40

 
 
La carretera está llena de agujeros que ya nadie se toma la molestia de reparar, ha llovido y todo es un lodazal. La selva se ha vestido con su verde más oscuro y el sol es un disco opalino que no insiste demasiado en traspasar con sus rayos el domo húmedo del aire.

Pasado el mediodía, Arturo se hace a la orilla lo más que puede y detiene la camioneta. Tiene hambre y está cansado. Lleva varias horas manejando, y en la noche los pensamientos no lo dejaron dormir.

En los asientos de adelante viajan él y Cristina; en los de atrás, Sandra, Marianito y la Barbie. En el maletero traen agua y comida: sándwiches, plátanos, naranjas, nueces, unas latas de atún y varios paquetes de galletas y chocolates de los que han mandado los gobiernos extranjeros para ayudar en la emergencia; traen también bolsas de dormir y alguna ropa, además de sus mochilas con las cosas más personales y una lámpara Coleman que perteneció a los padres de Cristina. Por supuesto, también cuchillos de cocina y varillas de construcción con punta. Esteban insistió en que se llevaran también el rifle, pero ellos no quisieron.

—Te va a hacer más falta a ti —le dijeron.

Bajando del vehículo, Cristina estira los brazos y flexiona la cintura, entumida por tantas horas de ir sentada dando tumbos. Marianito se baja de prisa y corre a buscar donde orinar. Sandra abre su mochila y saca un par de sándwiches.

—¿Quieres? —le ofrece uno a Arturo.

Él lo acepta, pero no se queda a comer con los demás. Echa a andar delante de la camioneta. Quiere ver cómo sigue el camino. Empieza a temer que en cualquier momento ya no sea posible avanzar. Por todas partes se ven ramas grandes y pequeñas arrancadas a los árboles por el temporal. En ningún momento pensó que extrañaría a Esteban, pero ahora desea que hubiera venido. Les hace falta esa actitud quizás un poco bovina con que Esteban enfrenta los momentos difíciles: siempre tratando de mantenerse tranquilo, de no dejar que las emociones le ganen, de bajar la cabeza y seguir caminando como si todo estuviera bien, sin apoyarse en los demás, sin quejarse. Arturo tampoco se queja, pero sí se enfurece si las cosas van mal. No sabe lidiar con eso.

Recuerda el inicio del día: la madrugada fresca en el pueblo. Habían discutido ya todo con Esteban, insistiéndole, prácticamente rogándole que se fuera con ellos. Pero él se limitaba a oírlos con una sonrisa, como si Cristina y Arturo hubieran sido dos niños pidiéndole a su abuelo que los acompañara a jugar con agua.

—Yo me quedo aquí —repetía tercamente—. Me quedo a esperar a Natalia.

Cristina lo tomó de la mano y lo miró a los ojos, llena de compasión por él.

—Mi hermana no va a regresar. Ya no va a regresar. Ya no, Esteban.

Pero él tenía un argumento con el que creía poder rebatir cualquier otro:

—Mientras quede una esperanza de que esté viva, sigue viva. Y yo la voy a esperar.

Fue entonces cuando Cristina perdió la paciencia:

—No quería decirte esto, Esteban. Pero creo que seguir con este juego es una falta de respeto a la memoria de mi hermana —y le contó todo: lo de los mensajes y lo del interrogatorio de Isidro, lo del plan que hicieron para vengar el crimen; le enseñó los mensajes como prueba de que decía la verdad y le regaló el celular para que los leyera con calma cuantas veces quisiera. Aún así él se negó a creerle.

—Me lo dices para que acepte ir con ustedes. Pero no es cierto. Nada de eso es cierto. Natalia ni siquiera le tenía confianza a ese tal Genaro, no iba a estar contándole algo así. Me habría dicho a mí primero.

Cristina sintió una tristeza muy grande por él y no se atrevió a insistir: después de todo, ya había cumplido con decirle la verdad y entregarle las pruebas. Ella y Arturo se dieron cuenta de que Esteban ya no podía vivir sin esa fantasía que llamaba “esperanza”. En cierta forma, al desaparecer, Natalia se había vuelto suya. Esteban la tenía por fin y ya no la dejaría ir, pasara lo que pasara.

De todas maneras no había tiempo para preocuparse por su estado mental; ya ni siquiera para guardar luto por Natalia. Tenían que concentrarse en el presente y en el futuro inmediato, en el gran reto que tenían delante.

Se despidieron de Esteban con abrazos, prometiéndole que volverían a buscarlo, empacaron lo que podían en la camioneta y se dirigieron a casa de la doctora. Marianito había pasado allá la noche; quiso despedirse así de los niños huérfanos.

