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Isidro no hace ningún comentario. Se pone un sombrero de lona y echa a andar adelante de Esteban. Navegan en silencio, largo rato. Flota basura en el agua. Y manchas de un tono rojizo. Son los venenos que vienen de las minas, los que están matando los peces, los que provocaron la carcoma y otras cosas que dan casi tanto miedo como ésta: han aparecido unas lianas azules que antes no existían y están asfixiando los árboles. En los monos hay una enfermedad nueva: una especie de sarna que hace que se les caiga el pelo y les sangre la piel. El viento trae a veces olores de cosas químicas…

En algunas partes, el cazador y el muchacho se apean y siguen buscando selva adentro. Por respeto a la situación, o igual y porque no ha ido en ese plan, Isidro se abstiene de disparar sobre una enorme iguana negra que aparece frente a ellos, quieta, majestuosa. Nada más la mira con lascivia de predador y acaricia la cacha de su pistola.

No encuentran nada. Ni un rastro. Ni un ser humano parece haber pisado esos parajes.

Conforme se acerca la tarde, Esteban siente que el calor baja y el aire se hace más húmedo. Los ojos empiezan a arderle con el sudor que le escurre de la frente, y en su camisa se va extendiendo una mancha oscura. El olor de su piel se mezcla con el del río y el de la selva.

No. No hay nada. No es ahí donde Natalia se ha perdido. Para qué seguir. Pero insiste. Cierra los ojos a la inutilidad de continuar buscando.

De regreso, Isidro le invita un vaso de aguardiente. Esteban no lo acepta: sólo una vez tuvo una experiencia con alcohol y fue muy desagradable. Se quedan callados, simpatizando en silencio uno con el otro. La embarazada está comiendo nanches y los observa recargada en el marco de la puerta igual que el día anterior, tal vez por si se ofrece algo.

Esteban siente que todo ese ruido —el zumbido infernal de los insectos, el cacareo de los pájaros salvajes, el golpe del agua que baja al río por un caño— le resulta insoportable. Le duelen los ojos y la espalda y no aguanta los pies. Se cubre la cara con las dos manos, frotándose, limpiándose con su propio sudor. Cuando levanta la vista, ve cómo se balancean frente a él los despojos de la cacería: un cuero nuevo, fresco, y un cuerpo des­ollado. Se pone de pie.

—No se atriste, joven —le dice la mujer a modo de despedida—. Ya regresará sola. Se ha de haber ido con un hombre. ¿O era su novia de usted?

Isidro lo acompaña hasta el embarcadero. Allí le da la mano.

—Si estás pensando que a la mejor la atacaron los carcomidos, de una vez te digo que no lo creo. La semana pasada maté cuatro que andaban merodeando por aquí. No he visto más.

—Gracias, don Isidro.

—Yo de todos modos voy a estar echando un ojo. Si veo algo o sé de algo, voy a avisarles.

Todavía, antes de volver a la casa, da un paseo por el pequeño muelle de tablones. A Natalia le gustaba caminar por ahí, ver el río. Se pasaba mucho rato mirando el agua sin hablar, sin aceptar compañía, como pensando, pero tal vez no pensaba nada y sólo miraba el agua.

 
Llega al refugio cuando ya otra vez está lloviendo y es casi de noche; llega empapado, diciéndose que tal vez Natalia ya estará ahí. La que está es Concha, otra vez, con Cristina y Arturo. Están esperándolo.

—¿Nada? —le preguntan.

Tienen que gritar porque el ruido de la lluvia no los deja escucharse.

—No. Nada.

—Ya es una de ellos —declara Cristina como si enunciara un hecho consumado.

—No sabemos.

—Así es. Ya no tengo a nadie.

Esteban se sienta junto a ella y comienza a acariciarle la espalda, húmeda:

—Yo tampoco tengo a nadie, Cris.

Pero ella no se deja:

—No me tengas lástima. No soy una niña.

—¿Ya cenaron? —pregunta la doctora.

Nadie le responde.

—Vamos a cenar —dice—. Yo los invito.

—¿Adónde?

—Algún lugar habrá en el centro que todavía esté abierto. ¿No tienes hambre, hija?

Cristina no le contesta, pero se pone de pie y echa andar hacia la puerta junto con los demás.

—Natalia ya está con mis padres —dice antes de subir a la camioneta. Su tono no es de tristeza, es resignado, cansado. Quizás por eso mismo causa escalofríos a los demás.

Encuentran abierta sólo una fonda, en la orilla de la carretera: una pequeña puerta iluminada, apenas visible entre la oscuridad del aguacero. Ahí, a la vista del arroz con rodajas de plátano frito que parecen soles de oro en medio de un cielo blanco, empiezan a sentirse mejor.

Están en eso cuando entra una mujer que parece muy triste. No se ve pobre, pero sí triste. Y está chorreando agua de lluvia. Trae en brazos un bulto envuelto en una manta, como un bebé. Pero no es un bebé, es un lechón enfermo.

—Es el último que me queda —dice la mujer sin mirar a nadie—. Ya se me murieron todos los demás.

—¿Qué les pasó? —pregunta la doctora, siempre lista para ayudar.

—La leche de su madre les hace daño.

La mujer se queda ahí sólo unos minutos. Alguien intenta darle unas monedas, pero ella las rechaza. No está pidiendo ayuda. Sólo quiere que vean su desgracia. Cuando se marcha, otra vez a la lluvia, hay más enojo que tristeza en la cara de Concha.

—Es por los plaguicidas —dice—. Están envenenando la tierra.