25

 
 
Isidro pasa a visitarlos en la tarde del viernes.

Ni Arturo ni Cristina se encuentran en la casa. Esteban sí. Como siempre, Isidro va al grano: ha visto que los muchachos —se refiere sólo a los varones— “siguen apesarados por lo de la señorita” y se le ha ocurrido que no les caería mal, como distracción, acompañarlo a cazar un venado que ya tiene visto desde hace días. Es cosa de salir al día siguiente temprano, antes del amanecer. Él los va a llevar y les va a prestar rifles y cartuchos. Sabe que a Esteban no le gusta matar animales, pero —dice— será nada más esta vez, para distraerse. Esteban tiene ganas de rechazar la invitación, pero la verdad es que es un detalle muy amable. No puede despreciarlo. Si lo desprecia, Isidro no volverá a ayudarles en nada. Se acabará la buena relación que empezaron cuando fue con Arturo a pedirle prestada su lancha. Le pregunta a qué hora hay que estar.

—Paso por ustedes a las cinco de la mañana.

Arturo no se encuentra en la casa, pero, en cuanto llega, Esteban le dice de la invitación. Piensa que le va a dar gusto, con eso de que le encanta esa clase de aventuras. Pero el muchacho no quiere ir.

—No podemos despreciarlo —insiste Esteban. Inútilmente, porque Arturo no cambia nunca de decisión si lo presionan. Es como Natalia.

—Tengo cosas que hacer —dice—. Además, las presas que me gustan a mí son más grandes.

—¿Qué quieres decir?

—Yo me entiendo.

 
A la hora convenida, Esteban aguarda ya con una taza de café en la mano. Cristina no sabe nada. No quiso decirle.

Isidro llega puntual, pero se ve pensativo.

—Estuvo lloviendo en la noche. El monte va a estar canijo: mucho lodo. La presa lo oye a uno más fácil cuando se acerca.

Bajo el cielo todavía oscuro se van caminando al embarcadero. A bordo de la lancha, en un cajón metálico, lleva Isidro todo lo necesario: una trampa, tres cajas de cartuchos, un Remington 700, un Marlin nuevo y otro no tan nuevo, cuatro arpones para caimanes y varios metros de cuerda.

Enciende el motor. Comienzan a descender el río en silencio. Isidro va quieto, alerta, con los músculos del rostro tensos. Sólo sus ojos se mueven, tratando de penetrar cualquier ruido, de anticipar cualquier movimiento entre los árboles. Adelante de ellos ondula el agua verde, color musgo, olorosa a sustancias orgánicas; atrás queda una estela de espuma. Esteban tiene la sensación de estar atravesando una garganta del mundo. Las riberas aparecen de pronto cubiertas de vapor, y la niebla envuelve ceibas fantasmales, ramajes portentosos cubiertos por un heno húmedo y lujuriante. Los troncos se tuercen asfixiados por esa lana negra, parasitaria, que la gente llama “barbas del diablo”.

Finalmente se detienen para continuar a pie.

Poco después del amanecer los sorprende el diluvio. La selva se ve oscura, como si estuviera anocheciendo, y por encima de todo, a una enorme distancia, se oye la furia de los truenos. Pero sólo en algunas partes el agua alcanza a filtrarse, provocando en Esteban la sensación de hallarse en el interior de una caverna llena de goteras. Así es ahí la naturaleza. La lluvia se queda detenida en los follajes más altos creando ríos aéreos, ríos celestes que se abren paso a través de lechos vegetales. Muchos metros abajo, el agua que logra escapar de los cauces arbóreos cae en pequeños chorros o en grandes gotas y de hoja en hoja, de rama en rama, con un tintineo apenas audible, hasta que alcanza la tierra.

Isidro encuentra el rastro y empieza a seguirlo. Se vuelve felino; incluso, por momentos, resulta carismático. Es un hombre brutal. Sus técnicas de caza son igualmente brutales; se vale de todo: trampas, perros, fuego.