—Son mis hermanos —dijo, repitiendo quizás algo que su madre le enseñó. Y ahora el trabajo era convencerlo de que no podían llevárselos.

—No conocemos el camino —le explicó Cristina—. No sabemos qué peligros haya. Nada más los vamos a exponer.

Arturo pensaba lo mismo y así lo expresó, pero Marianito se negaba a entender. Incluso quería quedarse ahora, después de que ya había aceptado irse. En todo eso perdieron mucho tiempo —Arturo planeaba salir a las cinco de la mañana y ya eran más de las siete—. Tenían que buscar soluciones. Cristina fue a tocar en las casas vecinas, a ver si alguien podía ayudarles. No todas estaban habitadas, pero finalmente, en un pequeño edificio de cuatro departamentos, alguien respondió: una mujer que estaba bien vestida y parecía educada, aunque daba la impresión de que su mente andaba en las nubes. Cristina logró convencerla para que le dijera a Marianito que aceptaba ayudar a los chicos. Eso podía no ser cierto, pero la señora se veía buena persona: era maestra de etimologías grecolatinas en la época en que aún funcionaban las escuelas —explicó— y tenía una hija y dos hijos adolescentes. Marianito la conocía de vista y se tranquilizó, sobre todo cuando la llevaron a las ruinas de su casa y le entregaron las llaves de todo y le explicaron para qué era cada una. Eso estuvo bien por el momento, pero Arturo y Cristina no pudieron evitar quedarse con un sentimiento feo, sabiendo que la mayoría de esos chiquillos se volverían ferales.

Ya iban a subir a la camioneta cuando vieron una muchacha llorando mientras caminaba por la calle con una botella de refresco tamaño zepelín. Marianito la reconoció como vecina. Y Arturo y Cristina también la reconocieron, de aquella tarde cuando se quedaron encerrados en la Escuela de Artes porque los carcomidos estaban afuera. Se detuvieron a preguntarle qué le pasaba. Sandra les explicó que sus padres murieron en el ataque de hacía dos noches. Estaba como desorientada, como perdida en su propio pueblo: no sabía qué hacer ni adónde ir. Sus hermanos se perdieron, explicó. No los había visto desde el ataque. No creía que los hubieran mordido, pero no los había visto.

—¿No quieres venir con nosotros? —le preguntó Cristina.

—¿Adónde van?

—A la isla.

—¿Qué isla?

—Es un lugar que se llama así. Allá estaremos seguros. Ven.

Sandra aceptó dócilmente, sin preguntar nada más, sin que pareciera que veía alguna diferencia entre ir y quedarse. La esperaron a que entrara a su casa, en el mismo edificio de departamentos donde vivía la maestra de etimologías, para que empacara lo que iba a necesitar y dejara un recado para sus hermanos, por si volvían.

No llevaban más que unas horas de camino cuando ya no parecía sufrir. Como que ya no se acordaba de su familia perdida ni de que iba por la calle llorando como loca. Así era ahora: la gente había encontrado la manera de posponer el sufrimiento para poder hacer su vida. Para poder jalar la pesada carreta de su vida un día más. Sandra seguramente seguía tan rota por dentro, tan asustada como estaba cuando la encontraron, y sin embargo iba en la camioneta platicando y riendo de todo.

—¡Miren los flamingos! —exclamó en algún momento, señalando una parvada de aves que cruzaba el cielo lloroso como pétalos de rosa al viento. Enseguida se puso a tomar nota de eso. Llevaba una libreta y un estuche de color violeta lleno de plumines y lápices.

 
Arturo se termina su sándwich y vuelve a la camioneta. Ahí están los tres esperándolo, divertidos, optimistas, como si fueran a un campamento escolar y no a un territorio donde acechan seres más peligrosos que cualquier fiera salvaje.

—¿De qué se ríen? —pregunta, deseando tomar parte en la diversión.

—Es una tontería —responde Cristina, todavía con la cara roja de reír—. Es que la Barbie dejó caer al suelo un pedazo de sándwich y Marianito iba a levantarlo.

—Y Cris —interrumpe Sandra— le dijo que no lo levantara porque seguro cayó donde había pisado un carcomido y ya tenía la infección.

—Puede ser cierto —dice Marianito muy serio, y luego él mismo empieza a reír de ver que los demás han creído que cree eso, y contagia a todos de risa.

—¿No quieres refresco? —le ofrece Sandra a Arturo. Es la misma botella que llevaba cuando la encontraron en la calle.