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Después de contar su historia de la iglesia, Esteban se queda a comer. Luego Cristina les corta el pelo a él y a Arturo porque ya lo tienen largo. Desde que empezaron a escasear las peluquerías, ella lo hace. Aprendió sola. También se lo corta a sí misma.

—Bueno, chicos… —empieza Esteban, dando a entender que tiene algo qué decir, pero Cristina lo interrumpe:

—¿Chicos? Pensé que nos llamarías “hermanos”. ¿O no te has bautizado, iniciado o lo que sea que hagan en tu nueva iglesia?

A diferencia de Arturo, que todavía no se sobrepone al malestar que le causó enterarse de que su sociedad secreta no es tan independiente como pensaba, ella está de buen humor. Esteban le sigue la broma:

—Todavía no, pero de todos modos para ser mi hermana tendrías que convertirte.

—¿No consideran hermanos a todos los seres humanos, por el simple hecho de venir del mismo Creador?

—En realidad no. Pero no es mala idea. Se lo voy a sugerir al pastor.

—Sugiérele también que haga algo por los niños ferales, ¿no?

—Bueno, ¿qué ibas a decirnos? —interviene Arturo.

—Pues que voy a ir a trabajar un rato a la azotea. Quiero hacer un tramo más de parapeto y luego voy a darle una lijada a la cómoda que nos trajimos el otro día.

—¿Necesitas ayuda?

—No, gracias. Nada más es lijar y barnizar.

—Los Ibáñez tenían una cama bien bonita —comenta Cristina—. De esas antiguas con dosel y postes de madera. La vi muchas veces cuando iba a jugar con Imelda. ¿Por qué no la sacamos? Antes de que otros se la lleven.

—Si no es que ya se la llevaron.

—Ha de estar bien pesada.

—Podemos ir a ver, hermano Esteban.

—No es mala idea. Ayer en la tarde pasé por ahí, de camino.

—¿Y?

—¿Ya ven que unos escuincles estuvieron haciendo muñecos con el granizo de hace dos días? Pues ya se habían derretido. Ya nada más quedaban las plastas de lodo.

—Los carcomió el sol —bromea Arturo—. Pobres carcomidos blancos.

Esteban le celebra el chiste con una carcajada:

—Lo mismo pensé.

—No me gusta su sentido del humor, chicos. ¿Todos los hombres son así o ustedes son peores?

Esteban vuelve a reír.

—Bueno, ¿qué viste además de muñecos de granizo?

—No vi los muñecos, vi el lodo que quedó de ellos.

—Esteban, eres desesperante. ¿Qué más viste, con una…?

—¿En la casa de los Ibáñez? Nada. Estaba cerrada.

—¿No la habían vandalizado?

—No. Me imagino que alguien la cuida.

—Vamos a ver —propone Cristina, muy animada—. ¿Me acompañan?

—Yo no puedo ahorita, hermana. Quiero avanzar con la cómoda.

—Yo sí te acompaño —acepta Arturo.

—Genial. Vámonos —y, volviéndose a Esteban, Cristina se despide—. Al rato nos vemos, hermano. Shalom. El Señor es contigo.

Shalom. Se van con cuidado.

 
Como ha bajado la temperatura por las lluvias, la humedad de la selva se ha condensado en el aire, y el pueblo se ve borroso en su nido de neblina. Hacia el fondo de la calle solitaria, lo único que se mueve son dos bolitas de algodón azul: las chamarras de mezclilla de Cristina y Arturo.

La casa que buscan se halla en la que fuera una de las avenidas más bonitas, de las que aun destruidas parecen seguir ahí para recordarle al mundo que aquello fue una vez una comunidad rica, de ganaderos y cafetaleros prósperos que tenían sus fincas en los alrededores y además habían construido estos pequeños palacios para que sus hijos tuvieran vida social. Y cuánta vida social hubo ahí: los bailes de feria, las tertulias, las tardeadas, las lonjas, el Club de Leones y el Club Rotario, las asociaciones de caridad, los cenáculos, las logias… a cualquier hora del día y a veces de la noche, se veía a los habitantes que entraban y salían de esas casas. Todavía, de algunas de ellas sale música y ruido de fiesta, tintineo de copas que chocan, voces alegres de mujeres embriagadas, carcajadas de hombres poderosos que fuman habanos. Pero sólo son ecos que guardan las paredes manchadas de humedad y guano de murciélagos.

