Leo se detuvo ante las puertas e intentó controlar su respiración. La voz de la Mujer de Tierra seguía resonándole en los oídos, recordándole la muerte de su madre. Lo último que él deseaba era meterse en otro almacén oscuro. De repente sintió que tenía otra vez ocho años, solo e indefenso mientras alguien que le importaba estaba atrapado y en apuros.
«Basta —se dijo—. Así es como quiere que te sientas.»
Pero eso no le hizo sentirse menos asustado. Respiró hondo y se asomó dentro. Nada parecía haber cambiado. La grisácea luz matutina se filtraba por el agujero del tejado. Unas cuantas bombillas parpadeaban, pero la mayor parte del suelo de la fábrica seguía entre tinieblas. Distinguió la pasarela en lo alto, las siluetas tenues de la maquinaria pesada a lo largo de la cadena de montaje, pero ningún movimiento. Ni rastro de sus amigos.
Estuvo a punto de gritar, pero algo hizo que se detuviera: una sensación que no podía identificar. Entonces se dio cuenta de que era un olor. Algo olía mal, como aceite para motores ardiendo y aliento agrio.
Algo que no era humano estaba dentro de la fábrica. Leo estaba seguro. Su cuerpo se puso en tensión, con todos los nervios vibrando.
En algún lugar de la planta baja de la fábrica, Piper gritó:
—¡Socorro, Leo!
Pero Leo se mordió la lengua. ¿Cómo podía haber bajado de la pasarela con el tobillo roto?
Entró sigilosamente y se escondió detrás de un contenedor de carga. Poco a poco, aferrando el martillo, se dirigió al centro de la sala ocultándose detrás de cajas y de chasis de camión huecos. Finalmente, llegó a la cadena de montaje. Se agachó detrás de la máquina que tenía más cerca: una grúa con un brazo robótico.
La voz de Piper volvió a gritar:
—¿Leo?
Esta vez menos segura, pero muy próxima.
Leo echó una ojeada alrededor de la maquinaria. Colgando justo encima de la cadena de montaje, suspendido por una cadena de una grúa en el otro lado, había un enorme motor de camión: pendiendo a diez metros de altura, como si se hubiera quedado allí cuando la fábrica fue abandonada. Debajo de él, en la cinta transportadora, había un chasis de camión y, apiñadas en torno a él, tres sombras oscuras del tamaño de carretillas elevadoras. Cerca de allí, colgando de cadenas en otros dos brazos robóticos, había dos formas más pequeñas: tal vez más motores, pero uno de ellos giraba como si estuviera vivo.
Entonces una de las siluetas de las carretillas se levantó, y Leo se dio cuenta de que era un humanoide de enorme tamaño.
—Te dije que no era nada —rugió aquella cosa.
Su voz era demasiado profunda y salvaje para ser humana.
Uno de los otros bultos del tamaño de carretillas elevadoras se movió y gritó con la voz de Piper:
—¡Ayúdame, Leo…! ¡Ayúdame…!
Entonces la voz varió y se convirtió en un gruñido masculino.
—Bah, ahí fuera no hay nadie. Ningún semidiós podría estar tan callado.
El primer monstruo se rió entre dientes.
—Probablemente huyó si sabe lo que le conviene. O la chica mentía con respecto al tercer semidiós. Vamos a cocinar.
Un ruido seco. Una intensa luz anaranjada se encendió crepitando —una bengala de emergencia— y Leo quedó momentáneamente cegado. Se agachó detrás de la grúa hasta que se le aclaró la vista. Entonces echó otra ojeada y vio una escena de pesadilla que ni siquiera la tía Callida podría haber soñado.
Las otras dos cosas que se balanceaban de los brazos de unas grúas no eran motores. Eran Jason y Piper. Los dos colgaban boca abajo, atados por los tobillos y envueltos en cadenas hasta el cuello. Piper se agitaba, intentando liberarse. Estaba amordazada, pero por lo menos estaba viva. Jason no tenía tan buen aspecto. Colgaba sin fuerzas, con los ojos en blanco. Sobre la ceja izquierda tenía un verdugón rojo del tamaño de una manzana.
