Leo no paraba de mirar atrás. Esperaba ver a aquellos repugnantes dragones del sol tirando de un carro volador con una dependienta mágica que gritaba y lanzaba pociones, pero no les seguía nada.
Condujo al dragón hacia el sudoeste. Al final, el humo de los grandes almacenes en llamas desapareció a lo lejos, pero Leo no se relajó hasta que las zonas residenciales de Chicago dieron paso a los campos nevados y empezó a ponerse el sol.
—Buen trabajo, Festo. —Acarició la piel metálica del dragón—. Has estado impresionante.
El dragón vibró. En su pescuezo, los engranajes emitieron unos chasquidos.
Leo frunció el entrecejo. No le gustaban aquellos ruidos. Si el disco de control estaba fallando otra vez… No, con suerte era algo sin importancia. Algo que podría arreglar.
—La próxima vez que aterricemos te haré una puesta a punto —prometió—. Te has ganado una ración de aceite y de salsa de tabasco.
Festo rechinó los dientes, pero incluso aquello sonó débilmente. La criatura volaba a un ritmo constante, ladeando sus grandes alas para aprovechar el viento, pero cargaba con demasiado peso. Dos jaulas en las garras más tres personas en el lomo: cuanto más pensaba Leo en ello, más se preocupaba. Incluso los dragones metálicos tenían sus limitaciones.
—Leo. —Piper le dio una palmadita en el hombro—. ¿Te encuentras bien?
—Sí… bastante bien para ser un zombi al que le han lavado el cerebro. —Esperaba no parecer tan incómodo como en realidad se sentía—. Gracias por salvarnos allí atrás, reina de la belleza. Si no me hubieras sacado de ese hechizo…
—No te preocupes —dijo Piper.
Pero Leo estaba muy preocupado. La facilidad con que Medea lo había enemistado con su mejor amigo le hacía sentirse fatal. Y esas emociones, el resentimiento hacia Jason porque siempre acaparaba la atención y porque no parecía necesitarlo, no habían salido de la nada. Leo se sentía así a veces, aunque no se enorgullecía de ello.
Sin embargo, lo que más le preocupaba era la noticia relacionada con su madre. Medea había visto el futuro en el inframundo. Por ese motivo, su patrona, la mujer de la ropa de tierra negra, había ido al taller de máquinas hacía siete años a asustarlo y arruinarle la vida. Por ese motivo había muerto su madre: por algo que Leo podría hacer algún día. Así que, de algún extraño modo, aunque sus poderes con el fuego no habían sido los responsables, la muerte de su madre había sido culpa de él.
Cuando habían dejado a Medea en los grandes almacenes incendiados, Leo se había sentido muy bien. Esperaba que ella no escapara y que regresara a los Campos de Castigo, donde debía estar. Tampoco se sentía orgulloso de esas emociones.
Si las almas regresaban del inframundo…, ¿era posible que la madre de Leo volviera?
Intentó apartar la idea de su cabeza. Era un pensamiento digno del doctor Frankenstein. No era natural. No estaba bien. Puede que Medea hubiera resucitado, pero no parecía del todo humana, con sus uñas humeantes, su cabeza brillante y toda la pesca.
No, la madre de Leo había fallecido. Pensar otra cosa acabaría volviéndolo loco. Aun así, la idea no dejaba de azuzarle, como un eco de la voz de Medea.
—Vamos a tener que aterrizar dentro de poco —avisó a sus amigos—. Seguiremos un par de horas más para asegurarnos de que Medea no nos sigue. No creo que Festo pueda volar más rato.
—De acuerdo —convino Piper—. El entrenador Hedge también querrá salir de su jaula de canario. La pregunta es: ¿adónde vamos?
—Al Área de la Bahía —aventuró Leo. Sus recuerdos de los grandes almacenes eran borrosos, pero le parecía haber oído algo relacionado con ese lugar—. ¿No dijo Medea algo sobre Oakland?
Piper tardó tanto en contestar que Leo se preguntó si había dicho algo inoportuno.
—El padre de Piper —interpuso Jason—. A tu padre le pasó algo, ¿verdad? Cayó en una trampa.
Piper espiró de forma temblorosa.
—Medea dijo que los dos moriríais en el Área de la Bahía. Y además… aunque fuéramos allí, ¡es enorme! Primero tenemos que encontrar a Eolo y dejar a los espíritus de la tormenta. Bóreas dijo que Eolo es el único que puede decirnos adónde tenemos que ir exactamente.
