Esteban va a su casa y se acuesta en su vieja cama. Trata de dormir, porque se siente desvelado, pero no lo logra. ¿Quién va a dormir con esa angustia? Se pregunta si su madre, en el estado en que se encuentra vagando por la selva, habrá intentado volver alguna vez a esa casa donde fue feliz. Porque fue feliz —piensa Esteban— aunque no tuviera marido. Nunca lo tuvo. Cuando quedó embarazada, se quedó sola. Sola crió a su hijo y era una buena madre y él era un buen niño que muy pronto aprendió a trabajar para ayudarla. Sí, hubo una época —vuelve a decirse Esteban por enésima vez— en que la vida era algo bonito para todos. La vida era un aceite suave que resbalaba por la piel. Recuerda…
Cuando las muchachas Matías perdieron a sus padres, Cristina fue quien más lo sintió, de momento. Todo fue muy rápido: primero se transformó el papá. Le ocurrió en el trabajo y ya no llegó a casa. La mamá fue a buscarlo pensando que se había ido a beber con sus compañeros. Y lo encontró. Lo encontró solo, perdido en medio de la calle. Ido. Todavía no empezaba a carcomerse y ella no sospechó nada. Entonces él la atacó. Todo el mismo día. En un solo día las chicas perdieron a sus dos padres.
No tenían parientes con quien irse a vivir, así que debieron salir adelante solas; es decir, con ayuda, pero con toda la responsabilidad de sí mismas. La doctora Concha, Marianito, Esteban, Arturo, algunos otros amigos de antes, algunos vecinos… todos ellos las apoyaron y aun así fue muy difícil. Sus padres dejaron dinero, pero el banco no quiso entregarlo. Tuvieron que vender todo lo de valor y arreglarse con eso y con el efectivo que su madre había ido guardando a escondidas del padre, para poder usarlo como ella quisiera y cuando quisiera.
Cristina lloró mucho y dijo cosas desesperadas, como que deseaba morir. Natalia, en cambio, no derramó ni una lágrima, no pidió ni aceptó consuelo de nadie, no agradeció ninguna ayuda. Continuó con su vida de antes, ahora con más libertad porque ya no había quien intentara controlarla. Pero eso no duró ni un mes. Algo se rompió dentro de ella. Se volvió callada y sombría, ella que antes bromeaba con todos y disfrutaba que la admiraran por su belleza. Ya no le importaba su belleza. Empezó a aislarse de su hermana, de sus antiguos amigos, del mundo. Incluso de su celular, que antes no soltaba. Puso en su recámara cortinas oscuras y una cobija sobre la puerta, creando así una especie de caverna, una noche cerrada dentro del día tropical. Rociaba agua sobre las sábanas para no sentir tanto calor y se quedaba acostada sin querer saber si era de día o de noche. En su derrumbe, Esteban encontró la oportunidad que tanto había anhelado. Con el pretexto de reparar esto, cambiar aquello otro, adaptar, cargar, comprar, trataba de pasar con ellas el mayor tiempo posible, aun cuando sólo Cristina parecía apreciarlo. Y Cristina fue la primera que hizo algo por reconstruir la vida, por evitar que la casa se les cayera encima. Para entonces ya no iban a la escuela. La Secretaría de Salud había ordenado la “suspensión temporal” de clases en las escuelas de la región.
Algunas personas que gritan en la calle lo sacan de sus recuerdos. Lo ubican en el presente: se encuentra solo, en la oscuridad de una casa que ya no siente suya. Enciende la luz y se levanta de la cama. Intenta comer algo: un pedazo de pan que lleva en su morral. No está tan duro. Pero él se siente demasiado angustiado y no puede comer. Sin poder evitarlo, se levanta al baño y vomita.
Los gritos de la gente en la calle suben de tono. Son gritos de alarma, de personas que tratan de ponerse de acuerdo para hacer algo. ¿Huir? El vidrio de las ventanas refleja una luz que se mueve con violencia y desaparece:
—¡Los echaron para acá! —grita alguien que puede ser una vecina.
—¡Espérame, Evelio! ¡Mis cosas!
—¡Que te subas al coche, carajo!
Esteban se asoma. En la penumbra de la calle, distingue las figuras de veinte o veinticinco carcomidos. Se mueven rápido a pesar de lo atrofiado de sus miembros. Sin ninguna estrategia, sin inteligencia, impulsados sólo por una forma implacable de instinto, tratan de tomar por asalto una casa. Se lanzan ciegos contra los ventanales. De alguna manera saben que el vidrio se rompe. No les importa cortarse. Los vidrios se hacen pedazos estrepitosamente. Se convierten en cuchillas, en navajas, en astillas y a los carcomidos no les importa; sólo quieren entrar a la casa y ser la tormenta de destrucción que saben ser. Al pasar dejan en los vidrios rotos jirones de carne como si dejaran retazos de tela. No importa. Se rebanan los pies y las manos, pierden un dedo o varios. No importa. Si sienten dolor, si se dan cuenta de que han perdido algo, no importa. De sus heridas brota una brea espesa que deja su pestilencia en todo lo que toca. No importa. No importa.
Las voces que Esteban oye vienen de atrás.
—¡Córrele, idiota!
—¡Ya voy! En vez de que me ayudaras…
—Deja todo.
—¡Los papeles!
—Deja todo. ¡Vámonos!
No es posible ver quién grita.
Pero sí es posible comprender lo que está a punto de pasar.
Muchos carcomidos están ya dentro de la casa buscando algo vivo y de paso destruyendo muebles y objetos; arrancan las cortinas, echan al suelo aparatos y adornos. Pero no todos hacen eso. Aun en su mundo de demencia hay unos más inteligentes que otros, y éstos suelen ser los más violentos.
—¡Vámonos!
Demasiado tarde se oye el motor del auto que intenta ponerse en marcha.
Los gritos han dejado de ser palabras.