En la mañana despierta angustiada, con la sensación de haber tenido un sueño de mal agüero, y les dice eso a los chicos. No les cuenta detalles, no les dice nada de su caminata nocturna. No les habla de su dolor por su hermana. Sólo expresa eso: que tiene miedo. Esteban la abraza, pero ella rechaza su abrazo. Se está volviendo como Natalia. Porque Natalia no era una persona que supiera recibir ternura; en el fondo no la quería, no le gustaba que la abrazaran ni que la tocaran, mucho menos que le dieran besos. Después de sus ataques de pánico, de sus pesadillas, quedaba llena de rencor, de un rencor impersonal, sin objeto. Tenía miedo de ser infectada, de sentir la carcoma creciendo dentro de su cuerpo como un hijo que se gestara en su carne, invadiéndola dulce y espantosamente. Se bañaba restregando su piel como si hubiera querido quitarse algo muy sucio, muy negro. Como si hubiera querido arrancarse el cuerpo. Ésa era su fantasía: no tener cuerpo; que la carcoma lanzara su dentellada al aire como un perro enloquecido. En una de esas ocasiones en que hablaba dormida, dijo que un pájaro intentaba entrar por su ventana, un pájaro con una cuerda en el pico. Dijo también que había una barca esperándola en la ribera. Era una barca de madera oscura, con tres velas de cera encendidas en la proa; la esperaba para llevársela muy lejos. Y ella ya se quería ir.
—¿Ahí está todavía? —preguntó angustiada.
Cristina se dio cuenta de que seguía dormida. Sus ojos abiertos no tenían luz, no tenían mirada: estaban llenos de su propia oscuridad. Sin embargo, intentó dialogar con ella.
—¿Quién? ¿La barca? ¿El pájaro con la cuerda en el pico?
—El cazador… ¿Ahí está todavía?
—¿Cuál cazador, hermana?
—¡No lo dejes que se acerque!
Y volvió a caer dormida, profundamente dormida como una bebé. En posición fetal, con un lado de la cara contra la almohada, la boca entreabierta. Hermosa en la bajamar de su dolor. Su piel brillaba con el sudor del sueño en medio de la noche caliente.
Tratando de ahuyentar los recuerdos, el miedo, Cristina toma su guitarra y empieza a tocar. Las notas melosas de una canción popular llegan a los oídos de Arturo y de Esteban hablándoles de una época que parece muy remota. Por un instante recuerda a Miguel, ese muchacho que estaba enamorado de ella y que fue de los primeros en huir. Si así es el amor de cobarde —se dice—, no lo quiere.
La música los cobija con los brazos de sus seres queridos ausentes. Reaviva una tristeza que ya no quieren sentir y sin embargo es dulce.
Arturo mejor va a encender la cafetera. Luego vuelve. En voz alta, para nadie o para sí mismo, hace una pregunta brutalmente razonable:
—¿Por qué aferrarse tanto a la vida?