Leo gruñó.
—¿Y cómo encontramos a Eolo?
Jason se inclinó hacia delante.
—¿No lo ves?
Señaló al frente, pero Leo no veía nada más que las nubes y las luces de unos cuantos pueblos brillando en el crepúsculo.
—¿Qué? —preguntó Leo.
—Eso… sea lo que sea —dijo Jason—. En el aire.
Leo lanzó una mirada atrás. Piper parecía tan confundida como lo estaba él.
—Vale —dijo Leo—. ¿Podrías ser más específico con la parte del «sea lo que sea»?
—Es como una estela de vapor —dijo Jason—. Pero brillante. Es muy tenue, pero desde luego está ahí. Hemos estado siguiéndola desde Chicago, así que me imaginé que vosotros también la veíais.
Leo negó con la cabeza.
—A lo mejor Festo puede percibirla. ¿Crees que la ha hecho Eolo?
—Bueno, es una estela mágica en el viento —dijo Jason—. Eolo es el dios del viento. Creo que sabe que le traemos unos presos. Nos está diciendo adónde tenemos que volar.
—O es otra trampa —dijo Piper.
Su tono preocupó a Leo. No parecía nerviosa. Sonaba como si estuviera rota por la desesperación, como si su destino ya estuviera decidido y fuera culpa de ella.
—¿Estás bien, Pipes? —preguntó.
—No me llames así.
—Vale. No te gusta ninguno de los nombres que te pongo. Pero si tu padre está en apuros y podemos ayudar…
—No podéis —replicó ella, con la voz cada vez más temblorosa—. Oye, estoy cansada. Si no te importa…
Se apoyó contra Jason y cerró los ojos.
De acuerdo, pensó Leo: una señal muy clara de que no tenía ganas de hablar.
Volaron en silencio durante un rato. Festo parecía saber adónde iba. Mantuvo la trayectoria girando suavemente hacia el sudoeste y, con suerte, hacia la fortaleza de Eolo. Otro dios del viento al que visitar, una nueva variante de locura. Vaya, Leo se moría de ganas de llegar.
Tenía demasiadas cosas en la cabeza para dormir, pero, ahora que ya estaba fuera de peligro, su cuerpo opinaba de forma distinta. Su nivel de energía se encontraba bajo mínimos. El ritmo monótono de las alas del dragón hacía que le pesaran los párpados. Empezó a cabecear.
—Duerme un rato —dijo Jason—. No te preocupes. Dame las riendas.
—No, estoy bien…
—Leo —dijo Jason—, no eres una máquina. Además, yo soy el único que ve la estela de vapor. Me aseguraré de que no nos desviamos.
A Leo se le empezaron a cerrar los ojos.
—Está bien. Puede que…
No terminó la frase y se desplomó contra el pescuezo caliente del dragón.
En el sueño oyó una voz cargada de electricidad estática, como una radio defectuosa.
—¿Hola? ¿Funciona?
La vista de Leo se enfocó… más o menos. Todo estaba borroso y gris, con franjas de interferencias que atravesaban su visión. Nunca antes había soñado con mala sintonización.
Parecía que estuviera en un taller. Con el rabillo del ojo veía sierras circulares de mesa, tornos para metales y cajas de herramientas. Una fragua brillaba alegremente contra una pared.
No era la fragua del campamento: demasiado grande. No era el búnker 9: mucho más caliente y más cómodo, y se notaba que no estaba abandonado.
Entonces Leo se fijó en algo que le tapaba la parte central de la vista: algo grande y borroso situado tan cerca de él que tuvo que bizquear para verlo bien. Era una cara grande y fea.
—¡Santa madre! —gritó.
La cara retrocedió y se enfocó. Mirándolo fijamente había un hombre con barba vestido con un mugriento mono azul. Tenía la cara llena de protuberancias y de verdugones, como si le hubieran picado un millón de abejas o lo hubieran arrastrado sobre grava. Posiblemente, ambas cosas.
—Bah —dijo el hombre—. Santo padre, muchacho. Creía que sabías la diferencia.
Leo parpadeó.
—¿Hefesto?
Al encontrarse en presencia de su padre por primera vez, probablemente Leo debería haberse quedado estupefacto, o pasmado, o algo parecido, pero, después de todo lo que había ocurrido los últimos días, entre cíclopes, una hechicera y una cara formada en los residuos de retretre portátil, lo único que sintió fue una oleada de irritación absoluta.
