Esteban está poniendo un altar en la sala.
Es el 3 de noviembre: cumpleaños de Natalia. El día anterior, la gente del pueblo celebró a sus difuntos, incluyendo a los que ya no viven, pero tampoco están muertos. Porque también sus almas andan vagando y han de extrañar los lugares que amaron. Él puso una ofrenda para su madre y para Concha, con velas y flores de cempasúchil. A este altar le añade hoy otros elementos, dedicados a Natalia. A ella le ofrece flores blancas. De ningún otro color. Lo hace así porque a ella le gustaba vestirse de blanco; la primera vez que la vio, cruzando la calle de la Escuela de Artes, traía una falda blanca. Coloca también una foto de ella, en medio de las dos que puso el día anterior.
Le gusta mirarlas: su madre, captada en un día soleado en la plaza del centro, de espaldas a un puesto de algodones de azúcar, con esa sonrisa un poco avergonzada que tienen cuando disfrutan algo las personas acostumbradas a sufrir; Concha, en una vieja instantánea que le tomaron durante alguna marcha, levantando el puño y abriendo la boca en un grito congelado para siempre; Natalia, en un retrato de estudio, posando con un ramo de gardenias en la mano, con una diadema verde sobre su largo pelo negro, los labios sonriendo y los ojos desmintiendo la sonrisa.
Esteban la recuerda de muchas maneras, no sólo reflexionado sobre su foto. Ahora que ya no tiene ni a Cristina ni a Arturo para platicar, dedica su tiempo libre a escribirle cartas. Rara vez son cartas de amor. En general le escribe para contarle cómo va todo en el pueblo durante su ausencia, chismes de los vecinos, asuntos de la gente que lo llama para que la proteja con cercas y bardas. Le cuenta cómo el pulso del pueblo se hace más y más débil. Cada día se va alguien, cada día una casa queda vacía, un animal doméstico abandonado, un jardín invadido por la maleza. El pueblo muere, pero ¿acaso no dicen que el resto del mundo también está muriendo? La selva misma ya no es el paraíso de antes: la contaminación del agua acaba con más animales de los que han matado los cazadores. Y las lianas azules asfixian los grandes árboles.
A veces piensa que nació triste y que, con el paso de los años, sólo ha aprendido a proteger esa tristeza de cuanto podría amenazarla; aprendió a convertirla en una casa, en un refugio que lleva a todas partes como el caracol lleva su concha. Es hombre. Aprendió a serlo a fuerza de repetirse las reglas, de hacerlas parte de sí mismo. A fuerza de no tener padre. Cumplió con todo. Fue obediente con su madre, hizo todo lo que ella le ordenó, la cuidó y cuidó a otras personas. Pensó siempre en las necesidades ajenas antes que en las suyas. Supo renunciar. Y ahora, este día, esta mañana en que celebra solo el cumpleaños de Natalia, quisiera no haber aprendido nada, no haberle hecho caso a nadie. Ya no le interesa ser hombre. Ya no dará un golpe más. Se va a habitar la casa del recuerdo. Allí, en ese lugar donde las cosas no pueden ser tocadas, encontrará Natalia su amor cuando vuelva. Y si no vuelve, no importa: aquí estará él, esperándola. Fue para ella que colocó sobre la puerta de la casa un letrero copiado de la lancha de Isidro: “Tráela con bien”.
Esteban se pasa la lengua por los labios y los siente de tierra, fríos. Imagina que ha muerto y se ha convertido todo en tierra. Por lo pronto, ha empezado a cortar los lazos con los habitantes del aquí y el ahora. Ya no tiene ningún amigo, ya no habla con nadie. Si lo llama su padrino para que le ayude con los animales o lo contratan para levantar alguna cerca, acude y hace el trabajo en silencio; si además de pagarle lo invitan a comer, acepta, pero no se toma la molestia de ser amable. No necesita la amistad de los vivos.
Se aleja del altar y va a la habitación de Natalia, a la cual entra con la devoción de un peregrino en una ermita. Con una franela que sólo ahí usa, empieza a limpiar amorosamente muebles y objetos: el marco del espejo del tocador, frascos, botellas, cepillos y peines, los cajones y el taburete, las puertas del ropero, los zapatos, la lámpara, el vaso de agua en el que Natalia ponía una ramita de albahaca, otra de romero y otra de ruda… Estar ahí lo hace sentir en paz. Lo hace sentir acompañado. Cuando termina de limpiar, se despide del espacio con una reverencia y cierra la puerta detrás de sí.
Vuelve a la sala, se sienta en el viejo sofá y toma la guitarra de Cristina, que ya siempre tiene ahí apoyada en el respaldo. Finalmente, la soledad le devolvió la música. Empieza a afinarla…