Llegan a casa de Concha después de las diez de la noche; se atreven a tocar porque se trata de un asunto urgente y porque vieron que hay luz en una de las ventanas. Desde que empezó la epidemia, la doctora acondicionó parte de su casa para albergar niños pequeños, de los muchos que han quedado huérfanos porque sus padres se infectaron y ya no pudieron cuidarlos. Y Natalia trabaja ayudándole.
Sale a abrirles Marianito, un adolescente con alguna forma de peculiaridad mental que es hijo de Concha; llega riendo y soltando maldiciones en tono de broma. La risa se le acaba cuando ve la cara que traen los chicos. Los hace pasar a la sala e incluso se quita el sombrero como señal de respeto. Es que tiene fascinación por los sombreros y siempre trae alguno puesto, dentro o fuera de la casa.
Ahí está la doctora: una mujer de cincuenta y tantos años, alta y voluminosa, de brazos grandes y manos pesadas que parecen conocer de memoria las dolencias del pueblo. Su gruesa papada, perlada de sudor, le da un aspecto autoritario.
—¿Qué les pasa, hijos?
Cristina se le echa en los brazos a punto de llorar. Ella no es como su hermana, que no llora delante de nadie. Ella sí expresa sus sentimientos, siempre grandes.
Esteban explica a qué han ido.
Mientras sirve café, Concha les dice que no ha visto a Natalia desde hace un par de días.
—¿No ha venido a trabajar entonces?
—No, Cris. Ni siquiera me ha cobrado su sueldo. Será que es tan poquito que no vale la pena reclamarlo.
—No diga eso, doctora.
—Son malos tiempos para todos.
—¿Entonces no tiene idea de dónde pueda estar mi hermana?
—No. De veras que no. Pero no se preocupen; con preocupación no se gana nada.
Cristina no está para recibir consejos. Necesita una respuesta. Una mezcla de ira y angustia hierve dentro de ella.
—No sé por qué nos hace estas cosas. Cuántas veces tuvo a mi mamá despierta hasta la madrugada, tronándose los dedos porque ella se había ido a una fiesta y no llegaba.
—Pues eso pasó ahora: se fue a una fiesta. Todavía hay, aunque no lo crean. Justo anoche, mi vecina Sandra…
—Mi hermana ya no va a fiestas.
Al ver que no obtendrán nada de esa visita, Cristina empieza a despedirse. Esteban no dice nada, pero le dirige a Concha una mirada de resentimiento, como si ella tuviera la culpa por no saber.
—Bueno, ya nos vamos, doctora. Muchas gracias. Vamos a seguir buscando.
—Esperen —Concha toma a Esteban de la mano—. Tranquilícense y tómense su café con calma. Está lloviendo fuerte y así no van a encontrar nada. Esperen un ratito a que pare. Tal vez ella está esperando lo mismo en algún lugar.
—Es lo que yo les dije —interviene Arturo, hasta ahora el menos angustiado de los tres.
Como el consejo parece razonable y además es difícil decir que no a una mujer con tanto don de mando, aceptan. Sintiendo que al calor de la casa empiezan a secarse sus ropas, se toman con calma el café. Marianito ha ido a ponerse una chistera roja como de mago y llega a sentarse con ellos. Es un chico de aspecto débil, que no tiene capacidad para aprender de la manera en que se exige en la escuela, pero por otra parte es muy sensible. Cuando ve la angustia de Cristina y la preocupación de Esteban, comienza a llorar:
—No estén tristes, ¿sí? Natalia está jugando en la calle. No sabe que ya es de noche.
Cristina le sonríe y le oprime la mano suavemente con la suya.
Vuelven a casa después de prometer que irán a avisar en cuanto sepan algo.
El aguacero se ha convertido en una llovizna compacta, formada por gotas finísimas que brillan como agujas de vidrio al ser sorprendidas por las luces de la camioneta. Todavía tienen la esperanza de que Natalia haya llegado mientras estaban fuera. Pero no es así. Desde la carretera, al otro lado de la cortina de lluvia, se ve la casa a oscuras: sólo la luz del porche se quedó encendida.
Arturo se despide y toma el camino de su casa, Esteban no quiere dejar sola a Cristina y le pide permiso de quedarse a pasar la noche en la sala, en el sofá.
—Ya sabes que sí. No tienes que preguntarme cada vez.
De pronto, la chica parece muy cansada. Cuelga su impermeable en un perchero, se quita las botas llenas de lodo y va a buscar ropa de cama para su amigo; sin decir más, le da las buenas noches y se retira a su cuarto.
Ya solo en la sala, Esteban apaga la luz y se acuesta vestido, no para dormir sino para pensar. Como a él ya le cortaron la electricidad por falta de pago, está acostumbrado a la oscuridad. Le gusta, lo hace sentir seguro, tranquilo, como si las mismas sombras que ocultan los objetos ocultaran también sus problemas.
Natalia no puede haberse ido a ningún lado a pasar la noche sin avisarles, ella no es así. Cierto que el peligro acecha ahora en todas partes: es tiempo de lluvias y los carcomidos se acercan al pueblo más que antes. Esos miserables muertos vivientes, tal vez gracias a alguna forma elemental de instinto, buscan protegerse de tanta lluvia como si algo todavía pudiera hacerles daño.
Tal vez, como insiste Cristina, Natalia se haya ido al río y algo le pasara allá: el camino está resbaloso y el río crecido. Hay víboras, trampas… Esteban cierra los ojos y empieza una oración, no para pedir por ella sino para dejar de pensar, para dejar de ver. Porque ahora siente con horror que aun en la oscuridad puede ver sus problemas; no se hacen invisibles como pensaba.
—Tengo miedo —dice de pronto, en las tinieblas, la voz de Cristina. Esteban se sobresalta: no la oyó abrir la puerta.
—¿De qué?
—Por ahí anda uno de ellos. ¿No lo oyes?
—Es la Barbie.
—La Barbie no hace esos ruidos. Es un carcomido.
Esteban pone atención. Sí, el sonido de la lluvia no alcanza a sofocarlos: los gemidos como de animal en agonía, largos, desesperados.
—Quédate a dormir aquí. Yo no dejaré que te pase nada.
—No cabemos los dos.
—Yo me duermo sentado. En el sillón.
—¿De veras?
—Sí.
Los gemidos.