—¿Apareces ahora? —preguntó—. ¿Después de quince años? Menudo padre, Cara Peluda. ¿De dónde sales y por qué metes las narices en mis sueños?
El dios arqueó una ceja. En su barba se encendió una pequeña chispa. A continuación, echó atrás la cabeza y se puso a reír con tal estridencia que las herramientas de los bancos de trabajo empezaron a traquetear.
—Hablas igual que tu madre —dijo Hefesto—. Echo de menos a Esperanza.
—Lleva siete años muerta. —A Leo le temblaba la voz—. Aunque no es que eso te importe.
—Sí que me importa, muchacho. Me importáis los dos.
—Claro. Y por eso hoy es la primera vez que te veo.
El dios emitió un sonido cavernoso con la garganta, pero parecía más incómodo que furioso. Sacó un motor en miniatura del bolsillo y comenzó a juguetear distraídamente con los pistones, como hacía Leo cuando estaba nervioso.
—No se me dan bien los niños —confesó el dios—. Ni las personas. Bueno, en realidad no se me da bien ninguna forma de vida orgánica. Pensé hablar contigo en el funeral de tu madre. Luego otra vez cuando estabas en quinto… aquel trabajo de ciencias que hiciste, el lanzapollos a vapor. Impresionante.
—¿Lo viste?
Hefesto señaló la mesa de trabajo que tenía más a mano, donde había un reluciente espejo de bronce que mostraba una imagen borrosa de Leo dormido a lomos del dragón.
—¿Ese soy yo? —preguntó Leo—. ¿Soy yo…, ahora mismo, teniendo este sueño…, mirando cómo sueño?
Hefesto se rascó la barba.
—Me confundes. Pero sí…, eres tú. Siempre te vigilo, Leo. Pero hablar contigo es… otra cosa.
—Te da miedo —dijo Leo.
—¡Anillas y engranajes! —gritó el dios—. ¡Por supuesto que no!
—Sí, te da miedo.
Pero la ira de Leo se desvaneció. Se había pasado años pensando en lo que le diría a su padre si alguna vez se conocían y en la bronca que le echaría por haber sido un mal padre. Ahora, mirando aquel espejo de bronce, Leo pensó que su padre había seguido sus progresos a lo largo de los años, incluso sus estúpidos experimentos de ciencias.
Tal vez Hefesto era un capullo, pero Leo entendía su problema. Él sabía lo que era huir de la gente y no encajar en ninguna parte. Sabía lo que era esconderse en un taller en lugar de intentar tratar con formas de vida orgánica.
—Entonces —gruñó Leo—, ¿te mantienes al corriente de las vidas de todos tus hijos? Tienes unos doce en el campamento. ¿Cómo te las apañas…? Da igual. No quiero saberlo.
Hefesto podría haberse ruborizado, pero tenía la cara tan golpeada y colorada que era difícil de saber.
—Los dioses no somos como los mortales, muchacho. Podemos estar en muchos sitios al mismo tiempo: donde la gente nos llama, donde nuestra esfera de influencia es fuerte. De hecho, es raro que toda nuestra esencia se concentre en un solo sitio: nuestra auténtica forma. Es peligroso y lo bastante potente para destruir a cualquier mortal que nos mire. Así que… sí, tengo muchos hijos. Añade a eso nuestros distintos aspectos: el griego y el romano… —Los dedos del dios se quedaron inmóviles en su motor—. En otras palabras, ser dios es complicado. Y sí, intento mantenerme al corriente de las vidas de todos mis hijos, pero sobre todo de la tuya.
Leo estaba seguro de que a Hefesto había estado a punto de escapársele algo importante, pero no sabía qué.
—¿Por qué te has puesto en contacto conmigo ahora? —preguntó Leo—. Creía que los dioses os habíais quedado en silencio.
—Así es —gruñó Hefesto—. Órdenes de Zeus; muy raras, incluso para él. Ha interceptado todas las visiones, los sueños y los mensajes de Iris enviados y recibidos en el Olimpo. Hermes está de brazos cruzados, muerto de aburrimiento, porque no puede entregar la correspondencia. Por suerte, yo conservo mi viejo equipo de transmisión pirata.
Hefesto dio unos golpecitos a una máquina que había sobre la mesa. Parecía una mezcla de una antena parabólica, un motor V6 y una cafetera. Cada vez que el dios sacudía la máquina, el sueño de Leo parpadeaba y cambiaba de color.
