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Desde la azotea, Esteban advierte que Isidro cruza la calle y viene en dirección a la casa. Le hacer señas para evitar que llame. No quiere que lo vea Cristina. No sabe si ella y Arturo ya regresaron de ver la cama que querían. Afortunadamente, el cazador, siempre con los ojos alerta, ve las señas. Esteban baja para encontrarse con él en la puerta. Siente que debería invitarlo a entrar, pero no sabe cómo salir del paso. Isidro se da cuenta.

—Llevo prisa —dice, mintiendo: ya nadie tiene para qué tener prisa en el pueblo—. Nada más pasé a ver si estaba usted o el joven Montoya —mientras habla, Isidro busca algo en su mochila de cazador.

—¿En qué podemos ayudarle?

—Les traigo un detallito —ciertamente, saca de entre sus cosas una piel de gato montés y se la pone a Esteban en las manos.

El chico no sabe qué hacer.

—¿Y esto?

—Es un detallito, te digo. Para que se levanten el ánimo. Pueden ponerla en el brazo de un sillón, por ejemplo. Se ven bonitas.

—Pero… —Esteban quiere rechazar el regalo. Ya se imagina la cara que pondrá Cristina…

—Acéptala, chamaco. Ando celebrando. Mi mujer dio a luz en la madrugada. Un machito. Ya ves: la carcoma no va a acabar con nosotros. Quedamos muchos y haremos más, ¿verdad? —ha­ce con los dedos una seña obscena y se ríe.

—Está bien —cede Esteban—. Muchas gracias.

—Pues eso era todo, hijo. No dejes de avisarme si saben algo de la Natita.

Esteban se queda en el marco de la puerta, viendo cómo la figura del cazador se aleja despacio hacia el fondo del camino y se pierde en la neblina. Acaricia un instante la piel del gato, pidiéndole perdón en voz baja, y la avienta por la barda de una casa vecina, abandonada como tantas otras. Ya va a meterse a seguir con su trabajo cuando distingue otra figura que viene hacia él. Por lo visto, es día de visitas.

—Hola, Esteban —es Concha, la doctora. Viene sola, cosa rara, vestida con un huipil blanco que hace destacar su gran volumen.

—Buenas tardes, doctora.

—¿Qué haces?

—Nada.

Concha abre un abanico que trae en la mano y empieza a hacerse aire en la cara.

—¡Qué calor! ¿Y Cristina?

—Salió hace rato con Arturo. Yo estaba en la azotea y no he visto si ya llegaron. ¿No quiere pasar a ver?

—No. Tengo que llegar a mi casa. Pero qué bueno que te veo. Tengo algo de Natalia que quiero darte.

Sólo oír el nombre hace que Esteban se emocione.

—¿Qué es? ¿Lo trae aquí?

—No. Te lo doy ahora que vayas a mi casa.

—Si quiere voy ahorita.

—¿No es urgente lo que estabas haciendo?

—No. Nada más déjeme ver si ya llegó Cristina, para avisarle.

—Ándale.

—¿De veras no quiere pasar, doctora?

—No. Aquí te espero.

Esteban entra y sale en un momento.

En el camino se van platicando. Concha ha visto cómo han fortificado ellos su casa y quiere que le ayuden a hacer lo mismo en la suya.

—La puerta está muy vieja. Con un buen empujón me la echan abajo. A una familia del barrio de La Cruz le tumbaron su choza con todo y paredes, ¿tú crees?

—Hay que cambiar esa puerta —aconseja Esteban, orgulloso de lo mucho que ha aprendido sobre el tema—. Y poner trancas gruesas. ¿No ha visto las que tenemos nosotros? Son de acero: no las rompe ni un camión.

—De esas mismas quiero. Pero si me atacan, también pueden meterse por las ventanas.

—No lo creo, doctora. Los carcomidos no hacen esas cosas: no tienen agilidad.

—Bueno, ahorita que lleguemos te enseño cómo está.

—La vamos a dejar bien, ya verá. Se va a sentir segura.

—El galpón donde tengo a los chiquitos es lo más frágil.

Siguen charlando así hasta que llegan a la casa. Todo está en silencio ahí.

—¿No quieres un vaso de agua, Esteban?

—Sí, por favor —responde él, tomando asiento en la sala sin esperar a que se lo ofrezcan—. ¿Y Marianito?

—Cuidando a los pequeños.

Concha va a la cocina y regresa con dos vasos de agua.

Durante largos minutos se quedan callados, sentados uno frente al otro, mirándose. Esteban se siente incómodo y pregunta:

—Entonces, ¿tiene algo de Natalia?

—En realidad es algo para ella.

—¿Qué es?

Concha se detiene, duda:

—Esteban… ¿por qué estás tan nervioso? Te están temblando las manos.

—No sé…

—Quería darte unas cartas, pero… creo que no es buena idea.

—¿Ahora por qué? ¿No eran para mí?

—Necesitas dejar de pensar en Natalia. Es enfermizo lo que sientes por ella. Nunca fue nada tuyo, ¿o sí?

—Era mi amiga —responde Esteban, totalmente a la defensiva—. ¿Es difícil entender eso?

Concha deja escapar un suspiro y lo mira a los ojos con profunda simpatía, con deseos de abrazarlo y protegerlo de sí mismo, de sus pensamientos.

—Olvídala, hijo. Por favor.

—No está muerta.

—Está… infectada.

—No es seguro.

—¿Ya no tienes amigos en el pueblo? En mi época, cuando un muchacho andaba como tú, se iba a emborrachar con sus amigos y al día siguiente ya se sentía bien.

Es raro que Esteban se enoje. Es raro ver en su cara una expresión de ira como la que tiene ahora.

—Soy un niño que no entiende nada de la vida, ¿verdad, doctora?

—Perdón, pero…

—¿Alguna vez le he dado yo consejos de cómo vivir? ¿Le he hecho algún comentario de cómo debe tratar a Marianito, por ejemplo? A ver, ¿por qué no se busca usted un marido? Ahí está el tío de Arturo: es soltero. O vaya a la iglesia: ahí hay muchos hombres.

—No me hables así, Esteban. Cometí un error y te ofrezco disculpas por eso. No quise molestarte.

Pero él ya no la oye. Se ha puesto de pie y va hacia la calle.