En la cinta transportadora, la plataforma de carga de la camioneta sin acabar estaba siendo utilizada como foso de una hoguera. La bengala de emergencia había encendido una mezcla de neumáticos y madera que, por el olor que desprendía, había sido mojada con queroseno. Una gran barra metálica se hallaba suspendida sobre las llamas: un asador, advirtió Leo, lo que significaba que era una lumbre para cocinar.
Pero lo más aterrador eran los cocineros.
Motores Monocle: el logotipo del ojo rojo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Tres enormes humanoides se encontraban reunidos alrededor del fuego. Dos estaban de pie, atizando las llamas. El más grande estaba agachado de espaldas a Leo. Los dos que se hallaban de cara a él debían de medir tres metros cada uno, tenían el cuerpo peludo y musculoso, y una piel que emitía un brillo rojizo a la luz del fuego. Uno de los monstruos llevaba un taparrabos de cota de malla que parecía muy incómodo. El otro llevaba una toga andrajosa y vellosa hecha con material aislante de fibra de vidrio, un atuendo que Leo tampoco habría incluido precisamente en la lista de las diez mejores ideas de vestuario.
Por lo demás, los dos monstruos podrían haber sido gemelos. Cada uno de ellos tenía una cara ruda con un solo ojo en el centro de la frente. Los cocineros eran cíclopes.
A Leo le empezaron a temblar las piernas. Hasta el momento había visto cosas raras: espíritus de la tormenta, dioses alados y un dragón metálico al que le gustaba la salsa tabasco. Pero aquello era distinto. Aquello eran monstruos de carne y hueso de tres metros de estatura que querían comerse a sus amigos para cenar.
Estaba tan aterrado que apenas podía pensar. Si tuviera a Festo… En esas circunstancias no le habría venido mal un tanque de casi veinte metros de largo capaz de escupir fuego. Pero lo único que tenía era un cinturón portaherramientas y una mochila. Su maza de un kilo parecía terriblemente pequeña comparada con los cíclopes.
A eso se refería la Mujer de Tierra. Quería que Leo se marchara y dejara morir a sus amigos.
Eso le convenció. De ninguna manera iba a dejar que aquella mujer le hiciera sentirse impotente… Nunca jamás. Se quitó la mochila y empezó a abrir la cremallera sin hacer ruido.
El cíclope del taparrabos de cota de malla se acercó a Piper, que se retorció e intentó golpearle con la cabeza en el ojo.
—¿Puedo quitarle ya la mordaza? Me gusta cuando gritan.
Lo preguntó al tercer cíclope, que parecía el líder. La figura agachada gruñó, y Taparrabos le arrancó a Piper la mordaza de la boca.
Ella no gritó. Respiró de forma temblorosa, como si estuviera intentando calmarse.
Mientras tanto, Leo encontró lo que buscaba en la mochila: un montón de pequeños mandos a distancia que había cogido en el búnker 9. Al menos, eso esperaba que fueran. El cuadro de mantenimiento de la grúa robótica era fácil de encontrar. Cogió un destornillador del cinturón y se puso manos a la obra, pero tenía que ir despacio. El líder de los cíclopes estaba tan solo a seis metros por delante de él. Era evidente que los monstruos tenían unos sentidos extraordinarios. Parecía imposible llevar a cabo el plan sin hacer ruido, pero no tenía muchas opciones.
El cíclope de la toga atizaba el fuego, que ahora ardía con fuerza y expulsaba un nocivo humo negro hacia el techo. Su colega Taparrabos miraba a Piper con el ojo entrecerrado, esperando a que hiciera algo divertido.
—¡Grita, muchacha! ¡Me gustan los gritos graciosos!
Cuando Piper habló por fin, lo hizo en un tono sereno y razonable, como si estuviera corrigiendo a una mascota traviesa.
—Señor Cíclope, usted no quiere matarnos. Sería mucho mejor que nos dejara marchar.
Taparrabos se rascó su fea cabeza. Se volvió hacia su amigo de la toga de fibra de vidrio.
—Es bastante guapa, Torque. A lo mejor debería dejarla marchar.
Torque, el de la toga, gruñó.
—Yo la vi primero, Sump. ¡Yo la dejaré marchar!
Sump y Torque empezaron a discutir, pero el tercer cíclope se levantó y gritó:
—¡Idiotas!
