Acodado en el puente de acero, sobre el río, Arturo observa cómo pasa el agua debajo de él. Va lenta, casi quieta, pero se hace rápida alrededor de un islote donde un árbol caído levanta sus raíces. Ahí la corriente cobra velocidad, se vuelve brava, echa espuma. Más lejos, otro islote se pierde entre las sombras de los árboles. Al oeste el sol se ha hundido; queda su última luz, anaranjada, aferrándose a la tierra. Se ven la torre de la iglesia y la parte trasera de algunas casas, con letreros todavía de la campaña de algún candidato: “Atención médica para tu familia”.
Al pie del puente, como a cien metros de donde se encuentra Arturo, varios hombres beben cerveza en una palapa. Hay personas así, como ellos, que tratan de vivir como si no pasara nada. Todavía hacen fiestas, bailan, se ríen, hacen chistes del horror cotidiano: “¿Qué le dijo un carcomido a otro? Conmigo no te pases de vivo”.
Saca de su bolsa una botella en forma de pistola antigua. Es un perfume que le regaló su madre la última vez que lo acompañó en su cumpleaños. Un perfume corriente, de los que antes vendían por catálogo a domicilio. Y sin embargo para él había sido valioso; se ponía poco cada vez para hacerlo durar. Abre la botella y empieza a vaciar el contenido hacia el río. Una fragancia fuerte y querida se mezcla con el olor de agua que lleva el aire. El líquido tarda en irse; al final, la botella se desprende de los dedos del muchacho. “Adiós, madre. Ya no quiero recordarte.” Arturo siente el impulso de dejarse ir tras ella. ¿Qué lo retiene? Acaba de deshacerse de su último recuerdo. No le interesa nada, no le gusta nada, no quiere a nadie. Otra posibilidad es largarse lejos, como tantos lo han hecho. No al puerto. Más lejos. De todas maneras, dice su tío Rodolfo que el gobierno considera aislar la región entera. No habrá otra opción que irse lejos. Al final todos lo harán. Dejarán el pueblo a los muertos y a los carcomidos, que son otros muertos.
Casi ha oscurecido. El paisaje se ve ahora a través de la malla de los enjambres de mosquitos, y en la palapa la luz eléctrica ya se ha encendido. Uno de los hombres, borracho, sale tambaleándose a orinar. Arturo siente en los brazos el acoso de los zancudos. El aire es tenue y ligeramente salado. En la superficie quieta del río, enmarcada por las sombras de la vegetación, el collar de luces eléctricas del pueblo se ve reflejado como en un espejo de vidrio rosa.
—¿Listo? —dice a sus espaldas una voz.
Arturo responde con un gesto nada más, sin mirar a la cara al muchacho que le habla. Por eso a aquél no le gusta la respuesta y repite su pregunta:
—¿Estás listo?
—Sí. Estoy listo.
El muchacho querría decir algo más, algo que sonara autoritario. Debe hacer sentir su jerarquía. Pero Arturo tiene algo que lo hace fuerte, difícil de intimidar: su falta de miedo, su fatigada indiferencia hacia todo lo que pase. Ese halo oscuro que lo protege, esa determinación que hay en su gesto es para nada. Una determinación para la nada.
Se van caminando en silencio por la orilla del río, el otro muchacho adelante con una lámpara de mano. Aun con esa ventaja, no está a la altura de su papel de guía; marcha inseguro, como si temiera pisar mierda o que le picara una víbora, y en algún momento tropieza y se tambalea ridículamente. Arturo sonríe para sí, de pensar que ese idiota ha querido impresionarlo.
Tras las últimas casas del pueblo ya todo está muy oscuro fuera de la cinta de luz que arroja la lámpara. Las nubes cargadas de lluvia no se ven ni dejan ver las estrellas.
—Me llamo Pablo Cedeño.
Arturo no contesta. La sombra que camina adelante de él con la lámpara debe insistir:
—¿Cómo te llamas tú?
—Arturo.
—¿Arturo qué?
—Montoya.
Cedeño piensa que el laconismo de las respuestas es por miedo; no se le ocurre que pueda ser por desprecio.
—Si no quieres hacerlo, ahí muere. Nadie te va a obligar.
Arturo sigue caminando en silencio. ¿Qué puede contestar a algo tan estúpido? Aunque tiene ganas de decir: “¿Crees que va a asustarme una prueba que tú pudiste pasar?”.
Siguen caminando. Por momentos se oyen ladridos lejanos, croar de sapos, el cacareo de algún pájaro que no logra conciliar el sueño entre las ramas de los árboles… pero en general sólo se oye el correr del agua y los ruidos de los insectos. Luego, cuando se alejan del río, ya sólo los insectos.