—Lo utilicé durante la guerra fría —dijo el dios con cariño—. Radio Libre Hefesto. Esa sí que fue una buena época. Lo guardo sobre todo para la televisión de pago o para hacer vídeos cerebrales virales…
—Vídeos cerebrales virales…
—Pero ahora me viene muy bien otra vez. Si Zeus supiera que me estoy poniendo en contacto contigo, me despellejaría vivo.
—¿Por qué se está portando Zeus como un gilipollas?
—Bueno, es lo que mejor se le da, muchacho.
Hefesto lo llamaba «muchacho» como si Leo fuera una molesta pieza de una máquina: una arandela de sobra que no tuviera ninguna utilidad clara, pero que Hefesto no quisiera tirar por miedo a necesitarla algún día.
No era precisamente conmovedor, pero, por otra parte, Leo no estaba seguro de querer que lo llamara «hijo». Él no tenía la menor intención de empezar a llamar «papá» a aquel tipo grande y feo.
Hefesto se cansó del motor y lo lanzó por encima del hombro. Antes de que cayera al suelo, le salieron unas aspas de helicóptero y se fue volando hasta el cubo de reciclaje.
—Supongo que fue en la segunda guerra de los titanes —explicó Hefesto—. Es lo que disgustó a Zeus. Los dioses nos… avergonzamos. No creo que haya otra forma de decirlo.
—Pero ganasteis —dijo Leo.
El dios gruñó.
—Ganamos porque los semidioses del… —una vez más, vaciló, como si hubiera estado a punto de cometer un error— del Campamento Mestizo tomaron la iniciativa. Ganamos porque nuestros hijos libraron nuestras batallas, y lo hicieron con más inteligencia que nosotros. Si hubiéramos dependido del plan de Zeus, todos habríamos ido al Tártaro a luchar contra el gigante Tifón, y Cronos habría vencido. Bastante grave era ya que los mortales ganaran la guerra por nosotros, pero entonces ese joven advenedizo, Percy Jackson…
—El chico que ha desaparecido.
—Ejem, sí. Él. Tuvo la osadía de rechazar nuestra oferta de inmortalidad y de decirnos que hiciéramos más caso a nuestros hijos. Lo digo sin ánimo de ofender.
—Oh, ¿por qué iba a ofenderme? Por favor, sigue haciendo como si no existiera.
—Eres muy comprensivo… —Hefesto arrugó la frente y acto seguido suspiró con cansancio—. Ha sido un sarcasmo, ¿verdad? Normalmente, las máquinas no tienen sarcasmo. Como iba diciendo, los dioses se sintieron avergonzados, ridiculizados por los mortales. Al principio, por supuesto, estábamos agradecidos, pero al cabo de unos meses esas emociones se volvieron amargas. Al fin y al cabo, somos dioses. Necesitamos que nos admiren, que nos respeten, que nos tengan temor y admiración.
—¿Aunque no tengáis razón?
—¡Sobre todo entonces! Y que Jackson rechazara nuestro don, como si ser mortal fuera mejor que ser un dios… Zeus no tragó con eso. Decidió que debíamos volver a los valores tradicionales. Los dioses debían ser respetados. Podíamos ver a nuestros hijos, pero no visitarlos. Se cerró el Olimpo. Al menos, eso fue parte de su razonamiento. Y, por supuesto, empezamos a oír que se estaban agitando cosas malas bajo tierra.
—¿Te refieres a los gigantes? ¿Monstruos que se regeneran enseguida? ¿Muertos que resucitan? ¿Cosas por el estilo?
—Sí, muchacho.
Hefesto giró un mando de su máquina de transmisión pirata. El sueño de Leo se volvió más nítido y a todo color, pero la cara del dios estaba tan llena de verdugones rojos y amarillos y de cardenales negros que Leo deseó que volviera al blanco y negro.
—Zeus cree que puede cambiar las cosas —dijo el dios— y adormecer otra vez la tierra mientras sigamos callados. Ninguno de nosotros lo cree. Y confieso que no creo que estemos en condiciones de librar otra guerra. Sobrevivimos a los titanes por poco. Si se están repitiendo las mismas pautas de entonces, lo que se avecina es todavía peor.
—Los gigantes —dijo Leo—. Hera dijo que los semidioses y los dioses tienen que unir fuerzas para vencerlos. ¿Es cierto?
