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A lo lejos asoma ya el amanecer.

Esteban se halla de pie, haciendo flexiones para despertar su cuerpo entumecido. Luego, desde el borde de la azotea, orina largamente hacia la calle. Entonces lo ve. Ve a Marianito, que viene corriendo descalzo y casi desnudo. Y a medida que se acerca, empiezan a oírse sus gritos. El silencio del pueblo devastado hace que se oigan más fuerte.

—¿Qué pasa? —pregunta Arturo, que casi no ha dormido por estar pensando.

—No sé. Es Marianito. Voy a ver.

Cristina ha despertado también. Bosteza, se talla los ojos y se desliza fuera de su bolsa de dormir como una serpiente que cambiara de piel. Baja detrás de Esteban.

Al principio es difícil encontrar la cabeza y los pies de lo que dice Marianito. Está muy alterado, hablando atropelladamente y llorando. No ha querido ponerse la ropa que le ofrece Cristina (una camisa y un pantalón de su padre), pero sí aceptó una cobija. Está envuelto en ella y aún así sigue temblando. Esteban va a la cocina a preparar café y algo que desayunar. Después de todo, la vida sigue y, si va a ser necesario defenderse, será mejor hacerlo con el estómago lleno.

Mientras tanto, Cristina logra que Marianito se calme un poco y pueda contar lo que pasó: los carcomidos atacaron su casa durante la noche. Rompieron las puertas. Concha no quiso huir porque no podía llevarse a los huérfanos. Dijo que los carcomidos eran como los perros: si uno no demuestra miedo, no le hacen nada. Y se enfrentó a ellos con un cuchillo de cocina. Pero estaba equivocada. Lo último que hizo, al recibir la primera mordida, fue gritarles que corrieran a su hijo y a los niños. Sólo la mitad de ellos salió de ahí.

Cuando terminan de desayunar ellos tres, Esteban vuelve a la azotea a relevar a Arturo, para que aquél pueda comer algo también.

—Te dejamos huevo. Está caliente. Lo hice con chícharos porque no hay otra cosa.

—Gracias. ¿Hay tortillas?

—Las de maíz se agriaron, pero hay unas de harina.

—Está bien. ¿Qué pasó? ¿Por qué tienes esa cara?

—Los carcomidos agarraron a la doctora.

En el momento en que Arturo entra a la sala, Cristina está abrazando a Marianito:

—Vas a vivir aquí, con nosotros —le dice, acariciando su espalda mientras lo abraza.

El chico no contesta. Se limita a dejarse consolar. Cristina sigue hablando:

—Al rato que hayas comido y descansado, vamos por tu ropa y lo que quieras traerte. ¿Verdad que lo acompañamos, Arturo?

—Claro que sí —responde el aludido.

—¿Lo ves? Vamos a ir los tres contigo, para que te sientas más protegido. Y te vienes a vivir aquí, con nosotros. Esta casa es muy segura. Ya ves: también aquí intentaron entrar y no lo lograron.

Marianito se desprende un poco de ella para mirarla a los ojos.

—¿Y mi mamá? —pregunta con inmensa tristeza.

—Tu mamá ya no va a regresar… al menos… no como la recuerdas.

El chico se queda pensando. Luego hace otra pregunta:

—¿Me vas a dejar que duerma aquí, en este sofá?

—Si te gusta, sí.

—¿No se duerme nadie aquí?

—Esteban. Pero no creo que se niegue a dártelo. Él puede quedarse en el cuarto de mis padres, con Arturo.

—¿Natalia no tenía cuarto?

—Sí. Es ese que está junto al baño. No te lo ofrezco porque Esteban no permite que se toque nada ahí.

Mientras transcurre esta conversación, Arturo come en silencio. O casi en silencio, porque se oye claramente cómo mastica. Al final, todavía con medio bocado en la boca, dice:

—Marianito no va a vivir aquí.

Cristina se le queda viendo sin entender, esperando que se explique. Y él lo hace:

—Ni él ni nadie de nosotros ya. Nos vamos a la isla. Los cuatro.

—La isla no existe. No empieces con eso otra vez.

—Sí existe.

—¿Ya sabes dónde está?

—Sí. Por eso sé que existe.

—¿Dónde está?

—Por el salto de La Deca.

—¿Dónde es eso?

—Muy lejos, Cris. Casi llegando a los pantanos. Mi tío Rodolfo conoce por allá. Le voy a preguntar, aunque tengo instrucciones precisas.

