47

 
 
Cristina pensaba que era buena para caminar, pero ahora se da cuenta de que una cosa son las calles pavimentadas de un pueblo sin subidas y bajadas y otra muy distinta son las faldas empinadas y agrestes de una montaña. Llevan seis horas de marcha y ya le duelen los muslos, la planta de los pies, los tobillos, los hombros de tanto cargar su mochila… Le preocupan Marianito y Arturo, uno porque de por sí es débil y el otro porque aún está delicado. Pero nadie se queja. Sería un poco penoso, viendo la ligereza con que las dos chicas isleñas marchan adelante, guiándolos. Incluso la Barbie, que todavía está vendada, va contenta de hacer el esfuerzo.

Marianito tiene cara de aflicción. Soledad se da cuenta y trata de animarlo:

—Ya falta poco para llegar a la cumbre.

—¿Cuánto? ¿Cuántas horas?

—No sé. No medimos el tiempo como ustedes. Pero ya no falta mucho: llegaremos a casa antes de que oscurezca.

—Eso no es poco.

—Llegando a la cumbre ya es más fácil, vas a ver.

Irasema voltea al oír hablar a su compañera.

—Ya se cansaron, ¿verdad? ¿Cómo te sientes, Arturo?

—Bien. Un poco cansado, pero no hay problema. Podemos seguir.

—Adelante hay una cascada. Ahí descansamos y llenamos las cantimploras.

Es una tarde luminosa. Y allá, en lo alto, el calor es menos sofocante que en los valles. También los follajes son menos tupidos y dejan ver las nubes. En algún momento empieza a llover, pero no por eso se oscurece el día.

—Cuando hay sol y llueve —sonríe Irasema—, se casa una bruja.

—Y un carcomido recibe su tumba —añade Soledad.

Ciertamente, el chubasco no dura mucho. Ni la ropa dura mojada, porque enseguida se seca con el calor y la actividad física.

Luego de un rato más de marcha, topan con un riachuelo que baja como una cinta de luz, reflejando la gama de verdes de la vegetación. Su profundo sonido hace que Cristina se dé cuenta de cuánto ha extrañado la música. Lo siguen un poco, hasta que llegan a una cascada. Entonces las isleñas se detienen:

—Aquí descansamos.

Felices todos de oír eso, se quitan las mochilas y buscan un tronco o una piedra donde sentarse. Pero antes de que lo hagan, Irasema señala hacia un pequeño claro más allá de la espesura:

—Miren —los lleva a una orilla de la montaña desde la cual se ven las tierras bajas a lo lejos, al fondo de un cañón abierto entre rocas majestuosas. Toda la zona luce adornada por las flores del árbol de la primavera, los mangles rojos, los tabachines y los matilsihuates—. ¿Ven aquella cascada altísima? Es el salto de La Deca.

—Sí —responde Cristina en éxtasis, no sólo por la belleza del paisaje sino también por lo que eso significa: que ya están cerca. Que prácticamente ya llegaron. No puede evitar sentirse conmovida ante lo simbólico de la coincidencia. Voltea hacia Arturo y le dice:

—Hoy era el cumpleaños de mi hermana. Y hoy llegamos hasta aquí.

—Lo logramos —sonríe él.

—Lo logramos, Arturo.

—Me gusta que sea hoy, en su cumpleaños. Es como un regalo para ella, ¿no? Esteban le habrá hecho su fiesta allá en el pueblo.

—Todo eso me parece tan lejano ahora…

Regresan adonde dejaron las mochilas y sacan comida, mientras Soledad se lleva las cantimploras para llenarlas en la cascada. Cuando regresa, como si sólo eso esperara, Irasema se va. Vadea el riachuelo y se pierde de vista. Cristina y Arturo sospechan que va al baño y no hacen preguntas, pero Marianito no es tan discreto:

—¿Adónde va?

—Tiene un altar por ahí en un tronco seco.

—¿Un altar? ¿Para qué?

—Va a dar gracias porque una vez más estamos a salvo aquí, adonde ya no llegan los carcomidos. Siempre que salimos lo hace.

—¿A quién le da gracias? —pregunta Cristina.

—A los espíritus de la selva. De los animales y de los árboles.

—¿Tú también crees en eso, Soledad?

—No sé. No todos necesitamos creer en algo, ¿o sí?

Cristina se le queda viendo como dudando si decir lo que tiene en mente o no. Como una niña que quiere pedir algo temiendo que se le niegue. Y finalmente lo pide:

—¿Puedo ir yo también?

—¿A dar gracias?

—Sí. Me siento agradecida porque Arturo está vivo y está bien. Y por Marianito y por la Barbie. Y por haberlas conocido a ustedes.

Soledad la mira a los ojos con una simpatía honda, de hermana:

—Espera a que regrese Irasema —le dice.

Así lo hace Cristina. Mientras tanto empiezan a comer y Soledad les cuenta más cosas sobre la vida en la isla. Luego llega Irasema, contenta, ligera:

—Lo encuentras fácilmente si te vas por allí —explica—. Es un tronco grande, quemado por un rayo. Si le das la vuelta, vas a ver que tiene un hueco grande. Ahí está el altar.

—Está bien.

—Si vas a dar gracias, lleva algo como ofrenda. Una cosa que puedan comer los animales.

—¿Algo de mi propia comida está bien?

—Sí, mientras no sea desperdicio. Es un altar, no un basurero.

Cristina se ruboriza de que Irasema haya creído necesario decirle eso y no dice más. Toma un puñado de nueces de su mochila y se va en la dirección indicada.

Es un lugar mágico. Cruzar el riachuelo es como ir al otro lado del espejo, con la música del agua corriendo sobre las piedras. Las altas frondas dejan pasar los rayos del sol, que vienen a resaltar el verde esmeralda de las plantas bajas.

Lo que las isleñas llaman “altar” es una cosa muy sencilla: un comal de barro a modo de mesa, con frutas y una vasija llena de flores silvestres, unos cuernos de venado, algunas plumas de aves tropicales… Cristina pone sus nueces entre esas cosas. Se encuentra concentrada en su ritual cuando le parece oír un canturreo desvaído. ¿Está en su cabeza o es real? ¿No es el viento en las frondas? Va y viene, como un suave y desmayado oleaje. Hacia la corriente de agua se oye también un chapoteo. Cristina piensa que es un pájaro que ha bajado a bañarse y va a ver. Pero no es un pájaro. Es una niña con un vestido anaranjado, que juega en el agua con una caña. No se le alcanza a ver bien la cara porque se la cubre el cabello, pero algo hay en ella que a Cristina le hiela la sangre. Va a llamarla cuando, inopinadamente, la especial textura de ese instante se ve interrumpida.

—¡Cristy! —es la voz de Arturo, que ha venido a buscarla.

Ella se esconde rápidamente para tomarlo por sorpresa. Lo acecha. Y de pronto, cuando él está concentrado en mojarse lo menos posible vadeando el riachuelo, se le acerca por detrás y empieza a aventarle agua con las manos. Arturo ríe y la moja él también.

La niña del vestido anaranjado ha desaparecido.