—Hummm. No soporto estar de acuerdo con mi madre en algo, pero es cierto. Esos gigantes son difíciles de matar, muchacho. Son una raza distinta.
—¿Raza? Parece que estuvieras hablando de caballos de carreras.
—¡Ja! —exclamó el dios—. Más bien, de perros de guerra. Verás, al principio, todos los elementos de la creación venían de los mismos padres: Gaia y Urano, la Tierra y el Cielo. Tenían distintos grupos de hijos: los titanes, los primeros cíclopes, etcétera. Entonces Cronos, el jefe de los titanes… Bueno, probablemente sepas que castró a su padre Urano con una guadaña y se apoderó del mundo. Luego los dioses, hijos de los titanes, evolucionamos y los vencimos. Pero ahí no acabó la cosa. La Tierra dio a luz a una nueva serie de hijos, pero su padre era Tártaro: el lugar más oscuro y perverso del inframundo. Esos hijos, los gigantes, fueron engendrados con un claro objetivo: vengarse de nosotros por la derrota de los titanes. Se alzaron para destruir el Olimpo, y estuvieron muy cerca de conseguirlo.
A Hefesto le empezó a arder la barba, y apagó las llamas distraídamente.
—Lo que está haciendo ahora la condenada de mi madre, Hera… Es una insensata y una entrometida que está jugando a un juego peligroso, pero tiene razón en una cosa: los semidioses tienen que unirse. Es la única forma de abrir los ojos a Zeus, de convencerlo de que los olímpicos deben aceptar vuestra ayuda. Y es la única forma de vencer a lo que se avecina. Tú eres una parte importante de eso, Leo.
La mirada del dios parecía ausente. Leo se preguntaba en qué otro sitio estaría ahora si realmente podía dividirse en varias partes. Tal vez su versión griega estaba arreglando un coche o saliendo con alguien mientras su versión romana estaba viendo un partido y pidiendo una pizza. Leo intentó imaginarse cómo sería tener múltiples personalidades. Esperaba que no fuera hereditario.
—¿Por qué yo? —preguntó, y, nada más decirlo, le asaltaron más preguntas—. ¿Por qué me reconoces ahora? ¿Por qué no cuando tenía trece años, como se supone que deberías haber hecho? ¡O podrías haberme reconocido cuando tenía siete años, antes de que muriera mi madre! ¿Por qué no me buscaste antes? ¿Por qué no me advertiste de esto?
Las manos de Leo estallaron en llamas.
Hefesto lo observó con tristeza.
—Esa es la parte más difícil, muchacho. Dejar que mis hijos sigan su propio camino. Interferir no da resultado. Las Moiras se aseguran de ello. Y en cuanto a lo de reconocerte, tú eras un caso especial, muchacho. Había que esperar al momento exacto. No puedo explicarte más, pero…
El sueño de Leo se volvió borroso. Por un instante, se convirtió en una reposición de La ruleta de la fortuna. A continuación, Hefesto se enfocó de nuevo.
—Maldita sea —exclamó—. No puedo hablar mucho más. Zeus está percibiendo un sueño ilegal. Después de todo, es el señor del aire, incluidas las ondas. Escucha, muchacho: tienes un papel que desempeñar. Tu amigo Jason tiene razón: el fuego es un don, no una maldición. Yo no concedo esa bendición a cualquiera. No vencerán a los gigantes sin ti, y mucho menos a la señora a la que sirven. Ella es peor que cualquier dios o cualquier titán.
—¿Quién? —preguntó Leo.
Hefesto enarcó una ceja, y su imagen se volvió más borrosa.
—Ya te lo he dicho. Sí, estoy seguro de que te lo he dicho. Quedas avisado: por el camino perderás a algunos amigos y algunas herramientas de valor. Pero tú no tienes la culpa, Leo. Nada dura eternamente, ni siquiera las mejores máquinas. Y todo se puede volver a utilizar.
—¿Qué quieres decir? No me gusta como suena eso.
—No, no debería gustarte. —Ahora la imagen de Hefesto apenas era visible, tan solo una mancha en medio de las interferencias—. Cuidado con…
El sueño de Leo dio paso a La ruleta de la fortuna en el momento en que la ruleta se paró en la casilla de la bancarrota y el público gritó: «¡Nooo!».
Entonces se despertó y oyó a Jason y a Piper gritando.