A Leo por poco se le cayó el destornillador. El tercer cíclope era hembra. Medía varios centímetros más que Torque o Sump, e incluso era más fornida. Llevaba una cota de malla cortada como uno de los vestidos saco que solía llevar la mezquina tía Rosa de Leo. La señora cíclope llevaba un vestido de andar por casa. Su cabello, moreno y grasiento, iba recogido en unas coletas enmarañadas, trenzadas con cables de cobre y arandelas metálicas. Su nariz y su boca eran gruesas y estaban aplastadas, como si se pasara el tiempo libre golpeándose la cabeza contra los muros, pero su ojo rojo emitía un brillo de una perversa inteligencia.
La señora cíclope se acercó a Sump con paso airado, lo apartó de un empujón y lo arrojó sobre la cinta transportadora. Torque retrocedió rápidamente.
—La chica es hija de Venus —gruñó la señora cíclope—. Está utilizando la embrujahabla contigo.
—Por favor, señora… —comenzó a decir Piper.
—¡Grrr! —La señora cíclope agarró a Piper de la cintura—. ¡No intentes engatusarme, muchacha! ¡Soy Ma Gasket! ¡Me he comido a héroes más fuertes que tú para almorzar!
Leo temía que Piper acabara estrujada, pero Ma Gasket la soltó y la dejó colgando de la cadena. A continuación se puso a gritar a Sump lo estúpido que era.
Las manos de Leo trabajaban frenéticamente. Torcía cables y activaba interruptores, sin apenas pensar en lo que estaba haciendo. Acabó de conectar el mando a distancia. Acto seguido se acercó sigilosamente al brazo robótico más próximo mientras los cíclopes hablaban.
—¿… comérnosla la última, Ma? —estaba diciendo Sump.
—¡Idiota! —chilló Ma Gasket, y Leo cayó en la cuenta de que Sump y Torque debían de ser sus hijos. De ser así, sin duda la fealdad les venía de familia—. Debería haberos echado a la calle cuando erais unas criaturas, como a los hijos de los cíclopes de verdad. ¡Maldigo mi corazón blando por haberme quedado con vosotros!
—¿Corazón blando? —murmuró Torque.
—¿Qué has dicho, ingrato?
—Nada, Ma. He dicho que tienes un corazón blando. Trabajamos para ti, te damos de comer, te limamos las uñas de los pies…
—¡Y deberíais estar agradecidos! —rugió Ma Gasket—. ¡Y ahora atiza el fuego, Torque! Y tú, Sump, idiota, el bote de salsa está en el otro almacén. ¡No esperarás que me coma a estos semidioses sin salsa!
—Sí, Ma —dijo Sump—. Quiero decir, no, Ma. Quiero decir…
—¡Ve a buscarlo!
Ma Gasket cogió el chasis de un vehículo que había cerca y se lo estampó a Sump en la cabeza. El cíclope cayó de rodillas. Leo estaba seguro de que un golpe como ese lo mataría, pero al parecer Sump recibía golpes de ese tipo a menudo. Consiguió quitarse el chasis de la cabeza, se levantó tambaleándose y corrió a por la salsa.
«Ahora es el momento —pensó Leo—. Mientras están separados.»
Terminó de conectar los cables de la segunda máquina y se dirigió a la tercera. Los cíclopes no lo vieron moverse a toda prisa entre los brazos robóticos, pero Piper sí. Su expresión pasó del terror a la incredulidad, y dejó escapar un grito ahogado.
Ma Gasket se volvió hacia ella.
—¿Qué pasa, muchacha? ¿Eres tan frágil que te he roto?
Por suerte, Piper pensaba rápido. Así que apartó la vista de Leo y dijo:
—Creo que son las costillas, señora. Si me he roto por dentro, tendré un sabor terrible.
Ma Gasket se puso a rugir de la risa.
—Muy buena. El último héroe que nos comimos… ¿Te acuerdas de él, Torque? Era hijo de Mercurio, ¿verdad?
—Sí, Ma —dijo Torque—. Estaba muy rico. Un poco fibroso.
—Intentó usar una treta parecida. Dijo que se estaba medicando. ¡Pero sabía muy bien!
—Sabía a carne de cordero —recordó Torque—. Camiseta morada. Hablaba latín. Sí, tal vez un poco fibroso, pero sabía bien.
Los dedos de Leo se quedaron paralizados en el cuadro de mantenimiento. Por lo visto, Piper pensó lo mismo que él, ya que preguntó:
—¿Camiseta morada? ¿Latín?