El rastro los lleva de regreso al río, por un terreno de lodo rojo. Luego se pierde: el venado ha percibido el olor del hombre. Isidro murmura algo, pero no parece preocupado. Echa a andar hacia donde dejó su lancha.

—Vamos por aquí. Los animales nunca esperan que el peligro les venga del agua.

—Ni los carcomidos —observa Esteban.

—Así es: ni los carcomidos.

Esta vez, en lugar de encender el motor comienza a remar lenta y silenciosamente, sin despegarse de la orilla. En las riberas, los árboles cubiertos de plantas parásitas se mueven animados por la actividad de numerosos insectos: mariposas camaleónicas, hormigas de diferentes especies, escarabajos, chapulines, avispas negras, libélulas, abejas… de tiempo en tiempo se oye el grito de pájaros invisibles.

El día ya está crecido cuando la ven. Es la hembra del venado que Isidro busca: joven, hermosa. Y se encuentra a menos de cien metros de distancia, observándolos confiadamente. Por cortesía de cazador, Isidro le cede a Esteban el primer disparo. Y él, que nunca en su vida ha tomado un arma, coge el Marlin y apunta, pero deliberadamente falla el tiro. El animal se pierde entre la maleza.

—Andas distraído, chamaco —reclama Isidro, bajando inmediatamente de la lancha. Ni siquiera se espera a llegar a la orilla. Esteban oye el chapaleo impaciente de sus botas en el agua y toma los remos para poder fondear y seguirlo.

Ha corrido hacia los pantanos. El primer disparo le da en el cuello. El animal brama y se retuerce, chapoteando. Su sangre, profundamente roja, comienza a teñir el agua oscura. Aun así, logra salir y continuar huyendo.

Esteban siente que su cerebro se ilumina un instante, en el relámpago de una visión. La hembra que persiguen no es de pronto una venada sino una muchacha. Se ha convertido en una hembra humana que huye desesperada, quebrando en su huida ramas y arbustos. Por fin la han encontrado. Todo el resentimiento, el odio que en el fondo siente Esteban sin querer reconocerlo brota con la fuerza del tiempo acumulado. La persigue sin piedad, sádicamente; la acorrala, le dispara. Natalia cae con las pezuñas cubiertas de barro y la piel brillante por el sudor del miedo, y ahora yace a los pies de su antiguo enamorado, sacudiéndose en las convulsiones de la agonía. Esteban la pisa con fuerza, tratando de lastimarla aún más, hundiendo el tacón de su bota en los belfos palpitantes. Los ojos muy abiertos, ya nublados, lo miran fijamente mientras un chorro de sangre sale a presión por el pecho de la venada.

Baja el rifle. La visión ha cesado y Esteban no comprende lo que acaba de hacer. Isidro se ha puesto otra vez de buen humor. Le mira a la pieza las pezuñas y los dientes.

—Cinco años —dice como quien habla del clima, sin ninguna emoción—. No más.

Mientras llevan el animal hasta la lancha, Esteban siente que todo en ese sitio es peligroso o repugnante o espectral; está lleno de venenos, de trampas naturales, de acechanzas invisibles. En el silencio vibrante de alimañas, un musgo azul oprime a los grandes vegetales sin lograr matarlos. La rápida descomposición hace que la tierra exhale un vaho permanente y denso, lleno de sombras. Desde ahí, el alma de Natalia lo observa sin hacer ruido, sin respirar, lista para saltar sobre él y destrozarlo.

Luego de desembarcar van a casa de Isidro a comer y a repartir la pieza. Esteban no quiere aceptar la parte que le dan. Argumenta que por su culpa casi se perdía la jornada, que él no hizo nada sino dar el tiro de gracia. La verdad es que no se siente capaz de poner esa carne —fragante como es— en su plato ni en el de Cristina. Sin embargo, con tal de despedirse pronto, acepta llevarse el botín que la mujer de Isidro ya le ha preparado en una cesta de palma tejida.

En el camino echa la carne al río. Con sus lágrimas.

 
Cuando llega a la casa, Cristina está tocando la guitarra y evita hablarle, enterada de adónde fue y a qué y con quién.