—¿De dónde las sacaste?

—Eso no te lo puedo decir ahora.

Cristina siente que un escalofrío la recorre. Se lo causa su propia voz interior, que la empuja a aceptar. Por sí sola, no se iría. Pero ahora se siente responsable por Marianito y además tiene la esperanza de salvar a los huérfanos que dejó Concha. Sin embargo, dice:

—No sé si creerte, Arturo. Y aunque te crea, no sé si es buena idea eso. Tenemos que hablarlo entre todos.

—Ven. Vamos a lavar los platos —la llama él a la cocina, a riesgo de hacer sentir mal a Marianito. Pero el pobre chico está demasiado desolado para afligirse por una nimiedad y se queda ahí sentado, en el sofá, tapado con su cobija, temblando por momentos. Cristina intuye que se trata de algo serio:

—¿Qué pasa? —pregunta en voz baja, mientras Arturo abre la llave del fregadero y deja correr el agua para que el ruido ahogue sus voces.

—Mira esto.

—¿Qué es?

—El celular de Natalia.

A medida que su pulgar se mueve sobre la pantalla recorriendo los mensajes, la cara de Cristina va cambiando. Evidentemente, no es a lo de la isla a lo que está poniendo atención:

—Ese desgraciado mató a mi hermana —dice con un hilo de voz, la expresión descompuesta, los ojos a punto de reventar en lágrimas.

Arturo nunca la había visto así, nunca había visto el odio distorsionar esa expresión serena. Y el odio distorsiona también su voz cuando dicta la sentencia:

—Esto lo va a pagar.

—Tal vez no fue él. Aquí sólo dice que ella le tenía miedo. Pudieron ser los carcomidos…

—Eso es lo que él quiere que creamos —exclama Cristina en voz alta.

—Baja la voz. Si Marianito te oye, se va a poner mal otra vez.

—Me importa un rábano. ¿No te das cuenta? ¿No eres capaz de ver la lógica en esto? ¿O eres de esos que no quieren ver cuando una mujer es víctima?

—Aun si es como dices, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo crees que vas a hacerlo pagar? La policía…

—Voy a matarlo.

Arturo siente y oye cómo la saliva pasa por su garganta. Y de pronto viene a su mente el recuerdo de Natalia, la imagen de su rostro sonriente, burlón, enmarcado por el largo y pesado cabello, el cuerpo orgulloso en su andar… y cae en la cuenta de lo que no había querido ver: que Cristina tiene razón, que Natalia fue asesinada.

—Yo te voy a ayudar —dice en voz baja, pronunciando lenta y duramente las palabras—. Vamos a planearlo bien. Será nuestra despedida de este pueblo.

Sintiéndose apoyada, Cristina empieza a calmarse:

—Esteban no sabe nada, ¿verdad?

—No.

—No le digas. Quién sabe cómo lo tomaría.

—No pensaba decirle. De hecho, ni siquiera a ti iba a decirte nada.

 
Arriba, en la azotea, Esteban está triste por Concha. ¿Por qué es así la muerte? ¿Por qué le gusta venir cuando menos se le espera? Le hubiera gustado reconciliarse con ella, decirle que no estaba enojado. Pedirle perdón por enojarse, por hablarle como lo hizo. Creyó que habría tiempo para hacer las paces.

Está tan cansado que se queda dormido en el parapeto, vigilando. Sueña con la casa. Sueña que la casa se halla en ruinas como si la hubieran bombardeado; hiedras y lianas azules invaden toda la calle hasta el muelle de tablones. Es de noche y Natalia viene por el río en una barca, vestida como las gitanas de las películas y acompañada por músicos que tocan una melodía inaudible. Parece triste, en el sueño. De pie, inmóvil, mira desde la popa la estela que la barca deja en el agua. Las ondas, encendidas por la luna, reflejan en pedazos su cara agobiada de tristeza, su mirada vacía de mujer que vivió y ya no vive, pero tampoco está muerta. Esteban observa, con terror, que Natalia tiene en el cuello la marca sangrante de un balazo. La barca se pierde río abajo, en el túnel de la noche, y de los árboles comienzan a caer flores secas como pequeñas llamas. Caen sobre el agua, ardiendo, y se dejan llevar por la corriente. Caen una tras otra: suave lluvia de copos de luz. Hasta que todo el río queda cubierto de flores y el perfume se esparce con la cálida brisa de esa noche. Es un perfume de llorar, un perfume que provoca unos deseos irresistibles de llorar.