Casas que antes eran elegantes ahora parecen calaveras invadidas por la hierba y las alimañas.
Pasadas las dos de la tarde, Esteban interrumpe el trabajo, se sienta en el suelo en el umbral de la puerta y saca de una bolsa de plástico una botella de agua y dos naranjas. Podría ir a la cocina a ver qué hay, pero no le gusta detenerse. Come yendo y viniendo de sus pensamientos, observando sin mucha atención un pájaro que picotea algo en lo alto de la barda. Se repite que las labores de fortificación deben estar concluidas para el cumpleaños de Natalia.
Cuando termina de comer, sube a la azotea a ver si el cemento ya se secó en el parapeto recién levantado y si éste es lo suficientemente fuerte. No es que tema que los carcomidos suban hasta allá —de hecho, las azoteas son los espacios más seguros—, pero nunca se sabe qué pueda pasar en una situación de sitio.
Satisfecho, Esteban da por terminado su día laboral y baja hacia el pequeño jardín trasero. Nota que algo se mueve en el porche. Es la perra amarilla que tienen como mascota.
—Hola, Barbie.
Le pusieron ese nombre porque es güera y estaba en los puros huesos cuando llegó. Esteban le estrecha la mano como si fuera una persona, le hace una caricia en la frente y sin darle más atención, va a revisar que todo esté bien cerrado. Luego entra a la casa. Se siente fresco y oscuro en contraste con el sol de fuera. Huele a plátanos fritos y a café.
—¿Y Natalia? —le pregunta Esteban a Cristina.
—No está ahorita.
Sobre la mesa de la sala descansa una guitarra.
—¿Estabas tocando, Cris?
—Un poco. Tal vez podamos volver a armar la banda cuando se normalicen las cosas, ¿no crees?
Cristina trata de conservar esa costumbre de los días de paz. Es una cuestión de supervivencia, por lo menos para ella: la música tiene el poder de ahuyentar sus miedos y sus tristezas.
Esteban prefiere contestar con otra pregunta:
—¿Crees que tarde mucho?
—¿Natalia? No sé. Yo fui con Marianito a cortar mangos y luego a entregar un pan que me encargaron.
—No ha de tardar, ¿verdad?
—No. No ha de tardar —repite Cristina—. ¿Ya comiste?
—No. Bueno, me comí dos naranjas.
—Hice arroz con plátanos, ¿no quieres?
—No, gracias. Mejor espero a Natalia.
—¿Y si tarda?
—La espero.
Cristina toma la guitarra y empieza otra vez a rasgarla. A Esteban le entristece oírla, le da un sentimiento de amargura. Antes él también tocaba, junto con ella y otros dos muchachos. Tenían una banda. Él era la segunda guitarra y a veces cantaba; llegó a componer un par de canciones que no tuvieron éxito. Pero eso fue antes. “Antes, antes”, como dice la gente del pueblo para referirse al tiempo en que no había carcoma. Tenían poco de haber empezado cuando vino la enfermedad; el bajista y el baterista huyeron con su familia. Esteban no ha querido volver a tocar, por eso y por otras cosas: la tristeza de haber perdido a su madre… todo.
Necesita hablar con Natalia, comentarle que ya terminó la extensión de la barda de enfrente y pedir su opinión sobre cómo reforzar una de las puertas. Por eso está impaciente porque llegue; piensa que no tardará.
Se dirige al pequeño estudio donde se halla la computadora, la enciende y, ya sólo por costumbre, intenta conectarse a internet. Quisiera buscar noticias sobre los refugios que la gente está construyendo en el puerto. Allá todavía no llega la carcoma o por lo menos han logrado controlarla: tienen mejores condiciones sanitarias y además están más lejos de las minas.
Como no puede conectarse, trata de distraerse jugando Solitario. No funciona, no tiene cabeza para ello. Incapaz de concentrarse en nada, apaga la computadora, regresa a la sala, se prepara café y se sienta a esperar a Natalia. La música le da la calma que no consiguió con el Solitario. Se pone a observar a Cristina: con sus jeans rotos, su camiseta negra de Nirvana y sus botitas de montaña, es una adolescente un poco rara: como muy madura para su edad, muy en el papel de adulta que le han impuesto las circunstancias. A diferencia de Natalia, ha logrado mantenerse tranquila aun sabiendo que sus padres vagan por la selva incapaces de recordar que tienen dos hijas, una casa, un nombre.
Poco después de las cuatro de la tarde, se oye que llaman a la puerta. Con la mirada, Esteban le dice a Cristina que no deje de tocar, que él irá a abrir.
Es Arturo.
—Se te olvidaron otra vez las llaves —le reprocha Esteban en cuanto lo tiene enfrente.
—Sí. Perdón.
—¿No has visto a Natalia?