La jaula se encuentra en un rancho abandonado. Arturo puede verla bien en medio de la noche porque apuntan hacia ella las luces de varias camionetas y coches. Es una jaula grande, como las que tienen para los leones en los circos. Y en la parte superior tiene una hoja de lámina con el símbolo de los Limpiadores pintado en negro: una L que en la parte superior es una cruz.
Ya hay unas treinta personas esperando, todas cubiertas con capuchas que no dejan ver más que los ojos. Al notar que llegan los dos muchachos guardan silencio: no quieren ser reconocidos por la voz; es gente del pueblo, quizás respetada. Uno de ellos escolta a Arturo, abre con una llave la puerta de la jaula, lo empuja discretamente para que entre y vuelve a cerrar. A través de los barrotes le pasa un pedazo de varilla con la punta afilada.
Su contrincante es o era un hombre. Su mirada —porque a pesar de la carcoma aún tiene mirada— es extrañamente lúcida. Contrasta con el rostro, que se ve ya muerto: un racimo de frutos amoratados a punto de reventar la cáscara. No tiene nariz; donde alguna vez la tuvo queda una llaga cuyos tejidos reflejan con destellos rojizos la luz de las camionetas. Cierto que al intentar hablar le salen sólo gruñidos, una especie de agónico gorgoteo de cañerías, pero sus ojos dicen cuanto es preciso decir. Van del miedo a la ira, de la tristeza a la amenaza y luego otra vez al miedo.
Ninguna señal es necesaria y no la hay. Los espectadores ni siquiera se mueven. Puede oírse el ladrido de un perro grande que alguien lleva sujeto con una cadena.
Arturo empieza a moverse despacio, esperando, calculando: dos pasos a la derecha, dos a la izquierda, balanceando la varilla. Quiere que el carcomido ataque primero. A pesar del estado de su cara, le parece reconocerlo: un maestro de la escuela.
Como que el hombre también lo reconoce. Se mueve con dificultad, porque su cuerpo está desbaratándose, pero aun así muestra la angustiada energía del animal acorralado. También él parece estar en espera de una señal. Pero es menos paciente que el chico y ése es su error. Lanza un ataque rápido y sin embargo torpe, que Arturo esquiva. No hay coordinación ni lógica en sus movimientos, lo cual no significa que sea fácil de vencer. Los carcomidos son muy fuertes porque no tienen miedo. Éste se lanza de nuevo, tratando de abrazar al chico, y otra vez falla. Los negros dientes muerden el aire. Empieza a gruñir de una manera que recuerda a los cerdos o a los moribundos que ya no pueden respirar. Abre la boca y deja que le escurra una baba espesa, gelatinosa. Arturo puede percibir el olor a animal muerto de su aliento.
Entonces viene el contraataque: un golpe de la varilla le arranca la oreja izquierda y la mitad de la cara. El carcomido no grita, no se queja, no parece sentir nada. Pero hay una tristeza inmensa en lo que queda de su expresión: como si aún pudiera pensar y recordar y no pudiera creer que lo atacara así aquel muchacho que fue su alumno. No intenta nada más. La punta afilada de la varilla se hunde en su ojo izquierdo, haciendo saltar una pulpa negra y maloliente.
El maestro se deja caer sobre sus rodillas.
Arturo duda. Se vuelve hacia el público. Es difícil verlos a contraluz de las camionetas y, de cualquier manera, están encapuchados. Tampoco es posible interpretar el silencio que ha envuelto el combate, si a aquello se le puede llamar combate.
El silencio se rompe cuando el muchacho concluye el trabajo: un varillazo al cuello con todas sus fuerzas, sosteniendo la improvisada arma con ambas manos, hace volar la cabeza finalmente. El resto del carcomido se desmorona.
Los espectadores se quitan las capuchas. Alguien se apresura a abrir la jaula.
El hombre que parece ser el más viejo va al encuentro del chico y le ofrece la mano; lo saluda como se saluda a un hombre victorioso:
—Bienvenido a la hermandad. Ya eres uno de los Limpiadores.
Pablo Cedeño, el muchacho que lo guio hasta ahí, se acerca también a él y, con un tono paternal, le dice:
—Reconoce que te tocó uno muy fácil.
—¿Ah, sí? ¿No me engañas?
—Te falta velocidad y contundencia. Tendrás que venir a los entrenamientos con nosotros.
Arturo está a punto de responder de mal modo, pero otros miembros de la hermandad toman turnos para felicitarlo, entre ellos Isidro, el cazador. No había notado su anillo: tiene el símbolo. La L en cruz.