—Estaba sabroso —dijo Ma Gasket afectuosamente—. ¡No somos tan tontos como la gente cree, muchacha! Los cíclopes del norte no nos tragamos esos estúpidos trucos y acertijos.
Leo se obligó a volver al trabajo, pero los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Un chico que hablaba latín había sido atrapado allí… ¿con una camiseta morada como la de Jason? No sabía lo que eso significaba, pero tenía que dejar las preguntas a Piper. Si quería tener una oportunidad de derrotar a esos monstruos, tenía que actuar rápido antes de que Sump volviera con la salsa.
Alzó la vista al bloque del motor colgado justo encima del campamento de los cíclopes. Ojalá hubiera podido usarlo: habría sido un arma estupenda. Pero la grúa que lo sostenía estaba al otro lado de la cinta transportadora. No había forma de que Leo llegara allí sin que lo vieran y, además, se le estaba acabando el tiempo.
La última parte de su plan era la más difícil. Sacó unos cables, un adaptador de radio y un destornillador más pequeño del cinturón y empezó a construir un mando a distancia universal. Por primera vez, dio las gracias en silencio a su padre —Hefesto— por el cinturón mágico. «Sácame de esta —suplicó—, y tal vez ya no me parezcas tan capullo.»
Piper siguió hablando en tono elogioso.
—¡Oh, he oído hablar de los cíclopes del norte! —Leo se imaginó que era mentira, pero sonaba convincente—. ¡No sabía que eran tan grandes y tan listos!
—Los halagos tampoco te van a servir —dijo Ma Gasket, aunque parecía complacida—. Es verdad. Vas a ser el desayuno de los mejores cíclopes de la zona.
—Pero ¿los cíclopes no son buenos? —preguntó Piper—. Creía que hacían armas para los dioses.
—Yo soy muy buena. Soy buena comiendo gente. Soy buena dando mamporros. Y, sí, soy buena construyendo cosas, pero no para los dioses. Nuestros primos, los cíclopes mayores, sí que lo hacen. Se creen muy superiores porque son unos cuantos miles de años mayores. Luego están nuestros primos del sur, que viven en islas cuidando ovejas. ¡Imbéciles! ¡Pero nosotros, los cíclopes hiperbóreos, el clan del norte, somos los mejores! Fundamos Motores Monocle en esta vieja fábrica: ¡las mejores armas, las mejores armaduras, las mejores cuadrigas, los mejores todoterrenos de bajo consumo! Y sin embargo, nada. Tuvimos que cerrar. Despedimos a la mayoría de nuestra tribu. La guerra acabó muy pronto. Los titanes perdieron. ¡Malas noticias! Ya no hacían falta las armas de los cíclopes.
—Oh, no —dijo Piper en tono compasivo—. Seguro que fabricaban armas increíbles.
Torque sonrió.
—¡El martillo de guerra chillón!
Cogió un gran palo con una caja metálica que parecía un acordeón en la punta. Lo estampó contra el suelo y el cemento se agrietó, pero también se oyó un sonido como si alguien hubiera pisado el patito de goma más grande del mundo.
—Tremendo —dijo Piper.
Torque parecía complacido.
—No es tan bueno como el hacha explosiva, pero este se puede usar más de una vez.
—¿Puedo verlo? —preguntó Piper—. Si pudieras soltarme las manos…
Torque avanzó con entusiasmo, pero Ma Gasket dijo:
—¡Estúpido! Te está engañando otra vez. ¡Basta de charla! Cárgate al chico primero antes de que se muera. Me gusta la carne fresca.
«¡No! —Los dedos de Leo se movían a toda velocidad conectando los cables del mando a distancia—. ¡Solo unos minutos más!»
—Espere —dijo Piper, tratando de llamar la atención del cíclope—. Oiga, ¿puedo preguntarle…?
Los cables echaron chispas en la mano de Leo. Los cíclopes se quedaron paralizados y se volvieron en dirección a él. Entonces Torque cogió una camioneta y se la lanzó.
Leo rodó por el suelo mientras la camioneta arrollaba las máquinas. Si hubiera sido medio segundo más lento, habría acabado hecho pedazos.
Se levantó, y Ma Gasket lo vio.
—¡Torque, pedazo de inútil, ve a por él! —chilló.