—No —Arturo sigue a su amigo a través de las distintas puertas, como quien se interna en una prisión. El cambio del calor de afuera al fresco de adentro lo hace estornudar.
Cuando llega a la sala, se sienta en el sofá y busca el control remoto del televisor.
—Está jugando el equipo de la universidad.
—¿Es el canal del puerto?
—Ya no se ven otros, Esteban.
—¿Cómo pueden seguir jugando? Aquí nos estamos muriendo y esa gente se divierte como si nada.
—¿Por qué te molesta que se diviertan? A veces no hay otra cosa qué hacer.
—Les vale lo que nos pasa. Pero dicen que ya hay casos allá también. Se los va a cargar el payaso como a nosotros.
Arturo no responde.
A Esteban lo ponen de mal humor los partidos de futbol y todo lo que hay en la televisión: habla de un mundo en agonía, un mundo que ya no debería existir cuando pasan cosas tan terribles.
—¿No quieres comer, Arturo? —le ofrece Cristina—. Hice arroz con plátanos.
—¿Está caliente?
La chica se encoge de hombros:
—Ve a ver.
—Voy. Ya va a acabar el partido.
Finalmente, el chico se levanta a servirse arroz y sigue con mangos; Esteban lo acompaña. Había olvidado que tenía hambre, pero el olor de la comida se lo recuerda.
El juego de futbol termina y empieza otro, vuelve a llover y Natalia no llega. Ya está oscuro cuando a Esteban se le ocurre preguntarle a Cristina:
—¿No te dijo adónde iba?
—No la vi cuando salió.
—No creo que se haya ido al río con esta lluvia —reflexiona Arturo. Es que a Natalia le gusta ir a pasear por la orilla del río. Tiene la esperanza de ver a sus padres aunque sea desde lejos y aunque sea peligroso.
A través de la ventana ven cómo el cielo oscuro se ilumina de pronto. Un instante después se oye un trueno.
—Apaga la televisión: no vaya a atraer un rayo —le dice Esteban a Arturo, aunque no le importa. Quiere estar en silencio, eso es todo.
—Los aparatos no atraen rayos. No debes creer todo lo que te dicen.
—Apágala de todas maneras.
—¿No iría a casa de la doctora? —pregunta Cristina—. Ayer tenían mucho trabajo con los niños chiquitos.
—No lo sé —responde Arturo—. Yo estuve todo el día con mi tío.
—¿Ya aprendiste a volar la avioneta?
—Sí. Hoy me la dejó. Ya sólo me falta saber aterrizar y algo de mecánica.
—Tal vez sí esté con la doctora —reflexiona Esteban—. Porque además la última ayudante que había ya se fue del pueblo. Se robó un montón de medicamentos.
—Pues se jodieron. Porque ya casi no hay medicinas. Mi tío y yo trajimos cuatro cajas chicas y eso fue todo lo que conseguimos.
Cristina está nerviosa y no hace caso de esas cosas.
—¿Qué tiene que ver eso con mi hermana?
Los tres chicos han empezado a preocuparse. Natalia no va al pueblo si puede evitarlo. Desde que se infectaron sus padres ya no le gusta. ¿Qué puede haberle pasado? Es una chica lista, fuerte. No se dejaría sorprender por un carcomido. Tampoco puede ser que se haya perdido o caído en algún lado. No. Estará guarecida bajo algún techo mientras para de llover.
No se oye en la casa más que el tableteo del chubasco en los tejados. Llueve como si todos los huérfanos del mundo se hubieran puesto a llorar juntos.
Cristina va a la recámara por un impermeable.
—Vamos a casa de la doctora.
Esteban la apoya de inmediato, poniéndose de pie y buscando su morral.
—Vamos.
Sólo Arturo duda.
—¿Por qué con la doctora? No creo que esté allá.
En realidad, tampoco los otros dos lo creen. Pero Cristina necesita todavía esa paz que a veces irradia la gente mayor —especialmente la doctora— para tranquilizarse. Arturo se da cuenta y no discute más.
—Vamos, pues.
Esteban sale por la puerta de la cocina y va a encender el vehículo que tienen guardado en el patio: una camioneta que los padres de las chicas dejaron abandonada a media calle antes de ir a perderse en la selva.
Entre las sombras del porche, Cristina advierte la mirada atenta:
—¿Quieres ir, Barbie?
Entendiendo la pregunta, la perra se levanta del tapete donde estaba echada, se sacude la pereza y viene muy contenta a la camioneta. Sin embargo, siente la ansiedad de los chicos y empieza a mirarlos con ojos tristes y a quejarse como si algo le doliera. Esteban no está de humor para eso y la hace salir.
Arturo empieza a abrir las puertas y Cristina se pone a escribir un recado para Natalia diciéndole que no se preocupe si llega y no los encuentra, que han ido los tres a buscarla con la doctora.