22

 
 
Está alta la luna cuando Cristina, oyendo que algún animal corre sobre el tejado, se desliza fuera de la cama. No es sólo que los monos o las iguanas o lo que sea eso no la dejen dormir: siente que se asfixia en esa habitación. El aire está caliente y las sábanas, empapadas, se adhieren a la piel como seres vivos que se alimentaran de sudor. Se pone sus jeans y sus botas y una camiseta y abre la puerta de su cuarto con cuidado, tratando de no despertar a Esteban ni a Arturo, que duermen en la sala, el primero en el sofá, el segundo en una bolsa de dormir. Ninguno de ellos la siente pasar.

Sale de la casa con el mismo cuidado. La luz de la luna llena —una claridad sedosa, líquida— baña las paredes blancas de las casas y los platanares que asoman sus hojas por encima de las bardas, anega el camino y hace visibles aun las pequeñas grietas en la corteza de los árboles. Todo parece cubierto por un hielo brillante, pero no es hielo, es la luz de la noche.

Cristina se va por la calle solitaria. Va en dirección al río. Sólo una vez en su vida había andado de noche por ahí. Es que quería ver a la “niña de las cañas”. Así es como llaman en el pueblo a un fantasma que se aparece en esa zona. Dicen que murió hace mucho tiempo, asesinada por su propia familia. Se aparece con un vestido color naranja —dicen—, jugando en el agua con una caña. A veces canturrea, según unos; llora, según otros. Cristina había oído historias de ella y quería verla. Como decían que sólo a los caminantes solitarios se les aparecía, fue sola. Pero no vio nada, y eso que anduvo por ahí vagando hasta después de la una de la mañana. Desilusionada, volvió a su casa. Natalia estaba despierta y salió a la sala a ver quién llegaba. No le preguntó nada porque pensó que venía de una fiesta o de estar con un muchacho. Cristina se imaginó que eso había pensado y mejor le contó todo.

—Yo sí la he visto —le dijo su hermana.

—¿Cuándo la viste?

—Muchas veces. Se parece a mí, ¿no crees? Sólo que más chiquita, por supuesto. No que yo sea muy alta, ¿verdad?

Cristina no respondió. Sintió escalofríos de pensar que un fantasma se pareciera a ella.

—Ah, que contigo se esconde —se rio Natalia—. Pues sí, se parece a mí.

—¿Por qué tendría que parecerse a ti? No te has muerto, hasta donde puedo ver.

—Es el fantasma de mi niña interna, que dejé morir.

Como Cristina otra vez no respondió, su hermana dio por terminada la conversación. Antes de volver a encerrarse en su cuarto, ya sólo dijo:

—No dejes morir a la tuya, Cristy.

Nadie más que ella y sus padres la llamaban así: “Cristy”.

Cerca del muelle de tablones, un gato blanco se atraviesa en su camino, echa a correr y sube de un salto a una carreta llena de azucenas. El olor que despiden estas flores le resulta deprimente a Cristina; le parece un olor a velorio, a ataúd y gente vestida de negro rezando rosarios. Pero se siente paz en ese lugar: la paz de los pueblos abandonados, de los cementerios. Atraviesan el silencio sutiles corrientes sonoras, apenas audibles, como de lejanas voces infantiles. ¿La niña de las cañas? Tal vez no es una sino muchas: todas las que han muerto huérfanas. Las que han muerto de soledad, de tristeza, de hambre.

Cristina siente una vibración cálida que sube a su cuerpo a través de sus pies. Respira hondo el aire de la madrugada. Un antojo misterioso la hace caminar hacia el muelle y bajar al río. Las voces infantiles se oyen igual de débiles allá. Allá la luz de la noche no alcanza a traspasar tanto follaje. Pero brilla en el agua. Y el agua se oye. Un pez salta en la superficie, un segundo, y se deja caer convertido en un reflejo plateado, sin peso. Vuelve a asomar la cabeza —su cabeza inexpresiva de pez—, se le queda viendo a Cristina y empieza a canturrear con la voz de la niña de las cañas.

Sí, el agua se oye. Y huele.

A Natalia le gustaba oler el agua. Toda el agua: el agua del río y la de la lluvia, la de los pozos, la de los cántaros. Se servía un vaso y olía el agua. “Huele a tierra”, decía, tranquila de comprobar una vez más el orden del mundo. Así era ella: si el agua olía a tierra y la tierra olía a agua todo estaba bien, las estaciones seguirían su curso normal, amanecería y se haría de noche como era costumbre, el caimán volvería a salir a las riberas para desovar. Cristina la extraña ahora por las mismas cosas por las que antes llegaba a detestarla. ¿Cuánto se puede extrañar a alguien? ¿Cuánto se puede querer a una hermana sin saberlo hasta que se pierde?

De repente, Cristina oye que algo se mueve entre los follajes, sobresaltándola. Se detiene en seco y se vuelve, lista para echar a correr si es necesario. Pero en un instante, la alarma se convierte en sonrisa: es la Barbie, que al parecer venía siguiéndola. Cristina se acuclilla en medio del camino, bañada por la pálida luz de las sombras, y deja que la perra le lama la cara. Entonces suelta el llanto que no ha querido compartir con los humanos.

—Mi hermana, Barbie. Mi hermana… —llora ahí, sentada en medio de ese camino por el que nadie pasa, abrazando a su perra. Llora larga, desoladamente. A berridos. Llora por su hermana, por sus padres, por el desamparo de los que quedan, por su propio miedo. Por todos lo que ya no están.

—Tú no te vas a enfermar, ¿verdad, Barbie? Tú no te vas a perder.