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Lleva muchos días restablecer la paz. Y quien más sufre es, por supuesto, Esteban. Muchas veces ha sentido que Cristina y Arturo son los únicos seres que le quedan en el mundo. Arturo no tanto: sus conversaciones con él son superficiales, de orden práctico, además de que muchas veces están en desacuerdo. Pero Cristina… Que Cristina no quiera hablarle lo hace enfrentarse al sentimiento que más teme en el mundo: la orfandad.

Algo parecido a la armonía entre ellos se restablece en la mañana del domingo. Esteban ha cumplido con la exigencia del pastor de la Iglesia del Séptimo Sello y ha ido a tomar parte en el servicio dominical. Arturo y Cristina lo saben y se mueren de curiosidad.

—¿Cómo te fue? —le preguntan cuando llega. No tiene cara de sufrimiento, como esperaban. “De gato con diarrea”, decía Natalia burlándose de su terco enamoramiento.

—Bien —responde él, en realidad contento de que le hayan preguntado, de sentir que otra vez son una familia.

Los otros dos no pueden creerle:

—¿Bien?

—Sí, bien.

—Bueno, ya cuéntanos. Nos tienes en ascuas.

Con toda calma, Esteban deposita su morral en el sofá y va a la cocina por un vaso para servirse agua, sin notar que Cristina y Arturo intercambian miradas volteando los ojos. Con la misma exasperante calma, se bebe su agua, se sirve más y viene a sentarse con ellos.

—Pues la gente que va ahí sí es pesada. Bastante pesada, diría yo. Se la pasan gritando que ya se va a acabar el mundo, que el ángel ya tocó la séptima trompeta y quién sabe qué más, y luego se tiran al piso como si tuvieran convulsiones. Bueno, no me lo van a creer, pero hasta los niños hacen ese circo. Y el pastor es el peor de todos. Por cierto, ¿te acuerdas, Arturo, de Teresita Baños, la que iba contigo en la secun? Pues ahí está, junto con sus hermanas. Creo que a los padres ya se los llevó la carcoma.

—No me importa Teresita Baños —Arturo interrumpe su entusiasmo—. Y si es de tus nuevas hermanas, menos.

—Mis únicos hermanos son ustedes.

—¿No te mandó el pastor alejarte de todos los adoradores de Satanás que no nos hemos convertido a su iglesia?

—No, no me dijo nada de eso. Pero ¿saben quién más está ahí?

—¿Quién?

—Don Toño, el carnicero. Y es de los de más jerarquía.

Cristina se le queda viendo, entre sorprendida e indignada:

—¡Ese viejo! Me acuerdo cómo se le quedaba viendo a mi hermana. Además dicen que está en un club o algo así de psicópatas que se hacen llamar Limpiadores. Se dedican a matar carcomidos de la manera más cruel, y no sólo a ellos sino a cualquiera que les parezca un ser inferior.

Mientras Cristina dice esto, Arturo va palideciendo. También para él es nueva esta información.

—He oído de ellos —dice—. Pero pensé que no se llevaban bien con la gente creyente. Se supone que tienen ideas distintas, ¿no?

—¡Ay, Arturito! Qué ingenuo eres. Los fanáticos del odio siempre han sido los aliados favoritos de las iglesias.

—Claro —interviene Esteban—. Si no, ¿de dónde sale la cruz de su símbolo? De hecho, tengo la impresión de que los Limpiadores son algo así como el brazo armado de la Iglesia del Séptimo Sello.

Arturo no contesta nada, pero no puede creer lo que está oyendo. ¿Cómo no se dio cuenta antes? Para que no se note lo alterado que se ha puesto, mejor cambia el tema.

—Bueno, Esteban, ¿por qué, si todo eso es así de siniestro y además te pareció un circo, llegaste de buen humor?

—Sí —lo apoya Cristina—. ¿Por qué dices que te fue bien?

Esteban se termina su segundo vaso de agua y hace otra de sus exasperantes pausas.

—Bueno, es que el pastor dijo algo que me interesó.

—¿Qué?

—Todos ahí dicen que ya estaba escrito que viniera la carcoma.

—¿En la Biblia? ¿Estaba escrito en la Biblia?

—Sí, Cris, aunque lo digas con sarcasmo. Yo no he checado personalmente, pero eso dicen ellos. Dicen que la carcoma la ha enviado Dios y que, así como en el Diluvio la humanidad se salvó porque unos cuantos construyeron una barca, así va a pasar ahora.

—¿Alguien va a construir una barca?

—Así es. Una barca para llegar a una isla.

—¿La isla de la que tanto se habla? ¿Por fin sabe alguien dónde está? No me digas que la iglesia controla…

—Déjame terminar, ¿sí, Arturo? El asunto es que…

Cristina también lo interrumpe:

—Mi hermana creía en esa isla. A veces pienso que se fue buscándola. Ese tal Genaro, que por cierto nunca tuvo valor para venir a presentarse con mis padres…

—Bueno, ¿quieren oír mi historia o no?

—Ya. Termina, Esteban.

—Van a decirme que uno no necesita ir a una iglesia para oír hablar de la isla. El hecho es que, según el pastor, esa isla no es una isla de verdad. Es la fe: una isla en el espíritu. Y la barca es la congregación.

—Diles eso a todos los que andan vagando por la selva con la carne cayéndose a pedazos, a ver si se curan.

—Yo sí creo en la fe, Cris. No como esa gente que se agarra de las manos y se tira a convulsionarse al piso, pero sí. Pero ese no es el punto. El punto es que tal vez tiene razón el pastor: la isla no es una isla de verdad, se refiere a otra cosa. No es la fe, pero sí es algo. Otra cosa.

—¿Qué?

—No lo sé. Pensé que ustedes me ayudarían a pensar.

—Pues a mí no se me ocurre nada.

—Ni a mí. Y ahora que me acuerdo, todavía estoy enojada contigo porque fuiste a matar animales con el méndigo cazador. No creas que se me ha olvidado.