Torque echó a correr hacia él. Leo accionó la palanca del mando a distancia.
Torque estaba a quince metros. A seis metros.
Entonces el primer brazo robótico se encendió con un zumbido. Una garra metálica amarilla de tres toneladas golpeó al cíclope en la espalda tan fuerte que el monstruo cayó de bruces. Antes de que Torque pudiera recuperarse, la mano robótica lo agarró por una pierna y lo levantó.
—¡AHHHHHH!
Torque salió volando en la penumbra. El techo estaba demasiado oscuro y demasiado alto para ver lo que había pasado exactamente, pero, a juzgar por el fuerte ruido metálico, Leo se figuró que el cíclope había chocado contra una de las vigas.
Torque no bajó. En cambio, cayó polvo amarillo al suelo. Torque se había desintegrado.
Ma Gasket se quedó mirando a Leo, conmocionada.
—Mi hijo… Tú… Tú…
En el momento justo, Sump apareció a la luz de la lumbre con un bote de salsa.
—Ma, he traído la superpicante…
No llegó a acabar la frase. Leo giró la palanca del mando a distancia, y el segundo brazo robótico asestó un porrazo a Sump en el pecho. El bote de salsa estalló como una piñata, y Sump salió volando hacia atrás y se estrelló justo contra la base de la tercera máquina. Puede que Sump fuera inmune a los golpes de chasis, pero no a los brazos robóticos que podían ejercer más de cuatro mil kilos de fuerza. El tercer brazo de grúa lo estampó contra el suelo con tanta fuerza que estalló en forma de polvo como un saco de harina roto.
Dos cíclopes menos. Leo estaba empezando a sentirse como el Comandante Cinturón Portaherramientas cuando Ma Gasket le clavó la mirada. Agarró el brazo de la grúa que tenía más cerca y lo arrancó de su pedestal lanzando un rugido salvaje.
—¡Te has cargado a mis chicos! ¡Solo yo puedo cargarme a mis chicos!
Leo pulsó un botón, y los dos brazos que quedaban se pusieron en marcha. Ma Gasket cogió el primero y lo partió por la mitad. El segundo brazo la golpeó en la cabeza, pero eso solo pareció sacarla de quicio. Lo agarró por las abrazaderas, lo arrancó y lo blandió como si fuera un bate de béisbol. No le dio a Piper y a Jason por unos centímetros. A continuación, Ma Gasket lo soltó, haciéndolo girar hacia Leo. Él lanzó un grito y se apartó rodando mientras el brazo de la grúa arrasaba la máquina que tenía al lado.
Empezó a darse cuenta de que una madre cíclope furiosa no era algo a lo que le convenía enfrentarse con un mando a distancia universal y un destornillador. El futuro del Comandante Cinturón Portaherramientas no parecía muy prometedor.
La señora cíclope se encontraba ahora a seis metros de distancia de él, junto a la lumbre. Tenía los puños cerrados y enseñaba los dientes. Estaba ridícula con su vestido de cota de malla y sus coletas grasientas, pero, considerando la mirada asesina de su enorme ojo rojo y el hecho de que medía más de tres metros y medio, a Leo no le hacía ninguna gracia.
—¿Te queda algún truco más, semidiós? —preguntó Ma Gasket.
Leo alzó la vista. Si le hubiera dado tiempo a preparar el bloque de motor colgado de la cadena… Si pudiera conseguir que Ma Gasket diera un paso adelante… La cadena… aquel eslabón… Leo no debería haber podido verlo, sobre todo desde tan abajo, pero sus sentidos le decían que el eslabón padecía fatiga del metal.
—¡Ya lo creo que me quedan trucos! —Leo levantó el mando a distancia—. ¡Si das un paso más, te abrasaré con fuego!
Ma Gasket se echó a reír.
—Ah, ¿sí? Los cíclopes son inmunes al fuego, idiota. ¡Pero si quieres jugar con llamas, déjame echarte una mano!
Cogió unas ascuas al rojo vivo con las manos y se las lanzó. Cayeron alrededor de sus pies.
—Has fallado —dijo él con incredulidad.
Entonces Ma Gasket sonrió y cogió un tonel que había junto a la camioneta. A Leo le dio el tiempo justo a leer la palabra escrita en un costado —QUEROSENO— antes de que Ma Gasket lo lanzara. El tonel se rompió en el suelo delante de él y derramó combustible por todas partes.