Aparentemente, no ha pasado nada. Aun destacan en el paisaje los verdes, amarillos y blancos de los altos muros, las orgullosas fachadas, los portales, los balcones coloniales… Pero a ambos lados de la avenida hay puertas rotas o arrancadas de sus bisagras, ventanas sin vidrios, barandales incompletos. En la entrada de una de esas casas, monta guardia una anciana que parece loca; está sentada en el suelo como pordiosera, pero no pide nada; tiene las manos, el cuello y los lóbulos de las orejas cubiertos de joyas y luce un vestido de seda y una boa de plumas. Blande un bastón con puño de plata como si fuera una espada.

—No vengan por aquí. No tienen nada que hacer en esta calle —les dice a los chicos cuando ve que se acercan. Uno de sus ojos es muy pequeño y al parecer ya no ve nada; el otro está lleno de odio.

—¿Le robaron? —le pregunta Cristina con sincera amabilidad—. ¿Podemos hacer algo por usted?

—Váyanse. No queremos más vagos por aquí.

—¿No puede levantarse? —insiste Cristina, acercándose a la vieja para ver si puede ayudarla. Pero ella la amenaza con su bastón.

—¡Lárguense! En esta calle vive sólo gente decente.

—Vámonos —dice Arturo.

Reanudan la marcha. Pero la vieja sigue farfullando maldiciones, ya sola.

La casa que buscan se encuentra adelante. Es una casa pintada de color mamey, tan rica como las otras. Arturo empuja la puerta y la encuentra cerrada. No importa. La cerradura ha sido ya violada y no es más que un adorno. Logran entrar sin mucho esfuerzo.

Apenas han dado los primeros pasos, Cristina se arrepiente de haber tenido esa idea. En las habitaciones, llenas de polvo y telarañas, hay muebles que alguna vez debieron de ser suntuosos, pero el abandono, la humedad y el saqueo los han destruido. Hay también cuadros de caballos y de toros o con escenas de la vida rural. Y quedan algunos libros de los muchos que se ve que había, unos en sus anaqueles casi vacíos, otros abiertos en el piso con las hojas enlodadas. Las huellas sobre el polvo de algunos muebles indican que algún objeto estuvo ahí y ya se lo robaron. Todo eso parece envuelto en una fosforescencia rojiza. Es una cosa opresiva, angustiante. Cristina se acerca a los libros y empieza a leer los títulos en los lomos, pero no puede poner atención en eso: siente un impulso de salir corriendo de ahí.

—Vámonos.

En realidad, Arturo también siente ese impulso de huir, sólo que logra ocultarlo:

—¿No veníamos a ver la cama?

—Ya no la quiero.

—Vamos a ver si nos llevamos otra cosa, ¿no? Algo para leer por lo menos.

En otro momento, Cristina no le habría hecho caso, pero ahora tiene más miedo de buscar sola la salida que de seguir con él.

En una de las recámaras, ciertamente, se encuentra la cama que ella recordaba. Es una cama de niña: pequeña, de bronce y latón, aunque ya sólo queda la estructura. El colchón y los edredones blancos de la imagen del recuerdo han desaparecido. Quienquiera que entró a saquear, dejó en recuerdo un mojón de mierda ya reseco, negro.

—¿Quieres que vea si puedo desarmarla para que nos la llevemos?

—No. Ya te dije que no la quiero. No quiero nada de esta casa.

Hasta ahí llega un olor a humo.

—¿Qué es eso?

—No sé. Algo se está quemando.

Salen al patio. Allí, en medio, ocho niños ferales han encendido una fogata y están sentados en el suelo alrededor de ella. La miran arder fascinados, inmóviles excepto por el que está alimentando el fuego con libros y ropa. Las llamas se reflejan en sus torsos desnudos.

Al sentir la presencia de Arturo y de Cristina, voltean hacia ellos, pero los miran sin expresión alguna en sus ojos alucinados, de gato salvaje como son siempre los ojos de los niños ferales; ni les temen ni los invitan a acercarse. Es como si no los vieran. Como si no creyeran en su existencia.

—¿Nos vamos, Cris?

—Sí. Vámonos ya.