Las ascuas echaban chispas. Leo cerró los ojos, y Piper gritó:
—¡No!
Una tormenta de fuego estalló a su alrededor. Cuando Leo abrió los ojos, estaba bañado en llamas que se arremolinaban en el aire a seis metros de altura.
Ma Gasket se puso a chillar de regocijo, pero Leo no sirvió de combustible para el fuego. El queroseno se consumió y se apagó hasta que solo quedaron pequeñas manchas de fuego en el suelo.
Piper dejó escapar un grito ahogado.
—¿Leo?
Ma Gasket se quedó pasmada.
—¿Sigues vivo? —Entonces dio un paso adelante y se situó justo donde Leo quería—. ¿Qué eres?
—El hijo de Hefesto —contestó Leo—. Y te he advertido de que te abrasaría con fuego.
Señaló al aire con un dedo e hizo acopio de toda su voluntad. Nunca había intentado hacer algo tan concentrado e intenso, pero lanzó un rayo de llamas candentes a la cadena de la que colgaba el bloque de motor, apuntando al eslabón que parecía más débil.
Las llamas se apagaron. No pasó nada. Ma Gasket se echó a reír.
—Un intento de lo más impresionante, hijo de Hefesto. Hacía muchos siglos que no veía a un especialista en fuego. ¡Serás un sabroso aperitivo!
Cuando el eslabón se calentó hasta superar su límite de tolerancia, la cadena se partió, y el bloque de motor se cayó, mortal y silencioso.
—No lo creo —dijo Leo.
A Ma Gasket ni siquiera le dio tiempo a levantar la vista.
¡Pum! Adiós al cíclope: solo quedó de ella un montón de polvo bajo un bloque de motor de cinco toneladas.
—Pero ¿no eras inmune a los motores, eh? —dijo Leo—. ¡Chúpate esa!
Entonces cayó de rodillas; le zumbaba la cabeza. Al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que Piper lo estaba llamando.
—¡Leo! ¿Te encuentras bien? ¿Puedes moverte?
Se levantó tambaleándose. Nunca había intentado provocar un fuego tan intenso, y el esfuerzo le había dejado totalmente agotado.
Tardó mucho rato en poder descolgar a Piper de las cadenas. Luego bajaron juntos a Jason, que seguía inconsciente. Piper consiguió echarle unas gotas de néctar en la boca, y Jason gimió. El verdugón de la cabeza empezó a encoger, y recuperó un poco el color.
—Sí, tiene el cráneo duro —dijo Leo—. Se pondrá bien.
—Gracias al cielo —dijo Piper suspirando. A continuación miró a Leo con algo que parecía miedo—. ¿Cómo has… el fuego… siempre has…?
Leo bajó la vista.
—Siempre —contestó—. Soy un peligro. Lo siento, debería habéroslo dicho antes, pero…
—¿Que lo sientes? —Piper le dio un puñetazo en el brazo. Cuando él alzó la vista, estaba sonriendo—. ¡Ha sido increíble, Valdez! Nos has salvado la vida. ¿Por qué lo sientes?
Leo parpadeó. Empezó a sonreír pero, al fijarse en algo que había junto al pie de Piper, la sensación de alivio se interrumpió.
Un polvo amarillo —los restos de uno de los cíclopes, tal vez de Torque— estaba moviéndose a través del suelo como si un viento invisible lo estuviera juntando de nuevo.
—Están recomponiéndose —dijo Leo—. Mira.
Piper se apartó del polvo.
—No es posible. Annabeth me dijo que los monstruos se disipan cuando se mueren. Entonces vuelven al Tártaro y no pueden regresar durante mucho tiempo.
—Pues al polvo no se lo han dicho.
Leo observó como se acumulaba en un montón y luego se esparcía muy despacio, formando una silueta con brazos y piernas.
—Oh, no. —Piper palideció—. Bóreas dijo algo sobre esto: que la tierra albergaba más horrores. «Cuando los monstruos ya no permanezcan en el Tártaro y las almas ya no estén encerradas en el Hades.» ¿Cuánto tiempo crees que tenemos?
Leo pensó en la cara que se había formado antes en el suelo: la cara de la mujer durmiente, sin duda un horror de la tierra.
—No lo sé —respondió—. Pero tenemos que largarnos de aquí.